martes, 20 de febrero de 2024

Pipismo parisino. A. Bergamota.

Pipa al estilo Edgar P. Jacobs.
Vi en París un día a un señor de excelente pinta, tal vez de mi quinta, que yo ya soy como no me veo, con pantalones de pana de un verde encendido de magnífico paño, sacudir la pipa sobre el talón del zapato. Presencié en directo un gesto a lo Maigret, civilizado, pipero. Como la tienda de pipas del palacio real de la misma ciudad. 

Poitiers. Un apunte de los dietarios de A. Bergamota. Cortesía de Calvino de Liposthey, estudioso.

“Fue [la Edad Media] una época de autoridad indiscutible; no es culpa suya que la hayamos perdido para siempre y que, en lugar de ello, seamos arrastrados por las olas de las mayorías venidas desde abajo.”

 Jacob Burckardt, Juicios sobre la historia y los historiadores.  

Poitiers es la ciudad provinciana dónde paró un día Juana de Arco camino de Orleans. Las separan doscientos kilómetros, varias jornadas a pie, al menos diez etapas de veinte kilómetros cada una si un ejército de entonces podía desplazarse a ese ritmo. Poitiers es también el lugar dónde Carlos Martel frenó a los sarracenos, tan adentrados ya en Francia si pensamos que se encuentra a casi quinientos kilómetros de la frontera francesa. Es finalmente la ciudad provinciana de mis bisabuelos maternos y dónde nació mi abuelo -aunque fue pronto parisino-, la ciudad de dónde partía en tren su padre a París para defender a Maurras en sus infinitos pleitos. 

Las iglesias abiertas y vacías huelen a humedad. Es un olor de la infancia, el de esa piedra caliza, piedra que nunca se seca. Están pobladas por esas hileras de sillas de mimbre, vacías, sujetas unas a otras, como en formación militar inamovible. Apenas permiten arrodillarse. Y están también esos santos esculpidos en mármol gris del XIX, tal vez del XX, en cierta forma imágenes recién llegadas. Parecen los templos de un culto extinguido, ido hace tiempo, recordado por la belleza de sus viejos monumentos, por la fábrica imponente de su arquitectura. Los recorren los turistas y los estudiosos del pasado, del arte, de las religiones. Algunos pasan sin ver nada. Otros conocen perfectamente todo lo que ven y saben nombrar cada rincón, cada pieza, pero tampoco ven mucho. Todo lo preside una contemplación fría. Cuesta incluso encontrara el sagrario. En la iglesia de Saint Porchaire recordamos la historia de Santa Radegunda. También vemos una rata negra corretear. Francia parece la viva imagen de la desolación religiosa, quiero decir católica. Y sin embargo, de allí salieron todos aquellos escritores renovadores del catolicismo a los que se refiere Jiménez Lozano en su libro y que tanta importancia tuvieron para varias generaciones. 

La ciudad es vieja, serena y hermosa. Su tono gris se ve realzado por un espléndido cielo azul de nubes estáticas. 

domingo, 18 de febrero de 2024

Comentario a un texto que no se cita. Ni tampoco se enseña. Ni nada. Es carta a la redacción de Timofeevich Polukhin García, hombre sensible.

Gracias por tan bonita entrada tan clarificadora en el sentido que voy a intentar explicar. Si he entendido bien, la forma recta de entender las cosas es esta: un Dios que no falla y que se duele cuando fallamos nosotros. Sin embargo, parece que pocas veces el hombre común se refiere en su día a día a ese amor de Dios. Creo que se decía antes, lo oía yo de pequeño a menudo de boca de una de mis tías, “todo se acaba menos el amor de Dios”. A nuestro alrededor, sin embargo, son frecuentes las referencias a un Dios justiciero, que lleva cuenta de los errores y pecados, que provoca el rechazo de quienes han tropezado, que en lugar de sentirse perdonados y acompañados, sólo perciben la sentencia por el fallo cometido. Ese rechazo, derivado de una incomprensión radical, se extiende a la Iglesia. Antes acusada de ser represora, oscurantista y cercenadora de nuestra libertad. Hoy que tanto se ha suavizado, hasta extremos de inaudito sentimentalismo, se la sigue rechazando tal vez porque nos sigue recordando, pese a todo, que no hay más que un solo Dios, y no somos nosotros. El caso es que no ser capaz de ver las cosas como se describen en la entrada aleja a mucha gente de la alegría y el consuelo que representan la Fe y los Sacramentos. 

Atentamente,

Timofeevich Polukhin García.


Los incumplidores. Nota de cuando el encierro pandémico. A. Bergamota.

¡Bueno, mira eso, un tío andando por la calle tranquilamente! Menos mal que me ha pillado limpiando el rifle. ¡¡Bam!! Un incumplidor menos. Como ha caído, sin un ruido, como un saco de plumas. Como no se me había ocurrido antes, lo que tengo que hacer es apostarme aquí, vigilar, cazar incumplidores…


martes, 6 de febrero de 2024

Comentario a una película que no se cita. Adivinen cual es. Por A. Bergamota, polígrafo.

Siempre se vuelve a Ford, literalmente. Muy a menudo me ha pasado, tras un día de especial cansancio o melancolía, sin fuerzas para la lectura, pero con ánimos para una película. La elección suele ser Ford. En su cine está pintada la vida misma, con toda su riqueza, con toda su belleza y con sus sinsabores y amarguras. Su cine ayuda a tomar una cierta distancia frente a uno mismo, frente a las cosas que nos pasan. Es como si nos dijera: mira, el mundo funciona así, esto es lo que hay, pero ¿a qué es extraordinario?

La película implícita es tal vez una de las más refinadas y sutiles de Ford, que es mucho decir. El tratamiento de la guerra civil, tan presente por alusiones a lo largo de toda la película, es sencillamente magistral. De ese tono podríamos aprender nosotros para abordar la nuestra. La cena a la luz de los grandes candelabros y la serenata con que concluye aúnan belleza estética, cuidado exquisito de los detalles y un lirismo difícil de superar. Pero es en el tratamiento de la relación entre el coronel y su mujer dónde Ford toca unas fibras y llega a unos matices que están al alcance de muy pocos. Tanto la forma de narrar por parte del director como la propia relación entre los personajes de ficción –distancia, resentimiento, odio, amor, comprensión, perdón, reconciliación- son de una fineza y de una delicadeza de sentimientos muy poco comunes.
En cuanto a la cuestión india, ni siquiera en Ford, ni siquiera en su último western (que no es esta película implícita), encontraremos nada que se pueda acercar, ni remotamente, a considerar al indio como prójimo. No hay en ese mundo un Juan de Zumárraga, un Tata Vasco, o un Garcilaso de la Vega el Inca, quien, ya retirado en Sevilla, pudo contar el encontronazo entre el mundo de su padre, hidalgo extremeño, y el de su madre, princesa inca. Pero nos ha faltado un director con el talento y la falta de complejos de Ford para contarlo.