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jueves, 24 de marzo de 2022

Caballería roja. Genaro García Mingo, para el Heraldo de Nava.

Lectura de Caballería roja, de Isaac Babel. Uno de esos libros que están en casa y que estaba convencido de haber leído sin que me hubiera impresionado. Un error. Ni el primer cuento. Debió de llegar a casa y pillarme luego una temporada de esas en que todo se revuelve y trastoca. No estaba ni siquiera en el estante de sus compatriotas, pero el otro día haciendo orden lo encontré y lo coloqué en su sitio. Hay libros que parece que nos llaman desde los anaqueles. Este es un caso. Le dedicaron uno de los programas[1] que escucho en el coche cuando circulo por ahí y al llegar a casa lo empecé y con él estoy. Uno de los entrevistados lo había analizado con minuciosidad y conocía, además, la biografía de Babel al dedillo, señalando episodios y referencias de cierta turbiedad. Esto ponía de los nervios a los otros dos contertulios, tan admiradores del texto que no podían aceptar claroscuros en la vida del autor que, puesto que era tan excelente escritor, no podía ser sino una víctima del estalinismo. El otro insistía en sus dudas, daba detalles, que ponían a los otros de uñas. Y no lo hacía a la manera de hoy, por condena retroactiva ni corrección política, sino por afán de exactitud, de verdad, de conocimiento del personaje (si bien puede discutirse -como desde siempre se hace a la manera de Proust y Sainte-Beuve- si eso es importante o no para valorar la obra). Una de las cosas que dijo me pareció evidente, obvia, aunque a los otros les escandalizaba. Vino a decir más o menos que Babel se alistó en la caballería roja para escribir, porque necesitaba sangre. Dicho de otra manera, había visto cosas tan fuertes, tan terribles, que necesitada mantener el nivel de tensión, de horror para suscitar la escritura, como para mantener la pulsión de escribir. Los otros se horrorizaban y sin embargo resulta obvio que es perfectamente posible, aunque sea terrible. La presencia del judío como víctima es sobrecogedora y terrorífica, despreciados, insultados, degollados, tanto por bolcheviques como por polacos. De que manera contrastan los espléndidos paisajes tan magníficamente evocados, la veneración de los cosacos por sus caballos, con la más completa miseria, la violencia y el más absoluto desprecio por la vida humana. Todo el libro es un gran sable ensangrentado agitándose y golpeando sin cesar entre espléndidas llanuras, puestas de sol, trigales y pueblos reducidos a cenizas.



[1] Alain Finkielkraut s'entretenait avec le regretté Pierre Pachet, écrivain et essayiste, et Adrien le Bihan, écrivain, traducteur, à propos de la vie et de l'œuvre d'Isaac Babel (1894-1940)


domingo, 6 de febrero de 2022

La tierra del grajo. Una reseña de Genaro García Mingo para el Heraldo de Nava.

No tiene excesivo sentido reseñar un texto si es pésimo, salvo que sea extraordinario en su imperfección y pese a ello reciba alabanzas diversas (cosa bastante frecuente). Menos sentido tiene aún si uno no se dedica a las reseñas, ni es crítico, ni nada que se le parezca. Si pese a ello se hace, la reseña es entonces una protesta. La reseña protesta apenas si merece el esfuerzo de ponerla en claro. Salvo por el gusto de la sátira, de zaherir ponzoñosamente. No debemos dedicar demasiadas energías a eso, que no nos sobran.

Pero hay otros textos que son todo lo contrario. Uno querría animar a que se leyeran, darlos a conocer. Como uno no es nadie y tiene nula capacidad de influir, se hace la reseña por puro placer, por puro agradecimiento a lo leído, para uno mismo. Estamos ante un caso así: La tierra del grajo, de José Antonio Martínez Climent, publicado por la editorial Verbum.

El título de la novela encierra varias claves que la lectura irá revelando. Tiene relación con un cuadro del pintor ruso Alekséi Savrasov, titulado Los grajos han vuelto, que ilustra la portada y del que se hablará en el relato. Savrasov es un espléndido paisajista ruso de finales del XIX. Así que en el título aparecen la tierra y la naturaleza, pero también, con la presencia de un pintor ruso, la gran geografía que recorreremos al leer. Es un hermoso libro. Tanto por la forma, un español hermoso, trabajado, rico, por momentos virtuoso, como por la historia que cuenta, tratada de manera voluntariamente deslavazada, como en escorzo, por un narrador que se sujeta y que claramente explica al lector que ciertos detalles no son necesarios. Por momentos se puede tener la impresión de que el hilo conductor se somete en realidad a los cuadros que al autor le interesa trazar con su fina sensibilidad, con su sentido de la observación, del detalle, con una prosa rica capaz de muy hermosas evocaciones. Esto no incomoda, la narración continua, sin ruido, como si asistiéramos a todo lo que se nos cuenta, sin estridencias, con el filtro de un velo ligero, que flotando en el aire atenuara las cosas, el tiempo, los hechos.

Octavio es protagonista, y a ratos narrador, un salto que se produce en el texto con naturalidad sin que la proeza técnica sea excesiva ni incomode. Está bien tratado el mundo mercantil, espléndidas evocaciones de una Europa de los balnearios, casinos y grandes hoteles, Venecia, Sicilia, el mediterráneo, el levante español, los largos viajes en tren, las estepas del Este, una sociedad internacional que se mueve a sus anchas por el continente con una galería de personajes de fuerte personalidad que vistos desde nuestra uniformidad de hoy parecen extraordinarios y variopintos. Y el amor, con ese personaje tan logrado que es Claudia. “Para entonces, Claudia ya había aprendido el delicado arte de dejarse mirar por los hombres."

Pero no se trata de un elogio del cosmopolitismo, ni de una de esas evocaciones de lujos pasados, de una belle époque de High life y Société, aunque varios personajes pertenezcan a ese mundo o lo frecuenten. Afortunadamente no se queda en aquello La tierra del grajo, sería alejarse extraordinariamente de su título y de la pintura de Savrasov. Porque dónde más alto llega el libro, dónde resulta más hermoso y casi diríamos que conmovedor es en su evocación de la vida en el campo, de grandes casas y grandes familias, por una parte, y de la propia naturaleza desnuda, por otra.

Se trata de un mundo enraizado. La frase “Hirundina siempre se santiguaba cuando tocaban a difunto” podría ser un ejemplo. El retrato de la vida de provincias es magnífico. Dos breves muestras, que son solo eso, un ejemplo entre páginas enteras que merecerían citarse: “Olía a manzanas cocidas con canela, y a la hiriente lejía que Hirundina empleaba para limpiar el terrazo, (…). En la mesita de noche se extinguían unos lirios (Tía Asuntina siempre los repartía por toda la casa: en el recibido, en el salón, en las habitaciones…)”. “Pero no vaya usted a creer que vivimos en el atraso o en el olvido. En S.V. hay dos peñas taurinas, la de Lillo y la de Cantó, antagonistas en todo por cuestión de gustos sobre encastes, pases, suertes y matadores, que suelen acabar en grescas callejeras y hasta en enemistades familiares hereditarias. Hay fábricas de cemento, cerámica, yeso, ocre, cuyo producto principal es el polvo. (…)”. No faltan ni el sentido del humor ni la ironía como parte del gran fresco que se nos ofrece. La descripción de los personajes puede llegar a ser fantástica. Dejamos una muestra con la del ventrílocuo don Francisco Sanz: “El don estaba representado por un hombrecillo vestido de chaqué, de aspecto apocado, que incongruentemente fumaba un enorme habano, enredado en animada conversación con un muñeco de hinchadas mejillas y enormes ojos fijos de lunático (de la peor y más visionaria dolencia psíquica que se pueda concebir)”. Algunas páginas en que se traza la vida de un torero un completo acierto.

Y, por otra parte, decíamos, la naturaleza en toda su belleza, pero también en su crudeza, en su realidad rocosa, pétrea e inclemente, como auténtica protagonista del libro. Hay pasajes realmente espléndidos que son además un alarde de escritura. Nos referimos en particular, porque no dejan de estar presentes por todo el libro, a la expedición de los protagonistas por las sierras del Maestrazgo. “El caso es que, tanto en primavera como en verano, a eso de media tarde y aún con sol, no hace muchos años, una fila de cabizbajas y rojizas ovejas se desplazaba con la mayor lentitud por el fondo de un valle circundado por picudas montañas, bajo las altas y ajedrezadas nubes, de un claro a una espesura, de una espesura a un claro, mientras la suave brisa que empezaba a moverse se llevaba su rítmico concierto de portentosas y saludables pedorretas, lejos, más allá de los peñascales, sobre las blancas pedrizas, pasados los bosques de encinas y robles, lejos…”. La sierra viva, desde que nace y crece, como si fuera un personaje más, con una vida de miles de años, hasta el presente. “Aquél es un páramo alto, creado durante los primeros bostezos del Paleógeno. Las fallas que habían comenzado a abrir el valle por dónde un día bajaría el Ferr, que hasta entonces se había limitado a la protocolaria tarea de liberar las tensiones geológicas entre placas antagonistas, invierten sus movimientos y se convierten en encabalgamientos como resultado de la lenta pero constante compresión del macizo tauritano contra el bloque castellonense. Así los materiales ordovícicos, más antiguos y consolidados, emergen y se disponen sobre aluviones y estratos sedimentarios cuaternarios, dejando a la vista en un par de millones de años unos suelos oscuros y duros, poco susceptibles a la frivolidad de esa erosión cuaternaria que, producida por el viento, o por la lluvia, o por el roce, allí se considera poco menos que una falta de respeto. Sobre ese terreno hay un caserío, unos pocos fuegos reunidos, más que en torno a un fuego o por causa de la historia, por el temor secular a los lobos, cuya nómina de campesinos y viajeros muertos es larga aquí, muy larga. El caserío en cuestión es Brugal de las Cuestas y, para cuando te quieras dar cuenta el mulero te habrá dejado en una revuelta antes de entrar, con tu morral tirado en el suelo mojado, y de él no verás nunca más que los cuartos traseros de su mula bajando por las cuestas.

Claro que hay algún elemento que no deja de ser una concesión a nuestro individualismo contemporáneo, como cuando uno de los personajes -no damos más pistas a propósito- en cumplimiento de su última voluntad, es arrojado, dentro de su ataúd, al río dónde hace décadas murió la mujer que fue su gran amor. Un rasgo romántico, novelesco sin duda, pero ante la muerte y ante el fondo de una Europa que agoniza, excesivamente suelto, libre y por eso tal vez tópico. ¿No es ese capricho postmortem una contribución al desmantelamiento del continente al que se asiste? Hubiera asombrado un funeral lleno de latines y con el de profundis. Y que en el ataúd se hubiera incluido tal vez, algún objeto de ella, como forma de póstuma unión. Pero esto son cosas del que esto escribe quien, en el magnífico libro que es La tierra del grajo, no pinta nada salvo como admirado lector. 

***


sábado, 2 de octubre de 2021

Tarde de toros. Feria de otoño 2021.

De nuevo allí. Hoy también, esta tarde, con la plaza llena. Y hemos visto torear a Juan Ortega. Nosotros que todavía elegimos los carteles por los toros -no sé cuánto tiempo podremos seguir con esa maña- le hacíamos ascos al cartel de esta tarde. Pero nos han podido las ganas de volver a la plaza, de volver a Las Ventas. Y una vez sentados, fuera prejuicios, fuera faenas preconcebidas, fuera pañuelos preparados. Mirar, mirar y mirar. Y no hemos visto más que a Juan Ortega, con la muleta, toreando al segundo de su lote, sexto de la tarde. De repente se paran las cosas, de repente se escenifica aquello de la línea horizontal, el toro, y la línea vertical, el torero. De repente se anda menos, se pierden apenas pasos, se rectifica apenas; de repente las series son cortas, medidas, pensadas, con remates airosos, vemos torear al natural, por las dos manos, y vemos toreo cambiado, vemos empezar la faena por bajo, continuarla con ayudados por alto, vemos torear, vemos al toro que se va quedando encelado, dominado. Y la verticalidad, la compostura, la naturalidad, la mesura, el inexplicable aire suave de pausados giros del poeta. Unos muletazos que nos encienden, que encierran una belleza que de repente se derrama ante nuestros ojos, después de tantas tardes desaparecida.

Se podrán discutir cosas por su puesto, no es esa la cuestión. ¿Por qué llevarlo hacia los chiqueros? ¿Por qué no acabar la faena en los terrenos dónde empezó? ¿Faltó un poco de hondura, de poder? Qué pena la estocada que desde dónde estábamos parecía contraria. Por supuesto. Pero hemos visto torear, hemos visto lo que da sentido a todo esto, a sentarse en la plaza a ver a esos hombres jugarse la vida. Oiga, no se ponga profundo que me voy. Descuide que ha sido sólo un momento.

De los otros dos matadores apenas hay algo que decir, sino que Emilio de Justo cortó dos orejas, de las de toreo automático y el Juli, lo mismo, un sola, pero del mismo estilo, de esas en que el torero parece un compás abierto dando vueltas como una peonza con el toro prendido de la punta exterior. Tampoco hay que cebarse, cada uno hace lo que puede, como nosotros, con tantas limitaciones. En fin. Que esta tarde estábamos allí de nuevo y que hemos visto Torear, con mayúscula, a Juan Ortega.

Para el Heraldo de Nava, Genaro García Mingo Emperador.

Por cierto, al recoger el coche se veía claramente que los señores que pagaban el aparcamiento delante de nosotros también venían de los toros. Les abordo con descaro. ¿Vienen ustedes de los toros? Se giran sorprendidos, si señor dicen mirándome de arribe abajo. Me apresuro a confirmar que yo también. Sonrisa. Voy al grano: ¿Qué les ha parecido Juan Ortega? Cuanto me alegra que sea esa su pregunta, porque esos muletazos, esos muletazos, lo otro, pues no, es otra cosa. Hay que venir veinte tardes para ver una cosa así. Nos despedimos coincidiendo completamente. Oiga, ¿y es imaginación mía o al señor ese, de buena pinta, por cierto, se le caía una lagrimilla mientras evocaba esos muletazos, esos muletazos…? Hombre, y yo que se, que cosas tiene, serán cuestiones del lagrimal descontrolado.

lunes, 6 de septiembre de 2021

¿Dónde exiliarse? Comentario a un artículo antiguo, por Genaro García Mingo Emperador.

¿Dónde exiliarse?¿A Syldavia o a Los Dópicos, capital de la república de San Theodoros? Lo que más me gusta de Syldavia es su rey, trasunto posible de nuestro Alfonso XIII de finos bigotes y vistosos uniformes. Está muy bien desahogarse, es muy necesario, coincido plenamente con usted en que sin duda es mejor hacerlo escribiendo que pagando una consulta. Ruego por esa misma razón, el desahogo, su indulgencia para lo que sigue.

Con el paso del tiempo y de las lecturas cada vez creo menos en eso de la tercera España que me parece una ocurrencia simpática, pero que no pasa de ahí. La sensación que yo tengo es simplemente que en España la historia se repite, esta vez en un contexto internacional de hundimiento general de la vieja civilización europea. Los efectos de la descristianización general empiezan a percibirse por todos lados.

Y en cuanto a España, pues el sistema del 78, con muchos defectos, iba funcionando, pero estaba muy claro que necesitaba muchas correcciones para enderezar un rumbo desde hace años orientado hacia el abismo: Partidocracia corrupta, falta de representatividad política, reinos de taifas autonómicos, ley electoral nefasta, predominio de minorías separatistas, importancia determinante del terrorismo en la vida política nunca resuelta, anomia galopante, persecución del español, empobrecimiento de la clase media, peso excesivo del sector público con deuda y déficit galopantes a la manera argentina, falta de pluralidad de los medios de comunicación, envejecimiento de la población, progresivo deterioro del tejido social, destrucción de familias, aborto, paro estructural, eutanasia a la vista, etc.

El régimen del 78 sin duda vino acompañado de prosperidad, pero llevaba dentro muchos males y el balance es preocupante. Porque no hemos llegado a la situación de hoy por casualidad, ni de repente. Esto lleva gestándose años, mientras todo el mundo ponía parches calientes a las barbaridades que íbamos viendo (desde los crímenes de la ETA a la persecución del español en España).

En lugar de la reforma que nunca se atrevió a llevar a cabo el PP, con dos inmensas mayorías absolutas que para eso se le dieron, el 11-M nos trajo a Zapatero y Zapatero trajo consigo la izquierda de 1934. Es así de triste, la misma. Y no cabe la excusa de que la trajo para responder a una persecución fascista o a la opresión de la derechona. No había tal. Fue como durante la II República. Para la izquierda, la II República debía ser de izquierdas o no ser. Ganó la derecha en el 33. Contra ese triunfo se organizó el golpe del 34 en toda España, aunque fuera más virulento en Asturias. Y ahora, nuevamente estamos en lo mismo, con los mismos actores: izquierda radicalizada, socialistas, comunistas y separatismos totalitarios de todo pelo con el brazo político de ETA a la cabeza, todos ellos a la caza de España y de nuestra convivencia. Es así de triste.

Uno de los fallos más graves del sistema del 78 fue sin duda inspirarse en la II República y propiciar la ausencia de una verdadera derecha. El PP no lo ha sido nunca, sólo ha sido el partido turnista de un reparto oligárquico del poder, a la manera del siglo XIX. Cargado de complejos fue además cediendo todo el terreno cultural a nuestra paupérrima izquierda, hasta el punto de que verdades obvias (como por ejemplo la carga de asesinato en masas del comunismo) no se pueden decir hoy en voz alta sin verse abrumado por el oprobio oficial. El famoso páramo cultural empieza a parecer más propio de esta etapa que de aquellos cuarenta años tan vilipendiados.

Lo de acudir al liberalismo -palabra polisémica donde las haya- yo lo entiendo por su parte como un reflejo para buscar refugio ante el panorama que tenemos encima, ¡bajo algún techo habrá que cobijarse! Sin embargo, liberalismo y libertad no son exactamente lo mismo. El liberalismo no deja de ser una ideología, con todo lo que ello implica de interpretación sesgada y limitada de la realidad, con un concepto del hombre basado en la libertad negativa que hace de nosotros mismos el centro y medida de todas las cosas. Mientras hubo una sociedad tradicional, heredera del cristianismo, que logró mantenerse en pie, el liberalismo pudo implantarse, sujeto y acotado por creencias que no habían desaparecido del todo, y que daban lugar a sociedades que no habían perdido ni estructuras, ni sentido común. Se da la paradoja de que el liberalismo ha podido implantarse en Europa al amparo de un mundo tradicional al que ha ido lentamente destruyendo.

Hemos llegado al punto en que, al nacer, el españolito de hoy pronto pasará unos años mirándose el ombligo para dilucidar si es hombre o mujer, porque ni eso tendrá ya claro. No vayamos entonces a pedirle que luche por un premio Nobel o por su patria.

martes, 20 de abril de 2021

Historias de J. Nipón (o Nippon). Coleccionadas por Genaro García Mingo. II.

J. Nipón, tan aficionado al fútbol, nos recuerda en estos días de mundial que a los marroquíes les llaman los leones del Atlas, mientras que, a los tunecinos, las águilas de Cartago, y con estas hermosas palabras tan cargadas de sentido y épica nos quedamos pasmados y parece que la mañana pierde algo de su cansina rutina.

Me dice J. Nipón hablando de las coderas que necesita mi jersey:

-             Quedaría moderno dentro de tu antigüedad, quiero decir, de tu clasicidad.

El gran Nipón me anuncia que van a publicarle su segundo libro de poemas. Duda entre varios títulos: Versos confinados, Versos a la Sal, Ruperta la poesía despierta, Versos confitados, Barbacoa o macedonia de versos, Ensalada de versos variados, Bocata de versos, Versos con tocino, etc.

Me dice J. Nipón, fisgando un libro que me acaba de llegar: es bastante grueso, pero como tú eres una ardilla de biblioteca… Y nunca mejor dicho. No acabamos de entender por qué lo de nunca mejor dicho. Me quedo con que mejor ardilla que ratón, o que rata, desde luego. Al mencionar a un niño en la llamada edad del pavo, Nipón apostilla, ¡más bien del faisán!

viernes, 5 de febrero de 2021

El HUEVO. Historias de J. Nippon. Colecionadas por Genaro Garcia Mingo.

Un vecino de J. Nippon es un maniático del ruido según me cuenta. Protestó un día por música alta a las diez de la mañana, llamó a la policía el tío. Desde entonces, me dice J., le pongo la música a toda, para que se j… Y no música clásica no, technohouse, de esa, de la ruidosa. Así son las cosas. Luego vienen más historias de vecinos: los de arriba que tiran migas de pan que caen sobre la ropa tendida. En venganza yo les tiré una jarra de agua que cayó en la residencia. No me queda claro que es la residencia, al parecer es propiedad de los de arriba, de los de las migas. A la próxima les tiro vino, yo no hago prisioneros, acción reacción. Y si hay que ir a juicio se va. Y esto ocurre, no con el vecino del ruido, sino con los de arriba, un matrimonio. Tienen una residencia y se quieren apropiar de todos los pisos de la casa. Así son las cosas. Mire, la próxima vez que me tire migas, yo le tiro un huevo. Pero duro, de los que duelen.




martes, 2 de febrero de 2021

Incierta gloria. I. Genaro García Mingo para el Heraldo de Nava.

Terminamos el sábado Incierta gloria, de Joan Sales. Inexplicable ciertamente que, a un libro de esa categoría, tan magnífico, se le adhieran como prólogo las banalidades de Juan Goytisolo sobre sus heroicidades contra el franquismo. El prólogo, aunque insignificante, es como un parásito de la novela. Pero lo cierto es que si desde el punto de vista editorial y de como está España da que pensar la intromisión de esas páginas como antesala de la novela, esta es tan magnífica que nada se recuerda de la bilis encapsulada del primer texto. 

viernes, 22 de enero de 2021

Sentencia. Un comentario de Genaro García Mingo.

Nos traen las noticias una que parece especialmente importante y es la siguiente:

La residencia en la que vive una anciana de 86 años quiere vacunarla contra el Covid-19. Como ella ha perdido la cabeza, los responsables de la residencia piden el consentimiento a su hijo y este se niega a firmarlo. La residencia entonces emprende acciones legales y es la fiscalía la que solicita a un juzgado de Sevilla que autorice a vacunar. Es decir, que obligue a la anciana a vacunarse, contra el criterio de su familia.

Como es sabido, no existe en España una obligación legal de vacunación, cosa que el propio juez que dicta la sentencia reconoce.

De acuerdo con la noticia que recoge lo indicado en la sentencia, el hijo de la anciana alegó que “prefería esperar antes de ser vacunada su madre, entendiendo que la vacuna no es del todo segura, y dada la rapidez con que se ha iniciado la vacunación, de forma que no se ha podido determinar la existencia de efectos adversos”. No son los argumentos de un feroz opositor dogmático a la vacunación, sino más bien los de una persona sensata con ciertas dudas sobre las consecuencias de esta vacuna en particular, dudas que al parecer comparte una parte significativa de la población española. Los servicios sanitarios le habían informado de “que los efectos secundarios que puede conllevar se asimilan a cualquier tipo de vacuna que se encuentre dentro del calendario de vacunación oficial anual”. Es una información más cuestionable a la vista precisamente de que se trata de cualquier cosa menos de una vacuna de las habituales.

Pese a todo, el juez indicad que “no consta contraindicación médica para la vacunación” y entiende que los argumentos del hijo “deben decaer frente al carácter seguro de la vacuna Covid-19, que cuenta con la aprobación de la Agencia Europea del Medicamento, siendo en todo caso mayor y más grave el riesgo de contraer la infección por coronavirus que la de padecer algún efecto secundario grave”.

Y así acaba el asunto al parecer y se habrá vacunado a la anciana. Esto es lo que hace el Estado con nuestros teóricos derechos y libertades, que a la vista está que no son tales sino una entelequia al albur de lo que decidan el rebaño de cretinos que puebla el congreso de los diputados o los personajes que habitan, sin control alguno, en las instituciones supranacionales.

jueves, 2 de julio de 2020

LA POÉTICA DE SINFOROSO GARCÍA POTE. XVI. Paisaje en verano.


Sinforoso García Pote, el más grande poeta vivo sin obra conocida. No hace falta recordarlo. Procure pronunciar sus apellidos con el acento de un inglés que viviendo desde hace años en España habla bien nuestro idioma, pero con su acento. También podría titularse Nubes en el estío, pero no hay que pasarse tampoco. Eso, no sea redicho. 

Paisaje I.

Paisaje II.

Paisaje III. 

Paisaje IV.

Del otro lado del muro, el paisaje permanece inalterable, desde hace años, no sabemos cuántos. Del lado de acá, el mundo que lo habitó se va deshaciendo como un tabón con el aire.  





jueves, 25 de junio de 2020

Borrador para un pastiche homenaje. De los archivos de A. Bergamota.


- Costa, no fumes.
- Pero mujer, que cosas dices, ya sabes que me debo a la ciencia.

Constantin Arcadievich Panzarov deposita un beso cariñoso sobre la sonrosada mejilla de su hermosa mujercita, botecito perfumado, pimpollito reventón, rechoncho y hermoso blinis, y la envuelve en un cálido abrazo en el que parece que ella desaparece por un momento, agitando los piececillos por un momento en el aire. Se le cae una chinela que se calza veloz cuando Costa la deposita de nuevo suavemente en el suelo. Natacha Vasileva le mira con arrobo mientras Constantin se dirige hacia su despacho, su guarida, su retiro científico. El calor de la noche es sofocante, feroz.
Abre la caja de habanos y elige uno. Todos son grandes.
Se dirige a la magna obra Historia de la Santa Madre Rusia desde la fundación hasta la edad contemporánea. Sin titubear retira el tomo quince, que sale ligero de la estantería. Está hueco. Contiene una magnífica botella de brandy. Vaya, está más que mediada, con este calor se evapora el alcohol, que calamidad.
Sentado en la butaca el cuello duro le aprieta y siente que cuece como un huevo en agua hirviendo.

En realidad el cigarro se lo estaba fumando a él, pues Costa se sentía desfallecer a cada nueva calada. Eran regalo de Tereso Infante Mogroviejo, primer secretario de embajada, con cara de lobo.
***


lunes, 15 de junio de 2020

Quemado por el sol. II.


Nuestro comentario sobre la película Quemado por el sol no era más que eso. No llegamos a hacer ni siquiera una crítica como tal, pues sólo evocamos un aspecto de todo aquello sobre lo que la película se sustenta. No aludimos a la historia rusa ni al personaje principal, coronel del ejército rojo, héroe de la revolución. Tal vez pudimos transmitir involuntariamente un juicio sobre todo aquél periodo y esto ha dado lugar a las críticas recibidas. Desde luego nada había en nuestro texto, pensábamos, que pudiera dar lugar a ello. No quisimos, al evocar las tardes de verano de esa familia, idealizar el mundo al que pertenecieron todos ellos, ni su sociedad, ni su época. No se trataba de eso, sino de hablar de esa familia en concreto, de ese verano, resumen de tantos otros, nada más.

Si quisiéramos tirar por la vía de la Historia, con mayúsculas, habría que detenerse en un cierto diálogo. El que alrededor de la mesa mantienen en un determinado momento Kotov, el héroe soviético y su familia política. Cuando ellos evocan con nostalgia el pasado, la sociedad a la que pertenecieron, músicos, críticos, representaciones musicales, él les reprocha sin amargura no haber sabido defender todo aquello. Les reprocha de alguna manera su inutilidad de gente acomodada frente al vigor de la nueva Rusia que él representa. Lo hace con naturalidad y sin amargura, como quien constata simplemente un hecho. En una escena anterior, durante el paseo en barca con su hija pequeña –la niña es un personaje clave y extraordinario de toda la historia- Kotov evocará sin aspavientos ni lamentos su propia infancia sin zapatos, y comprenderemos que pertenece a esa Rusia campesina, a esa mayoría de la población rusa cuya vida era de una dureza que nos cuesta imaginar. ¿Fue el comunismo la solución? Probablemente, mejor dicho, seguramente no. Pero no es extraño que se dejaran tentar o  que pudieran caer en sus redes. Y no es extraño que tuviera poco éxito, poco agarre entre la población, el gobierno provisional de carácter liberal. Ni tampoco que pudieran maniobrar los bolcheviques a sus anchas en un país con unas condiciones de vida cuya dureza fue multiplicada por la ruina que trajo la guerra, actuando sobre una caldo de cultivo generado por la incapacidad y la ceguera del régimen tradicional –la autocracia zarista- para reformar la sociedad rusa y mejorar las condiciones de vida de la mayoría de sus habitantes.

Se nos ocurre, al hilo de esto, que los sucesos que ocurren en lugares tan importantes, por su tamaño –Rusia-, o su situación en el mundo –los Estados Unidos-, aunque se deban a cuestiones en grandísima medida puramente locales, pueden acabar arrastrando al resto de naciones, a muchas de ellas al menos. Así, el comunismo ruso –que hubiera podido evitarse pero que pudo prender por el terrible contexto social del país- y la corrección política –nacida en una sociedad como la norteamericana, protestante y puritana, para lavar complejos de culpa locales a los que somos del todo ajenos- han contagiado y arrastrado a millones de personas con las consecuencias dantescas que ya conocemos, en el primer caso, y que vamos viendo e intuimos funestas, en el segundo.
Para la Voz de Nava, 
Genaro García Mingo Emperador.


viernes, 12 de junio de 2020

Quemado por el sol, de Nikita Mijálkov. 1994.


¿Es necesario haber leído a Chejov para apreciar la película? Es probable que sí. Se trata de una película larga, que a algunos podrá parece lenta. Pero si la mirada sabe recrearse en la belleza de las imágenes y en la alegría un poco estrafalaria de esa familia que en 1936 sigue siendo del siglo XIX, como salida de alguna de las narraciones de Chejov, entonces la película no se hará larga y cobrará densidad. Y también se hará un poco angustiosa, por el contraste entre las abuelas -con sus collares y su té-, seres anteriores a la Revolución, y el acecho de la policía secreta, de los comisarios políticos, de los matones que esperan en el coche negro para llevarse al detenido. En apariencia, todavía sobrevive un mundo en ese rincón de campo, en esa dacha dónde distintas generaciones de la misma familia pasan el verano. 
Abuelos, nietos, una bisnieta, tíos, sobrinos, vestidos de blanco, rodeados de libros, de música. Sigue habiendo servicio, una doncella que es como de la familia, y servicios de porcelana, manteles de hilo, una sombrilla y fotografías familiares sobre las paredes. Cuanto se recrea la cámara sobre esas fotografías, pasando por ellas con una lentitud emocionante. Representan un pasado que sin interrupción se ha ido sucediendo y renovando, una línea familiar, un mundo coherente. Queda lugar en la pared para nuevas fotografías, pero el espectador presiente que no se colgarán, porque no serán tomadas. Y estos personajes pasean y van a bañarse al río. 

Es el verano de un mundo muerto, al que sólo se ha dado una tregua y al que no defenderán ni los bosques en que parece refugiado, ni los trigales sin fin que rodean a esos bosques dónde se esconde la bonita y acogedora casa de campo.


Y por eso la película se recrea en esa vida, en rendirle un homenaje, con todo el detalle y la parsimonia que se merece. Y con la melancolía lógica de pasear la mirada por lo que ya no existe –el cineasta-; y de pasar a formar parte de la vida y del verano de unos personajes que sin duda se verá quebrada sin remedio por el implacable asalto de los sicarios de la revolución –el espectador que lo va presintiendo-. 
En eso se acierta también a la manera de Chejov, que recrea un mundo y lo quiebra. La gaviota, Tío Vania, El jardín de los cerezos. Ya saben, no pasa nada, y de repente un pistoletazo. Y sí, hay un pesimismo, en medio de rasgos de humor, y sí, la familia está arruinada y se venderá la finca; es cierta la impotencia de los personajes que nos desespera… Pero en las obras de Chejov el mundo no parece morir, no del todo. Puede tal vez continuar en otro lado, saliendo sin más del huerto, de la obra, asomándose al lado. La revolución triunfante es otra cosa. No sólo se talarán los cerezos, sino que se sembrará el jardín de sal.
Para el Heraldo de Nava, 
Genaro García Mingo Emperador. 

jueves, 28 de mayo de 2020

La escalera de caracol, de Robert Siodmak.

Es una película de 1945, protagonizada entre otros por Dorothy McGuire y Ethel Barrymore que son las que verdaderamente llenan la pantalla. 
No le falta nada a la película, pero lo más extraordinario, una vez colocados en el cine de categoría superior, es la factura, el manejo de la cámara, el oficio, la recreación de una atmósfera lúgubre y desasosegante en la que se esconde el mal. 
Un mal representado casi hasta el final únicamente por los primeros planos terroríficos sobre uno de los ojos del asesino. Y las sombras, la noche y los truenos.
El que haya visto algo de cine reconocerá enseguida la influencia del expresionismo alemán: Murnau o Lang, por ejemplo, que con tanta maestría retomaría Ford en su película El delator.

Llama la atención, por ejemplo, la recreación de los crímenes únicamente mediante el retorcimiento de las manos de las víctimas, destacando en la sombra, blancas, largas, prolongadas por finas y largas uñas, mimando los estertores de la muerte. No hará falta más para que el espectador se estremezca.
Tenemos además, el juego con las escaleras: subir la principal es ir hacia la seguridad del cuarto de la dueña de la casa, la extraordinaria Ethel Barrymore. Bajar por la de servicio en forma de caracol, hacia los siniestros sótanos, es ir al encuentro del mal que acecha dispuesto a matar. Y la noche de tormenta, con lluvia, truenos y relámpagos; el juego de los espejos, y las sombras, claroscuros y omnipresentes sombras entre las que se esconde el asesino, entre los árboles de retorcidas ramas del siniestro jardín o al pie de la escalera de caracol. En las sombras al pie de la escalera de caracol no sobresale más que un zapato que se retira con horrible sigilo. Cine con mayúsculas. Un solo episodio. No le hacen falta a Siodmak decenas de capítulos para contar esta extraordinaria historia. 
Para el Heraldo de Nava, 
Genaro García Mingo Emperador. 

jueves, 20 de febrero de 2020

L'horloger de Saint-Paul. Un artículo de Genaro García Mingo para la la Hoja de Nava.


Si la comparamos con Pierrot Le Fou, L’ Horloger de Saint-Paul (es decir el Relojero de San Pablo, en español), es otra cosa, un tono diferente, mucho más sosegado y tenue. Es otra manera de hacer cine.

La dirigió Bertrand Tavernier. Es de hecho su primer largometraje. Nos ha gustado enterarnos de que Tavernier fue ayudante de Jean Pierre Melville, uno de nuestros directores favoritos. A Bertrand Tavernier no hace falta presentarle. Recordemos algunos grandes títulos como Coup de Torchon, Un Dimanche à la Campagne o la fabulosa Ça Commence Aujourd’hui. Y en otro género, Round Midnight, con el saxofonista Dexter Gordon.
Para el Relojero de Saint-Paul contó con dos actores magníficos con los que volvería a trabajar a menudo como son Philippe Noiret y Jean Rochefort. Noiret da vida al relojero y compone un papel sensacional. La película se estrenó en enero de 1974. Está basada en una novela del gran novelista Georges Simenon, padre literario del extraordinario comisario Maigret. Quien conozca un poco la obra del escritor belga entenderá perfectamente el tono de la película y los comentarios que siguen a continuación. Además, la ciudad.

 

Porque la acción transcurre en la ciudad de Lyon –dónde la película se filmó realmente- y parece que se contagia, o que recoge a la perfección el ambiente del lugar. Se da la circunstancia de que Tavernier es de Lyon y que llevó la acción de la novela de Simenon a un entorno que conocía muy bien por tratarse de su ciudad natal. La ciudad es hermosa, sin ser grandiosa: dos ríos, amplias perspectivas, un aire y una riqueza burgueses, edificios imponentes, avenidas bien trazadas, hermosas plazas, gran comercio. En definitiva, el gran atractivo de la poderosa ciudad de provincias en la que nada falta. Sin embargo, ese atractivo se encuentra matizado y contenido por un tono general apagado, de nube que navega baja, de rayo de sol que sale un momento y se retira azorado por no haber sido invitado, de ciudad adaptada para que fluyan los negocios sin que ningún exceso impida cerrar las operaciones en curso.

La película que empieza con una opípara cena de amigos, refleja todo aquello perfectamente. Está en el guión por supuesto, pero también en la manera de contar, voluntariamente sobria, realista, incluso parca. Tavernier se cuida mucho de ahorrarnos un documental turístico, lo que hay que agradecerle efusivamente. La ciudad la reconocerá quien se la haya pateado un poco. Veremos alguna perspectiva, puentes, los ríos, sí, el barrio de Saint-Paul, pero sin cebos para futuros visitantes[1]. Ahora que el ambiente está ahí, la ciudad nos la mete en la pantalla, y con qué maestría, como Simenon es capaz de hacerlo escribiendo, con precisión de miniaturista, con paciencia, con una agudeza que no deja escapar un detalle. Se oyen los pasos sonar sobre el opulento adoquín, se ven los días pasar en el taller del relojero, una rutina burguesa, sí, pero donde también caben la amistad, los buenos momentos, el dulce pasar de una vida ordenada en un entorno equilibrado, agradable, civilizado.

¿Y llegados a este punto, la película que nos cuenta?

La narración irá poco a poco mirando a través de esas apariencias tranquilas, sirviéndose para ello de la relación entre el relojero y su hijo adolescente. Y lo hará sin estridencias, sin exabruptos, sin denuncias maniqueas. Es quizá lo que la hace más interesante y cercana. Ese tono apagado, que al principio nos hacía presagiar lo peor, poco a poco va ganando al espectador porque, en el fondo, el relojero va mirando su vida como el espectador la suya.
El hijo no aparece más que en la parte final, pero desde el principio está presente: en las conversaciones del padre con sus amigos, en la casa dónde la cámara nos permite ver su cuarto y, en seguida, tras un incidente que no desvelaremos, en las conversaciones del padre con el policía encargado de la investigación, encarnado por Jean Rochefort.


En estas conversaciones y en las que el padre mantiene con otros personajes casi desde el principio de la película (el amigo que mejor le conoce, la que fue niñera del chico, el abogado, etc.) iremos conociendo el pasado -matrimonio, vida conyugal, ruptura, infancia del chico, adolescencia- y la relación entre padre e hijo. Sin querer, sin proponérselo, viven en realidad de espaldas el uno al otro. Eso dará pie, a su vez, a que la narración vaya ampliándose. Sin abandonar al relojero ni alejarse del conflicto generacional que ya es central, empieza rápidamente a transmitirnos una imagen del conjunto de la sociedad y de la época en que se mueven los personajes. El comisario también tiene hijos y hablara de ellos con el relojero.
El relato se va por tanto enriqueciendo gradualmente, cobrando verdadera densidad e interés, a medida que el relojero se interroga, habla con el policía, se pregunta por su vida, por su hijo, por la sociedad de la que son parte, a medida que el espectador, si se ha dejado atrapar en el juego, lo que no es difícil, va haciendo algo similar, tanto sobre lo que ve, como sobre sí mismo.
La narración oscila con mucha agilidad y naturalidad entre esos dos planos, el cercano de padre e hijo, el más amplio de la sociedad francesa del momento. El retrato que de ella va emergiendo, sobre fondo de recuerdos de guerra de Argelia, de querellas políticas, de sindicalismo, de matonismo patronal, es el de un ambiente opresivo, asfixiante, dónde es lógico que no quepa y no quiera estar la juventud. En el fondo, la eterna crítica de una generación a la anterior. Algo que todos conocemos. Ante lo que ha hecho su hijo, el relojero deberá decantarse, elegir. La película muestra a ese hombre corriente enfrentándose a un suceso por completo inesperado y nos conduce de forma magistral, sin apenas estridencias, hasta el momento de la elección –fabuloso contrapicado de Noiret declarando- y de sus consecuencias. Para que no se desanimen los posibles espectadores sólo diremos que el relojero acierta.

Vamos que la película tiene más capas de una cebolla. ¡Hombre, menuda forma de resumir! ¡Que me mancha el final del artículo con su cebolla! ¡Con lo curioso que me había quedado! Usted a callar, que para eso mando yo que soy el editor. Es lo que tiene el poder.



[1] La diferencia en esto con una película que también se apoya sobre una ciudad, La gran belleza, de Sorrentino, tan ordinaria, tan zafia, salta a la vista.