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lunes, 19 de octubre de 2015

KIM


Kim de Rudyard Kipling. ¿Es posible leerlo con doce años? Puede ser, dependerá de la madurez de cada uno y de si el interés por la lectura se ha despertado lo suficiente. Con las infancias tan blandas, las de hoy y aquella a la que pertenecimos nosotros, parece difícil. Reblandecimiento, mimo y una permanente indulgencia por parte de la mayoría de adultos, que parecen no saber canalizar su relación con la infancia sino permitiéndolo todo sin razón ni criterio alguno, lo ponen difícil. Tal vez con catorce años. Bien leído con catorce debía haber encendido la imaginación y tal vez haber despertado una insaciable curiosidad por los mundos que vio Kipling e incluso haber cambiado en algo el destino del lector, quien sabe si convertido en viajero por aquellas lejanías. Leído con cuarenta bien pasados, el libro se disfruta en todo lo que puede dar, que es muchísimo: la belleza de la escritura, la extraordinaria capacidad para evocar y recrear la India del siglo XIX, a la que se asoman, en su frontera norte, Irán, Turkmenistán, Afganistán, China, el Tibet y en la que aparecen nombres dotados de resonancias mágicas, por la literatura –por el propio Kipling principalmente- y el cine, como Lahore, Cachemirna, el Punjab, el Indu Kush, Kandahar, y la extraordinaria y exótica toponimia de infinitos pasos, desfiladeros, cordilleras, monasterios de Lamas, ciudades perdidas fundadas por Sikander Alejandro y otros lugares a un tiempo mágicos y terribles. El lector de bien pasados los cuarenta hace el viaje con la imaginación y este viaje le ayuda en su labor cotidiana – bendita labor cotidiana, que nunca nos falte-, le da fuerzas para llevar la carga cual arriero de una infinita caravana indostaní, o tal vez, en los días de mayor vigor, siente que va saltando los infinitos obstáculos cual Mahbud Alí, majestuoso tratante de caballos afgano. Es verdad que resulta un poco paradójico que, no pudiendo el lector de los cuarenta bien pasados, identificarse del todo con Kimbal O’Hara, “Kim”, y no sintiéndose siempre un Mahbud Alí a lomos de un purasangre, se identifique la más de las veces, un tanto resignadamente, un tanto inconscientemente, con el camello cargado de fardos al que se azuza en un incomprensible dialecto de las montañas.