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jueves, 20 de junio de 2013

VIAJE

El viajero lo es a pesar suyo las más de las veces. Queremos decir que si de él dependiera el viaje lo haría por España, y si fuera posible en largas etapas a pie. Como hizo don Camilo, como hicieron don Pío y algunos más que se patearon España mirándolo todo, como principal actividad cotidiana. El viajero anda literalmente por las nubes trepado en un avión y cuando entorna los ojos se recrea en la solana que hacía resplandecer la plaza de toros el sábado por la tarde y si los cierra un poco más acaba llegando a los pinares agostados, implacables de calor, mecidos por la chicharra (la cigarra de la fábula entiéndanme), en perpetua fiesta durante el estío, y el zumbar de los tábanos. Y el murmullo de la brisa entre los árboles le llevará al mar, al mar azul, verde, abierto, levantisco, helado y luminoso, con su pajarería y sus barcos y sus cantores y aventuras.

-¡Qué cosas Ramonchu!
- ¿Y ese quién es? – pregunta Tato alarmado.
- No nadie, - contesta Doroteo- es que me hacen gracia la expresión y el nombre.
- Di que sí, tu a lo tuyo, y ya está.

No se ha olvidado el viajero de las vacunas que todo viaje lejano precisa. Así que lleva consigo El gallego y su cuadrilla, escrito por don Camilo, y también una cosilla de don Ramón Menéndez Pidal. Mientras por esos lares anda el viajero, la vecina de asiento, que afortunadamente es menuda y aseada y además no habla, lee un libro que se titula El amante japonés. El viajero es un cotilla. Y por serlo se alarma. El viajero que estaba tranquilo por la discreción de su vecina, con su descubrimiento se sobresalta un poco y discretamente se palpa los ojos para descartar cualquier rasgo oriental que pueda poner en peligro la paz del viaje. Y pasa el resto del vuelo un tanto encogido, mirando las nubes.