Kim de Rudyard Kipling. ¿Es posible leerlo con doce
años? Puede ser, dependerá de la madurez de cada uno y de si el interés por la
lectura se ha despertado lo suficiente. Con las infancias tan blandas, las de
hoy y aquella a la que pertenecimos nosotros, parece difícil. Reblandecimiento,
mimo y una permanente indulgencia por parte de la mayoría de adultos, que
parecen no saber canalizar su relación con la infancia sino permitiéndolo todo
sin razón ni criterio alguno, lo ponen difícil. Tal vez con catorce años. Bien
leído con catorce debía haber encendido la imaginación y tal vez haber
despertado una insaciable curiosidad por los mundos que vio Kipling e incluso
haber cambiado en algo el destino del lector, quien sabe si convertido en
viajero por aquellas lejanías. Leído con cuarenta bien pasados, el libro se
disfruta en todo lo que puede dar, que es muchísimo: la belleza de la
escritura, la extraordinaria capacidad para evocar y recrear la India del siglo
XIX, a la que se asoman, en su frontera norte, Irán, Turkmenistán, Afganistán,
China, el Tibet y en la que aparecen nombres dotados de resonancias mágicas,
por la literatura –por el propio Kipling principalmente- y el cine, como
Lahore, Cachemirna, el Punjab, el Indu Kush, Kandahar, y la extraordinaria y
exótica toponimia de infinitos pasos, desfiladeros, cordilleras, monasterios de
Lamas, ciudades perdidas fundadas por Sikander Alejandro y otros lugares a un
tiempo mágicos y terribles. El lector de bien pasados los cuarenta hace el viaje
con la imaginación y este viaje le ayuda en su labor cotidiana – bendita labor
cotidiana, que nunca nos falte-, le da fuerzas para llevar la carga cual
arriero de una infinita caravana indostaní, o tal vez, en los días de mayor
vigor, siente que va saltando los infinitos obstáculos cual Mahbud Alí, majestuoso
tratante de caballos afgano. Es verdad que resulta un poco paradójico que, no
pudiendo el lector de los cuarenta bien pasados, identificarse del todo con
Kimbal O’Hara, “Kim”, y no sintiéndose siempre un Mahbud Alí a lomos de un purasangre,
se identifique la más de las veces, un tanto resignadamente, un tanto
inconscientemente, con el camello cargado de fardos al que se azuza en un
incomprensible dialecto de las montañas.
lunes, 19 de octubre de 2015
viernes, 16 de octubre de 2015
Ediciones del 98
Sin ruido, sin furia, sin demasiada publicidad, al
menos que sepamos, van apareciendo los libros de Ediciones del 98, con la única
fuerza de la buena edición y un magnífico catálogo. Pueden fisgarlo en www.ediciones98.com. Pero sin duda lo mejor es hacerse con un tomete. Comprar
el primero es ya convertirse en seguidor de tan excelente labor editorial que
nos permite leer textos escritos directamente en español, lo que resulta una
experiencia a años luz del deambular por entre las traducciones de textos
vertidos a nuestro idioma desde otro, por muy buenas que aquellas sean, que no
lo son siempre. Desde luego lo mejor es hablar y leer de forma corriente cuatro
o cinco idiomas y leer los textos en el idioma original. Pero para quien tenga
que quedar dentro del español –una gran suerte nadar en este idioma- Ediciones
del 98 será una fuente de numerosos descubrimientos y de horas de la mejor
lectura. Tiene la bondad de entregarnos, cada cierto tiempo, pequeñas joyas,
textos breves, de autores más conocidos y de aquellos que lo son menos, de esa
segunda fila en la que a menudo se esconden verdaderas maravillas. Perdonen
esto de la segunda fila, que no significa nada. Ninguno de los que citamos a
continuación se sienta ahí, pero el catálogo es ya amplio y la expresión es
para entendernos. O se escribe bien o se escribe mal. Esa es la cuestión. Textos
recuperados, rescatados, de aquellos que conviven con las grandes obras y que
constituyen un mundo paralelo, lateral, a veces escondido o injustamente
postergado, lleno de fabulosas sorpresas. Y Ediciones del 98 está sacando a la
luz, con cuidado y delicadeza, todo ese mundo. Y lo hace en libros cuidados,
bien editados, con buena letra, buen papel y buen formato en su sencillez. Entran
por los ojos y la mirada se va detrás cuando pasea por mesas y estanterías de
las librerías.
Terminamos ayer Semblanza de Pío Baroja, obra de su
sobrino Julio Caro Baroja, un texto sobrecogedor por su belleza y delicadeza,
por el poder de evocación no sólo de la figura de Pío Baroja, sino de toda una
época, que incluye por supuesto Madrid (impresiona el cambio sufrido por el
barrio de Argüelles en tan pocos años) y Vera de Bidasoa. También por una forma
de entender la vida que se deja ver en cada página. Y además la mirada lúcida
sobre una sociedad y unos acontecimientos cuyo peso en la historia de España
todavía sentimos. Todo ello narrado con un idioma preciso, sencillo, claro y
luminoso. De regalo un breve epistolario y numerosas fotografías del álbum
familiar de los Baroja. Hace unos días terminábamos La Vida deprisa, colección
de fabulosos relatos de César Gonzalez Ruano, autor por el que el cepogordismo
siente una gran inclinación, y poco tiempo antes Tragedias de la vida vulgar de
Wenceslao Fernández Florez. ¿Qué decir de esta recopilación de narraciones
breves del autor del Bosque animado? Por lo menos, que va mucho más allá de lo
que enuncia el título, incluyendo relatos de misterio sobrenatural y terror que
ponen los pelos de punta. De Pío Baroja, en la misma editorial, hemos
disfrutado con Vitrina pintoresca y con Las horas solitarias. En fin. Ediciones
del 98 es una buena noticia en este panorama de vida pública tan revuelta y
mediocre, una nueva oportunidad, una más, para detenerse y ver lo que España es
realmente, lejos de juicios superficiales y apresurados, de tópicos, complejos
y otras miserias al uso.
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