Abdón
Felices Dupuis llegó una mañana a Nava, harto ya de que no le felicitarán el
día de su santo, San Abdón. Su tía, doña María Tecla Ruibarbo Colmenares,
siempre tan joven a sus cien años, disfrutaba pasando voluntariamente por alto
la efeméride y, un día, Abdón Felices no pudo más. ¡No puedo ya con la viella!
No era difícil el traslado. Abdón era sobrio como un espartano, como un español
antiguo, de esos que supieron hacer de la escasez virtud, inventando la sobriedad.
Vivía de dar clases, realizar traducciones, corregir textos, escribir algún
artículo, y no gastaba más que para comprar libros y renovar de vez en cuando
su vestuario. La vivienda en Nava no era un problema, se lo había asegurado
Doroteo, pariente lejano de su padre difunto, Abdón Felices Ruibarbo. ¡El rico
del pueblo! Con esa expresión despectiva se refería doña Tecla al bueno de
Doroteo, pese a que no hacía mucho que habían cenado juntos en casa de la
Condesa y entonces la vieja se había deshecho en cumplidos y había sido todo
mieles.
Y es verdad que Doroteo era rico, pero no en el sentido de riqueza
tosca y ordinaria que apuntaba la vieja con toda su mala idea. La casilla
molinera que le ofrecieron era perfecta con su fachada encalada, una sola planta,
dos cuartos, sala, cocina y lo demás. Y el patinejo de la casa estaba
ajardinado. Soleado durante casi todo el día crecían los rosales adosados al
tapial que lo cerraba, con verdadera frondosidad. Era condición del
arrendamiento, prácticamente simbólico, cuidar del pequeño jardín.