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jueves, 21 de junio de 2018

Los sueltos de El Heraldo de Nava: don Pedro Mourlane.


 

Por el Pirineo azul, vascongado
el Rey de la barba Florida ha pasado…
F. Q. S.

Valentín de Zubiaurre
Hemos pasado un rato con don Pedro Mourlane. Si señores, los hay con suerte, así son las cosas. ¡Claro que le conocíamos! ¿Quien no ha oído contar aquello que le dijo a Jacinto Miquelarena, asomado a la ventanilla del tren?: ¡Que país Miquelarena! Pero la mayoría de las veces no se pasa de ahí. Y es una pena quedarse en la anécdota, famosa por la eufonía del apellido del amigo.Ya se quejaba en vida Jacinto Miquelarena de pasar a la posteridad por la dichosa frase que parece haberles ocultado a los dos. No pasar de ahí aclara mucho de lo que en estos tiempos sucede, censuras y cesuras, y lecturas de novelillas traducidas.
 
Alrededores de Irún.
Le conocíamos de oídas, pero realmente nos lo presentó hace unos días Dionisio Ridruejo. Le dedica unas páginas en la parte final de Casi unas memorias, denominada Memorias literarias. Valga un ejemplo: Pocos hombres han carecido como Mourlane de la pasión burguesa por el lucro y la competencia, nos dice Ridruejo. Y añade: Para mis ojos medios niños –tendria quizá 19 años cuando me senté por primera vez a su mesa- Mourlane era un espectáculo fascinante[1].
 
Así que aprovechando la ocasión, hemos estado charlando hoy con él. Esperamos que pueda repetirse la entrevista. Su obra no es mucha, han quedado un par de libros y la parte periodística, que sepamos, completamente dispersa. Y muchos comentarios alrededor del personaje, contradictorios, distintos, elogiosos algunos, como el de Ridruejo, magnífico; otros menos. Y hay también muchas alusiones a don Pedro como esta que escribimos, que no llega a vago apunte. Y las famosas anécdotas. Al parecer Mourlane era un espectáculo verbal, al hablar, al declamar, al narrar, al decir. Una obra escrita dispersa, pero un mundo propio, enteramente poseído, nada de retales. Y además el personaje. Durante la charla nosotros atentos y el hablando.

Bidasoa con vista a Hendaya.
Obra de Rafel Boti
Don Pedro formó con el poeta Ramón de Basterra y algunos amigos el grupo llamado “Escuela Romana del Pirineo”. Estaban Pedro Eguillor que presidía la tertulia, Julián Zugazagoitia, Rafael Sánchez Mazas y Fernando de la Quadra Salcedo entre otros. Les ahorramos esta vez lo que para cada uno de ellos supuso la guerra civil del 36.

 
Don Pedro era irunés, que así se nombra a los naturales de Irún, como bien nos recordaba hace poco nuestro gran amigo Sardanápalo Salmón Lafuente-Bermeja. Insiste en que al citarle precisemos que su segundo apellido, unido por un guion, es compuesto. Así lo hacemos.
 
Pues don Pedro era irunés y para quien conozca un poco la región, con eso de la Escuela Romana del Pirineo se abre todo un mundo. Mejor dicho, se nos recuerda su existencia y que lo cortés no quita lo valiente, como que por ejemplo fue Irún un gran puerto romano. Claro que estas cosas sencillas y claras incomodan. Son como chinchetas puestas en la mesa sobre la que se quiere descargar el puñetazo.
 
Nos decía hoy don Pedro -no nos atrevemos todavía con lo de “el amigo Mourlane”, tal vez un día-; nos decía que el disturbio romántico estremece aún el aire de Europa. Hemos asentido. Rompiendo el silencio, hemos añadido que tal vez ahora más que nunca. Todo envuelto en otros aires y sirviendo de caballo de Troya para la siniestra cantinela de mentiras, utopías y persecuciones que conforman el paisaje oficial. Y don Pedro, irunés, desde Irún, desde Bilbao y hoy en Madrid, nos recordaba que el bien no está en las cosas, sino en el orden de las cosas, que es su justificación en cuanto trasunto del orden eterno. ¡El orden! Atardece y nos entra una como punta de melancolía. ¡El orden, la inteligencia, el saber!
 
Nunca, que sepamos, posó a la manera local, ni tuvo que hacer el cansino alarde de vasquismo con el que tantos creen justificarse no se sabe bien ante quien ni ante que. No es necesario hacer exhibición de lo que se es auténticamente y nos conforma con naturalidad. Tampoco su inteligencia despierta y su cultura clásica lo hubieran permitido.
 
Don Pedro tenía una calle en un pueblo de su provincia, Guipúzcoa, pero el orden nuevo le hacía pintadas en el cartel, llamándole lo de siempre, facha. Así que se cambió el nombre de la calle y arreglado. Cuando se lo cuento, a don Pedro esto le importa poco y nos mira de una forma, desde tan alto, desde tan lejos, que nos sonrojamos un poco. Fue poco amigo de vanidades y actitudes impostadas. Aunque a el no le importa, al paseante de aquél pueblo, que tampoco se llama ya como se llamó durante siglos, le quitan el nombre de la vista y con el nombre tal vez la curiosidad y el preguntarse por la Escuela Romana del Pirineo. Quien sabe.

Y es que hay a toda costa que cegar las fuentes y para ello esconder a Mourlane que nos decía: Osemos remontar las aguas para beber en los manantiales a que deben su origen. Es lo que hace el amor, que reta al tiempo y, con sólo recordar, lo vence. Para vencer a nuestra manera al olvido, a la estrechez de los tiempos y al enemigo malo, dejamos esta nota sobre nuestra primera charla con don Pedro Mourlane. Hemos quedado para otro día.

Para el Heraldo de Nava, Genaro García Mingo.
Valentín de Zubiaurre, nuevamente.



[1] Dionisio Ridruejo, Casi unas memorias, editorial Península, 2017, pag. 480 y siguientes.