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miércoles, 24 de noviembre de 2021

El corazón es un cazador solitario. Por A. Bergamota Elgrande.

Carson McCullers pertenece a la nómina de excelentes escritores que ha dado el Sur de los Estados Unidos. Por supuesto, el primero de todos ellos es casi con seguridad Faulkner. Pueden citarse además Flanery O’Connor, Truman Capote, Harper Lee con su único libro, Thomas Wolfe, Irving Cobb y su personaje, el juez Priest, llevado al cine por John Ford. Podríamos remontarnos hasta Mark Twain pasando incluso por Margaret Mitchell, aunque medie una larga distancia entre Lo que el viento se llevó y El ruido y la furia.

Su libro, como tantos otros, es una reflexión sobre la condición humana, vista desde un lugar y una época precisos: una ciudad del sur durante los años treinta, a punto de estallar la segunda guerra mundial. Y vista, por supuesto, desde su personalísima perspectiva. Están ahí la mirada hipersensible. La atormentada complejidad de otras obras de la autora parece aquí más atenuada, más contenida, pese a la crudeza de varios episodios del relato.

Es posible que no sea una lectura fácil, puede que no se deje abordar fácilmente por cualquier lector, muchos dirán que en el libro no pasa nada. Hay en cada página mucha delicadeza y sensibilidad bajo esa forma de narrar realista, austera, de frases cortas, carente de florituras. Sólo se deja ir un poco cuando pinta los paisajes. Porque tiene algo de una colección de pinturas, de pinturas de Hopper por supuesto. El sur de los Estados Unidos, los años treinta, un barrio humilde, casi marginal, la inmensa soledad de los personajes, la sensación de que viven en un mundo en el que no hay estructura, en el que no hay nada apenas a lo que agarrarse, por lo que dejarse guiar. Y la condición de la comunidad negra omnipresente. El sur con su calor, sus tormentas, sus casas desvencijadas, su pringue, los blancos desastrados, los negros marginados. Varios personajes llegaran a entrelazar sus vidas, sólo momentáneamente, porque nada dura, al conocer a un sordomudo al que todos acuden separadamente, para hablar, para contarle sus cosas. La función del mudo recordará, a ratos, a la del sacerdote católico, confesando a toda esa extraña comunidad momentáneamente formada a su alrededor, a la que ayuda a salir adelante. Tampoco es difícil entender que, en realidad, la condición de mudo permite hablar con él sin apenas réplicas, y como explica uno de los personajes principales, se le puede atribuir un poco lo que se quiera. Desaparecido el vínculo se deshará la comunidad, caerán los lazos que la presencia de Singer el mudo había establecido, mal que bien, sin proponérselo, entre los que le visitaban. Unos marcharán, otros terminarán de crecer, uno de ellos comprenderá. Nada se esconde al lector bajo la aparente sencillez. Hay una minuciosa descripción de la realidad, y conoceremos a todos los personajes casi íntimamente. Nada se le ahorra tampoco, ni dolor, ni miserias, ni la sensación de que la vida, con una pesada inercia imposible de detener, maciza, plúmbea, todo lo arrolla. El rodillo pasa sobre la sociedad en su conjunto, pero también, individualmente, sobre los protagonistas, uno a uno. Hay ahí una tristeza, una melancolía si se quiere, una gran sensibilidad ante lo que se ve, ante la condición humana descrita resignadamente, sin claves ni respuestas. Aunque tal vez las vislumbre por un momento uno de los personajes, sólo al final. Una condición humana que se impone sobre el individuo, que no es posible cambiar, ni detener ni alterar. No te quedes sólo, dice el doctor Copland a Jake, no te quedes solo. Tal vez en ese país de exacerbada soledad, sea esa la clave de lo que hemos leído, tan delicadamente narrado, con tanta finura y tanta fuerza. No es tampoco descabellado ver la vida como la ve la autora, con esa lucidez sin rebajas, con esa claridad dolorida, con una mirada como herida de pura sensibilidad, que hace un esfuerzo por contenerse. ¿No es un poco nuestro punto de vista también cuando por ejemplo rezamos la Salve católica? Nos referimos a nuestro destierro en este valle de lágrimas. Si es cierto que, el destierro, cuando se espera la Resurrección tal vez sea más llevadero que cuando, simplemente, a nuestro alrededor, no hay nada.