miércoles, 31 de julio de 2013

VERANO




“Estos días azules y este sol de la infancia”

El diálogo cepogordista debe ser amable y sereno. Es difícil a estas alturas del curso mantener la serenidad. Sobre todo para quien siga, como el esclavo de Nietzsche, entregando su jornada al trabajo y dando además, en estos tiempos, gracias por ello. La última tertulia cepogordista antes de la estampida vacacional empezó a tortas y acabó a puñetazos, con una silla rota, copas y platos por el suelo, indemnización al dueño del local y reparto de filetes para los ojos morados y las caras pateadas. Al final nadie recordaba el motio que había prendido la mecha. Hay por tanto que esperar a que la capital se vacíe y quedarse sólo, después de despedir a la familia en el andén del tren, agitando un blanco pañuelo de hilo y conteniendo una lagrima de emoción. O bien, hay que huir de la capital a buscar horizontes distintos, en el campo, la costa, la sierra, dónde a cada uno le guste más, dónde se pueda. A este cepogordista le gustaría aparecer por ejemplo el día uno en la Unión, Murcia, para asistir al festival de cante de las minas que allí se celebra y oír cantar a Miguel Poveda. Allí el otro cronista malhumorado, querido amigo que ha sido asaltado ayer por los González de la Gonzalera no tendría que proteger los flancos de ningún ataque. Porque estamos seguros de que la implacable pareja no pasea por el festival de cante de las minas, que se celebra en la Unión, Murcia. Tirititran, tran tran; tirititran, tran trero… Como eres guapa y morena mucho presumes; la villa, el mentidero, la plaza San Juan de Dios; no vayas a las bodas del boticario, que gasta pistola madre, gasta pistola. Tirititran… Se nos va el santo al cielo con estas cosas del cante, que tanto nos gusta, tirititran, y la verdad es que hay más asuntos. Porque aunque al cronista cansado no le falta razón, hasta los Gonzalez de la Gonzalera y Plomez del Peso son criaturas de Dios y tienen su sitio en el mundo y su razón de ser, como lo tienen la serpiente, la vulpeja o el camarón. Tal vez estén ahí para probar la cintura del cronista, para que no se le duerman los recursos, para obligarle a tirar de repertorio, trincheras, ayudados por bajo, macheteo, pin pam pum. No nos enfademos. Paseemos vestidos de la cabeza a los pies, con zapato cerrado y recordemos que la pequeña sociedad, los pequeños mundos cerrados, como nuestro zapato, están por todos lados, en todos los lugares, resumidos en su esencia, asfixiantes, claustrofóbicos, quintaesenciados en la “petite cotterie” de Madame Verdurin, el personaje proustiano. Sin embargo, es en la costa y durante el verano, cuando el narrador, alojado en un hotel del imaginario Balbec, encuentra a las muchas en flor y es en la costa, durante un concurrido verano dónde Degas pintó al pastel su cuadro Au bord de la mer, sur une plage, trois voilier au loin. Y fue durante aquellos veranos, en los que seguramente sucedía también aquello que acertada y enfadadamente describe el cronista, cuando pintó Sorolla muchos de los cuadros con motivos estivales: el mar, los baños, el paseo, los pescadores, las familias, el estío, la saison. Con esos personajes tan evocadores, en los que no son raros las señoras de postín y los matrimonios, tal vez unos Gonzalez de la Gonzalera, redimidos sin saberlo por el pincel del artista. Recordemos todos lo que este cronista, el enfadado cronista, y otros cronistas, de cierta generación para arriba le deben a los veranos, a los largos veranos de la infancia, en el campo, en el mar, en la sierra, rodeados de la familia, de los amigos de la familia, de los conocidos, y por supuesto de las inevitables cotterie, a veces familiares, a veces de terceros, rodeados por todo es fascinante y asombroso mundo.



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