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martes, 6 de febrero de 2024

Comentario a una película que no se cita. Adivinen cual es. Por A. Bergamota, polígrafo.

Siempre se vuelve a Ford, literalmente. Muy a menudo me ha pasado, tras un día de especial cansancio o melancolía, sin fuerzas para la lectura, pero con ánimos para una película. La elección suele ser Ford. En su cine está pintada la vida misma, con toda su riqueza, con toda su belleza y con sus sinsabores y amarguras. Su cine ayuda a tomar una cierta distancia frente a uno mismo, frente a las cosas que nos pasan. Es como si nos dijera: mira, el mundo funciona así, esto es lo que hay, pero ¿a qué es extraordinario?

La película implícita es tal vez una de las más refinadas y sutiles de Ford, que es mucho decir. El tratamiento de la guerra civil, tan presente por alusiones a lo largo de toda la película, es sencillamente magistral. De ese tono podríamos aprender nosotros para abordar la nuestra. La cena a la luz de los grandes candelabros y la serenata con que concluye aúnan belleza estética, cuidado exquisito de los detalles y un lirismo difícil de superar. Pero es en el tratamiento de la relación entre el coronel y su mujer dónde Ford toca unas fibras y llega a unos matices que están al alcance de muy pocos. Tanto la forma de narrar por parte del director como la propia relación entre los personajes de ficción –distancia, resentimiento, odio, amor, comprensión, perdón, reconciliación- son de una fineza y de una delicadeza de sentimientos muy poco comunes.
En cuanto a la cuestión india, ni siquiera en Ford, ni siquiera en su último western (que no es esta película implícita), encontraremos nada que se pueda acercar, ni remotamente, a considerar al indio como prójimo. No hay en ese mundo un Juan de Zumárraga, un Tata Vasco, o un Garcilaso de la Vega el Inca, quien, ya retirado en Sevilla, pudo contar el encontronazo entre el mundo de su padre, hidalgo extremeño, y el de su madre, princesa inca. Pero nos ha faltado un director con el talento y la falta de complejos de Ford para contarlo.


viernes, 12 de junio de 2020

Quemado por el sol, de Nikita Mijálkov. 1994.


¿Es necesario haber leído a Chejov para apreciar la película? Es probable que sí. Se trata de una película larga, que a algunos podrá parece lenta. Pero si la mirada sabe recrearse en la belleza de las imágenes y en la alegría un poco estrafalaria de esa familia que en 1936 sigue siendo del siglo XIX, como salida de alguna de las narraciones de Chejov, entonces la película no se hará larga y cobrará densidad. Y también se hará un poco angustiosa, por el contraste entre las abuelas -con sus collares y su té-, seres anteriores a la Revolución, y el acecho de la policía secreta, de los comisarios políticos, de los matones que esperan en el coche negro para llevarse al detenido. En apariencia, todavía sobrevive un mundo en ese rincón de campo, en esa dacha dónde distintas generaciones de la misma familia pasan el verano. 
Abuelos, nietos, una bisnieta, tíos, sobrinos, vestidos de blanco, rodeados de libros, de música. Sigue habiendo servicio, una doncella que es como de la familia, y servicios de porcelana, manteles de hilo, una sombrilla y fotografías familiares sobre las paredes. Cuanto se recrea la cámara sobre esas fotografías, pasando por ellas con una lentitud emocionante. Representan un pasado que sin interrupción se ha ido sucediendo y renovando, una línea familiar, un mundo coherente. Queda lugar en la pared para nuevas fotografías, pero el espectador presiente que no se colgarán, porque no serán tomadas. Y estos personajes pasean y van a bañarse al río. 

Es el verano de un mundo muerto, al que sólo se ha dado una tregua y al que no defenderán ni los bosques en que parece refugiado, ni los trigales sin fin que rodean a esos bosques dónde se esconde la bonita y acogedora casa de campo.


Y por eso la película se recrea en esa vida, en rendirle un homenaje, con todo el detalle y la parsimonia que se merece. Y con la melancolía lógica de pasear la mirada por lo que ya no existe –el cineasta-; y de pasar a formar parte de la vida y del verano de unos personajes que sin duda se verá quebrada sin remedio por el implacable asalto de los sicarios de la revolución –el espectador que lo va presintiendo-. 
En eso se acierta también a la manera de Chejov, que recrea un mundo y lo quiebra. La gaviota, Tío Vania, El jardín de los cerezos. Ya saben, no pasa nada, y de repente un pistoletazo. Y sí, hay un pesimismo, en medio de rasgos de humor, y sí, la familia está arruinada y se venderá la finca; es cierta la impotencia de los personajes que nos desespera… Pero en las obras de Chejov el mundo no parece morir, no del todo. Puede tal vez continuar en otro lado, saliendo sin más del huerto, de la obra, asomándose al lado. La revolución triunfante es otra cosa. No sólo se talarán los cerezos, sino que se sembrará el jardín de sal.
Para el Heraldo de Nava, 
Genaro García Mingo Emperador. 

jueves, 28 de mayo de 2020

La escalera de caracol, de Robert Siodmak.

Es una película de 1945, protagonizada entre otros por Dorothy McGuire y Ethel Barrymore que son las que verdaderamente llenan la pantalla. 
No le falta nada a la película, pero lo más extraordinario, una vez colocados en el cine de categoría superior, es la factura, el manejo de la cámara, el oficio, la recreación de una atmósfera lúgubre y desasosegante en la que se esconde el mal. 
Un mal representado casi hasta el final únicamente por los primeros planos terroríficos sobre uno de los ojos del asesino. Y las sombras, la noche y los truenos.
El que haya visto algo de cine reconocerá enseguida la influencia del expresionismo alemán: Murnau o Lang, por ejemplo, que con tanta maestría retomaría Ford en su película El delator.

Llama la atención, por ejemplo, la recreación de los crímenes únicamente mediante el retorcimiento de las manos de las víctimas, destacando en la sombra, blancas, largas, prolongadas por finas y largas uñas, mimando los estertores de la muerte. No hará falta más para que el espectador se estremezca.
Tenemos además, el juego con las escaleras: subir la principal es ir hacia la seguridad del cuarto de la dueña de la casa, la extraordinaria Ethel Barrymore. Bajar por la de servicio en forma de caracol, hacia los siniestros sótanos, es ir al encuentro del mal que acecha dispuesto a matar. Y la noche de tormenta, con lluvia, truenos y relámpagos; el juego de los espejos, y las sombras, claroscuros y omnipresentes sombras entre las que se esconde el asesino, entre los árboles de retorcidas ramas del siniestro jardín o al pie de la escalera de caracol. En las sombras al pie de la escalera de caracol no sobresale más que un zapato que se retira con horrible sigilo. Cine con mayúsculas. Un solo episodio. No le hacen falta a Siodmak decenas de capítulos para contar esta extraordinaria historia. 
Para el Heraldo de Nava, 
Genaro García Mingo Emperador. 

sábado, 16 de mayo de 2020

El jardín de lo cerezos.

Ilustración de G. Torices.
Colección particular.

Hemos visto esta tarde, atrevámonos a decirlo, un gran clásico, que nos remite a un cine con mayúsculas, el de que aquellos grandes directores y actores como Errol Flynn, Gary Cooper, John Wayne, Charles Boyer, Charles Laughton, Robert Mirchum, James Stewart, Joseph Cotten, Alec Guiness, George Sanders, Ava Gardner, Anne Baxter, Olivia de Haviland, Joanne Fontaine, Bette Davis, Lauren Bacall, y un larguísimo etcétera que incluye por supuesto a Neville y Conchita Montes, a Saura o Erice, a Jean-Pierre Melville, a un cierto Tavernier, a Jean Gabin, Jean Rochefort, Philippe Noiret, a Totó, Vittorio de Sica, Gassman, Monicelli, Rossellini y de nuevo un larguísimo etcétera. Una época del cine que probablemente ya no volverá. A su lado, las series, tan en boga hoy, con sus infinitas temporadas, son un triste sucedáneo, representan una cierta miseria moral y estética, un símbolo de la regresión colectiva en la que, en tantísimos aspectos, nuestra sociedad está inmersa. Se ha hecho costumbre vivir en la mediocridad, tragando lo primero que nos sirvan. Se supone natural vivir instalados en un escalón más bajo que el anterior y, al poco tiempo, tras un nuevo retroceso y el descenso de un par de peldaños más, nos acostumbramos de nuevo, sin sentirlo apenas, a la nueva recaída. Sin memoria apenas de lo anterior. Como si vivir inmersos en un fango que poco a poco nos va tragando fuera lo natural. Digo fango y no arenas movedizas. Porque el que se ve atrapado repentinamente en unas arenas movedizas, muere al debatirse por intentar salir de ellas. Cada movimiento de resistencia le hunde un poco más. Pero al menos se resiste, muere peleando. Mientras que hoy, el fango nos traga ante el contento y la pasividad general. Y no me refiero a la política, que no es más que lo más aparente de algo mucho más profundo. Como si la casa entera estuviera derrumbándose ante la indiferencia general. Si fuéramos conscientes de lo que sucede, al menos trataríamos de refugiarnos en el último salón, para tomar un último café con el mejor juego de porcelana y la mejor cubertería, mientras la maleza termina de invadir, en un avance silencioso e inexorable, el resto de la casa convertida en escombros. Pero ni siquiera queda ese reflejo. Vivimos como si la casa siguiera entera, pero dónde antes colgaban los bodegones familiares, algunos pintados por los propios abuelos, hoy se admiran con contento los cromos impresos en un gran almacén que los han sustituido, los libros viejos se llevan al contenedor de papel, porque no caben, es que no tengo tiempo, sabes, y del pasado se hace, no una gran almoneda a la que nadie acudiría, sino sonriente y satisfecha tabula rasa, mientras se reenvían estupideces por el teléfono móvil, se calculan calorías y se prepara la siguiente maratón.
El Gran Bergamota se detuvo, cerrando la carpetilla en la que había traído las notas para la charla. Se hizo un gran silencio. Luego empezó a subir el murmullo habitual y se oyeron las primeras protestas. ¿Pero esto no era un cine club? ¡La película no la ha comentado, vaya robo! ¡Pues yo sigo setenta series a la vez y no veo que tienen de malo, a mí me gustan! ¡Este tío es un cenizo! Doroteo, por lo bajini le susurró a Tato un ¡ya estamos como siempre! - resignado. Voló el primer objeto mientras se oía el crujir de la primera butaca desgajada a tirones del suelo. ¡Payasos! – gritaba Bergamota mientras Tato y Doroteo le arrastraban hacia la puerta de atrás dónde les esperaba el coche con el motor encendido. Los murmullos ya eran un griterío feroz -¡nadie se ríe de nosotros!- cuando el coche arrancó a escape para perderse por la pequeña carretera comarcal. ¡Ni una más, ni una conferencia más Alcides! - reñía Doroteo al que habían manchado la chaqueta de tweed con una hortaliza podrida- te desahogas en casa y todos tan contentos. 
Dibujo de G. Torices.
Colección particular. 



jueves, 20 de febrero de 2020

L'horloger de Saint-Paul. Un artículo de Genaro García Mingo para la la Hoja de Nava.


Si la comparamos con Pierrot Le Fou, L’ Horloger de Saint-Paul (es decir el Relojero de San Pablo, en español), es otra cosa, un tono diferente, mucho más sosegado y tenue. Es otra manera de hacer cine.

La dirigió Bertrand Tavernier. Es de hecho su primer largometraje. Nos ha gustado enterarnos de que Tavernier fue ayudante de Jean Pierre Melville, uno de nuestros directores favoritos. A Bertrand Tavernier no hace falta presentarle. Recordemos algunos grandes títulos como Coup de Torchon, Un Dimanche à la Campagne o la fabulosa Ça Commence Aujourd’hui. Y en otro género, Round Midnight, con el saxofonista Dexter Gordon.
Para el Relojero de Saint-Paul contó con dos actores magníficos con los que volvería a trabajar a menudo como son Philippe Noiret y Jean Rochefort. Noiret da vida al relojero y compone un papel sensacional. La película se estrenó en enero de 1974. Está basada en una novela del gran novelista Georges Simenon, padre literario del extraordinario comisario Maigret. Quien conozca un poco la obra del escritor belga entenderá perfectamente el tono de la película y los comentarios que siguen a continuación. Además, la ciudad.

 

Porque la acción transcurre en la ciudad de Lyon –dónde la película se filmó realmente- y parece que se contagia, o que recoge a la perfección el ambiente del lugar. Se da la circunstancia de que Tavernier es de Lyon y que llevó la acción de la novela de Simenon a un entorno que conocía muy bien por tratarse de su ciudad natal. La ciudad es hermosa, sin ser grandiosa: dos ríos, amplias perspectivas, un aire y una riqueza burgueses, edificios imponentes, avenidas bien trazadas, hermosas plazas, gran comercio. En definitiva, el gran atractivo de la poderosa ciudad de provincias en la que nada falta. Sin embargo, ese atractivo se encuentra matizado y contenido por un tono general apagado, de nube que navega baja, de rayo de sol que sale un momento y se retira azorado por no haber sido invitado, de ciudad adaptada para que fluyan los negocios sin que ningún exceso impida cerrar las operaciones en curso.

La película que empieza con una opípara cena de amigos, refleja todo aquello perfectamente. Está en el guión por supuesto, pero también en la manera de contar, voluntariamente sobria, realista, incluso parca. Tavernier se cuida mucho de ahorrarnos un documental turístico, lo que hay que agradecerle efusivamente. La ciudad la reconocerá quien se la haya pateado un poco. Veremos alguna perspectiva, puentes, los ríos, sí, el barrio de Saint-Paul, pero sin cebos para futuros visitantes[1]. Ahora que el ambiente está ahí, la ciudad nos la mete en la pantalla, y con qué maestría, como Simenon es capaz de hacerlo escribiendo, con precisión de miniaturista, con paciencia, con una agudeza que no deja escapar un detalle. Se oyen los pasos sonar sobre el opulento adoquín, se ven los días pasar en el taller del relojero, una rutina burguesa, sí, pero donde también caben la amistad, los buenos momentos, el dulce pasar de una vida ordenada en un entorno equilibrado, agradable, civilizado.

¿Y llegados a este punto, la película que nos cuenta?

La narración irá poco a poco mirando a través de esas apariencias tranquilas, sirviéndose para ello de la relación entre el relojero y su hijo adolescente. Y lo hará sin estridencias, sin exabruptos, sin denuncias maniqueas. Es quizá lo que la hace más interesante y cercana. Ese tono apagado, que al principio nos hacía presagiar lo peor, poco a poco va ganando al espectador porque, en el fondo, el relojero va mirando su vida como el espectador la suya.
El hijo no aparece más que en la parte final, pero desde el principio está presente: en las conversaciones del padre con sus amigos, en la casa dónde la cámara nos permite ver su cuarto y, en seguida, tras un incidente que no desvelaremos, en las conversaciones del padre con el policía encargado de la investigación, encarnado por Jean Rochefort.


En estas conversaciones y en las que el padre mantiene con otros personajes casi desde el principio de la película (el amigo que mejor le conoce, la que fue niñera del chico, el abogado, etc.) iremos conociendo el pasado -matrimonio, vida conyugal, ruptura, infancia del chico, adolescencia- y la relación entre padre e hijo. Sin querer, sin proponérselo, viven en realidad de espaldas el uno al otro. Eso dará pie, a su vez, a que la narración vaya ampliándose. Sin abandonar al relojero ni alejarse del conflicto generacional que ya es central, empieza rápidamente a transmitirnos una imagen del conjunto de la sociedad y de la época en que se mueven los personajes. El comisario también tiene hijos y hablara de ellos con el relojero.
El relato se va por tanto enriqueciendo gradualmente, cobrando verdadera densidad e interés, a medida que el relojero se interroga, habla con el policía, se pregunta por su vida, por su hijo, por la sociedad de la que son parte, a medida que el espectador, si se ha dejado atrapar en el juego, lo que no es difícil, va haciendo algo similar, tanto sobre lo que ve, como sobre sí mismo.
La narración oscila con mucha agilidad y naturalidad entre esos dos planos, el cercano de padre e hijo, el más amplio de la sociedad francesa del momento. El retrato que de ella va emergiendo, sobre fondo de recuerdos de guerra de Argelia, de querellas políticas, de sindicalismo, de matonismo patronal, es el de un ambiente opresivo, asfixiante, dónde es lógico que no quepa y no quiera estar la juventud. En el fondo, la eterna crítica de una generación a la anterior. Algo que todos conocemos. Ante lo que ha hecho su hijo, el relojero deberá decantarse, elegir. La película muestra a ese hombre corriente enfrentándose a un suceso por completo inesperado y nos conduce de forma magistral, sin apenas estridencias, hasta el momento de la elección –fabuloso contrapicado de Noiret declarando- y de sus consecuencias. Para que no se desanimen los posibles espectadores sólo diremos que el relojero acierta.

Vamos que la película tiene más capas de una cebolla. ¡Hombre, menuda forma de resumir! ¡Que me mancha el final del artículo con su cebolla! ¡Con lo curioso que me había quedado! Usted a callar, que para eso mando yo que soy el editor. Es lo que tiene el poder.



[1] La diferencia en esto con una película que también se apoya sobre una ciudad, La gran belleza, de Sorrentino, tan ordinaria, tan zafia, salta a la vista.

domingo, 16 de febrero de 2020

PIERROT LE FOU.

No escribo más que para una veintena de personas que nunca he visto, pero que espero me comprendan.

Henry Bayle, Stendhal

Cine francés. La expresión está cargada de sentido y puede provocar espanto entre la audiencia, lo que resulta bastante injusto. Pierrot le fou, la película de Jean-Luc Godard, es de 1965. Por su parte, L’horloger de Saint-Paul, de Bertrand Tavernier, es de 1973. ¿Películas para una veintena de personas, representativas de ese cine francés que invita a la huida? Creemos que no. Una referencia a la primera.




Pierrot no se llama en realidad así. Belmondo se pasa la película contestando ¡me llamo Ferdinand!, cada vez que Anna Karina le llama Pierrot. Esto da un poco el tono de la película, bufa, ligera, simbólica, literaria, paródica, cómica, colorida y Pop. Los años sesenta, a las puertas de del sesenta y ocho. Capta el espíritu contestatario del momento, sin ser una película de tesis. Y no sabemos hasta qué punto no se está riendo de su protagonista, abarrotado de referencias literarias, de lecturas mal digeridas, con pretensiones de cultura, ansias de bohemia, ínfulas de escritor, pero que lee en el mismo tono y con el mismo entusiasmo el comic les Pieds Nicklés y la literatura más clásica. De ello resulta un cierto absurdo, todas esas citas un tanto huecas acaban por no tener sentido, como no lo tiene la vida del protagonista, que por ello realiza las mayores extravagancias sin saber muy bien con qué fin. Toda la película tiene por ello un aire nihilista, que contrasta que su estética colorista y vivaracha, con la frescura de los protagonistas y la comicidad de muchos momentos. Salvo en un determinado momento, en el que se produce un pequeño bache, la narración es ágil ayudada por la absoluta libertad de montaje e improvisación que caracteriza a Godard, que no duda en proyectar sobre la pantalla fragmentos de periódico o el diario del protagonista.

Es también una película sobre cine y una película política. Incorpora el cine de gánsteres (Scarface, que tanto influyó en Godard, es de 1932), las road movies (memorable el beso de coche a coche en plena persecución), algo del cine negro, paradójicamente a todo color y con la sangre pintada, sin ningún disimulo, con gruesa pintura roja. Y hasta el musical. ¡Qué escena cuando bailan ligeros, en un pinar al borde del mar, dónde parece no regir la ley de la gravedad, ella con un vestido veraniego, de color rojo, el con pantalones blancos!

Y en el fondo, guerra fría, con la fantástica historia del único habitante de la luna que recibe la visita, primero de un soviético y luego de un americano. El primero quiere obligarle a leer las obras completas de Lenin, el segundo le ofrece Coca Cola y exige que se le den las gracias antes de haberla recibido. Más adelante guerra de Vietnam – los protagonistas, para conseguir dinero organizan una actuación de mimo callejero para turistas, el vestido de norteamericano, genial parodia, botella de whiskey en mano, ella de vietnamita- la crítica de la sociedad de masas con el turismo y el automóvil y sus terribles accidentes.


De 1965 son películas tan extraordinarias como La agonía y el éxtasis de Carol Reed, Doctor Zhivago, de David Lean; Lord Jim, de Richard Brooks –fabulosas narraciones de tono clásico-, Los cuatro hijos de Cathy Elder, de Henry Hattaway y Shenandoah de Andrew V. McLaglen –oeste clásico con John Wayne la primera y James Stewart la segunda, que no nos cansaremos de volver a ver- , Cat Ballou de Elliot Silverstein y Mayor Dundee de Sam Peckinpah -western ya crepuscular y contracultural-, Giuletta de los espíritus de Fellini y este Pierrot Le Fou, colorido, paródico, rebelde, un poco harto de todo. De todo menos del cine, eso sí.
Para la Voz de Nava, Genaro García Mingo Emperador.









lunes, 1 de julio de 2019

Soldado azul.


Hemos vuelto a ver la película Soldado azul. Son notables las diferencias respecto de la novela del mismo título que adapta, y es mucho lo que debe a una buena banda sonora setentera que le da un aire de juvenil rebeldía de otra época, siendo el fondo de la historia que cuenta, la espantosa masacre de Sand Creek, terrible. Hay escenas de una violencia excesiva, violencia que podía haberse tratado o transmitido de otra manera sin perjudicar al relato. Fue todo un escándalo entonces y siguen siendo excesivas incluso para mellada sensibilidad actual. Afortunadamente se concentra muy al final, casi en el desenlace. Pero hasta entonces tiene la película un aire setentero y como de contracultura que hace sonreír en algunos diálogos, una pareja de protagonistas que funciona muy bien en esa clave de época –no nos preguntemos si la Cresta de 1860 podía o no parecerse a Candice Bergen o si es verosímil un soldado como Peter Strauss, prácticamente objetor de conciencia desde el principio de la historia- y una trama principal clásica, bien tratada y entretenida, durante la que se nos cuenta como los dos protagonistas escapan a un ataque indio y su odisea campo a través para llegar a Fort Union, con el consiguiente proceso de conocimiento mutuo y enamoramiento.

Decíamos que aunque el hilo argumental es el mismo, las diferencias con la novela de Olsen son notables y la principal el tratamiento de la protagonista femenina. Frente a la más bien ruda y recia campesina de la novela, nos encontramos con una atractiva, deslenguada y un tanto cínica activista de los derechos humanos encarnada por una de esas suecas espléndidas que enloquecieron al hispánico carpetovetónico del desarrollismo. Tampoco les fue mal allende los mares.
Volviendo a la banda sonora, le da a la película –que se leyó en clave de denuncia de la guerra de Vietnam- una aire de inocencia traicionada, de fe hippy en un país joven en pleno crecimiento y al que se quiere (“Yes this is my country/ Young a and growing/ free and flowing. See to see (…)”). Crecimiento, esperanzas y visiones idealistas quebrantadas por la inmoralidad de los mayores y de los dirigentes, personificada en el coronel al mando de los voluntarios de Colorado, viejo, seco, rígido, incomprensivo, racista…


La del vozarrón protesta es Buffy Sainte-Marie, activista amerindia, canadiense de origen Cree, autora e intérprete de música folk, étnica, de lánguidas melenas, desgarrada, rebelde, la imaginaos meneando la cabeza, haciendo que se agite al viento el largo cabello suelto, mientras toca la guitarra como quien blande un arma para el combate…
Los Estados Unidos siguen a vueltas con todo esto, el racismo y la violencia insertos en la raíz de su nacimiento como nación, y de paso la redención de esa culpa nos la hacen pagar a todos con el alumbramiento puritano de lo políticamente correcto y las discriminaciones positivas que son eso, una prolongación del racismo y la violencia. ¡Dichoso el dominico Montesinos que ya en la Hispaniola nos evitó a los españoles este terrible camino de expiación…!
Para el Heraldo de Nava, A. Bergamota.


lunes, 1 de abril de 2019

ESPLENDOR


Esplendor en la hierba.

Though nothing can bring back the hour
Of splendour in the grass,
of glory in the flower,
We will grieve not, rather find
Strength in what remains behind

William Woodsworth es considerado como uno de los grandes poetas ingleses del romanticismo, a caballo entre los siglos XVIII y XIX. Nos fiamos de lo que dicen los libros, pues no hemos leído su obra.
Es autor de los versos de donde proviene el título de la película que comentamos. Versos que a lo largo de la historia que se nos cuenta, tan bien narrada, tan perfectamente dicha con el lenguaje del cine, servirán, recitados por primera vez por la protagonista, como detonante de una dramática crisis personal. Tal vez motivada por la profunda comprensión de su significado y el rechazo a admitir que puedan ser ciertos. Recordados de nuevo más adelante, servirán para confirmarnos, con un punto de tristeza y sin sabor, que el ciclo ha concluido, que la crisis ha quedado atrás, que lo dicho por el poeta con su punta de resignada melancolía era cierto y que la vida, tal vez en algo mermada, quebrada en su belleza e inocencia más primigenias, puede, a pesar de todo, continuar.
Natalie Wood, alumna de último curso de bachillerato, está en clase de literatura. Piensa en el noviazgo con Bud, encarnado por Warren Beatty, terminado hace poco. No presta atención a los versos de Woodsworth que recita la profesora. Al darse cuenta de ello, ésta le pide que se ponga de pie y que abriendo el libro los lea en voz alta para toda la clase. No es la primera escena de la película que transcurre durante la clase de literatura. En las anteriores hemos podido ver qué poco interés tienen los alumnos por lo que se les enseña. Nada les interesa esa literatura que es para ellos una letra muerta hace muchos años, por completo ajena al pueblo de Kansas en el que viven y a sus familias. Hasta que en esa escena los versos cobran toda su fuerza.
Se trata de un momento fundamental de la película y puede servir como muestra de su excelente guión y realización, de que cómo ese momento culminante se ha ido preparando, sin que el espectador lo advierta, por distintos momentos anteriores. No es por supuesto la única escena memorable.
La actuación de Natalie Wood a lo largo de toda la película es espléndida. La acompaña un elenco de actores también magníficos que ayudan a entender la fuerza de ese cine y que no haya perdido ningún vigor.
Es una película del año 1961. Anterior por tanto a la revolución de las costumbres que estaba al caer con la contracultura de los sesenta. Es central el tratamiento de la sexualidad en una ciudad provinciana de los años veinte del siglo pasado. Por una parte, el sexo no existe, está oculto, es un tabú. Nada debe suceder entre los novios. La única preocupación de la madre de ella, es que no hayan ido demasiado lejos. Hasta el punto de que cuando se queda a solas con su hija no es sino para preguntar siempre por lo mismo. Lo que da pie a la otra cara del asunto: una cierta obsesión por el sexo, soterradamente omnipresente y desviado hacia formas de violencia (escena del aparcamiento durante la fiesta de nochevieja dónde la hermana del Bud se ve rodeada de hombres violentos, los cuales, en público, se habían negado a bailar con ella, precisamente por su comportamiento provocador) o cinismo (escena en la que el padre de Bud le explica que hay dos tipos de chica y que puede desahogarse con el segundo tipo). La crítica de esa pequeña sociedad provinciana es demoledora. ¿Constataba la película una realidad o preparaba el terreno de la revolución de costumbres por venir, parodiando hasta la exageración los defectos de las gentes de ese pueblillo de Kansas?
Tratándose de Kazán, nada descubriremos diciendo que Esplendor en la hierba es un drama y que no ahorra al espectador ningún sufrimiento en el retrato de la relación amorosa entre Dennie y Bud, sobre trasfondo de vida provinciana y vísperas de la Gran Depresión.
Asistiremos a la incomprensión entre generaciones y la dificultad de comunicar –algo generalizado entre todo los personajes- son temas centrales a lo largo de toda la película, pero que de alguna forma irán resolviéndose, aún a costa de exponer con toda crudeza la personalidad de varios de los protagonistas. Exposición dolorosa en el caso de la madre de ella, luminosa en el caso del padre. Respecto de este último, partimos de un personaje apagado al principio, que a lo largo de la historia irá creciendo de forma discreta pero sólida, descubriendo el espectador una personalidad rica y firme que sabrá corregir bondadosamente los excesos de su mujer.
Asistiremos también a la proyección de los anhelos o frustraciones de los padres sobre los hijos, esperando que estos realicen lo que sus padres no lograron –es la clave de la relación entre Bud y su padre-; a la obsesión puritana con el sexto mandamiento que todo lo impregna.
¿Tiene algún sentido recordar ahora Esplendor en la hierba? ¿Recordar a Elía Kazán? Tal vez para dejar constancia de la excelencia de la película, de cómo no ha envejecido, de hasta qué punto es un gran cine, y de esta manera rendir homenaje a su director, al que debemos títulos tan soberbios como Al este del Edén, Un tranvía llamado deseo o La ley del silencio. Las dos últimas películas protagonizadas por Marlon Brando, de alguna manera descubierto para el cine por Kazan.

Para el Heraldo de Nava, A. Bergamota. Polígrafo.

Coda: Gula, avaricia y lujuria. Tres pecados capitales representados por uno de los personajes fundamentales de la historia: la madre. Este detalle nos lo apuntaba un sagaz espectador que volvió a ver la película con nosotros y les dará una idea de la densidad de la historia.
La madre come durante toda la película, se la ve a menudo bocadillo en mano, zampa que zampa. Uno de sus temas de conversación preferidos y recurrentes es el dinero, las acciones de las que son propietarios, el dinero que producirán si siguen subiendo, todo lo que el dinero podrá comprar, el dinero que tienen los vecinos. Le brillan los ojos, se frota las manos. Y finalmente una obsesión por la sexualidad verdaderamente morbosa, hasta el punto de que la relación con su hija se centra a menudo en ese aspecto, saber si la joven ha hecho o dejado de hacer. Es decir, saber y controlar si mantiene relaciones sexuales y en la medida de lo posible evitarlo.
Como ya hemos apuntado la obsesión por la sexualidad y una relación enfermiza con el tema son por otra parte bastante comunes a muchos de los habitantes del pueblo. Podría decirse incluso que son una característica de esa comunidad, junto con el éxito y el dinero como objetivos vitales primordiales. Parece como si una represión muy fuerte apenas lograra sujetar unos impulsos que al soltarse resultan muy violentos, casi feroces. Luego llegará la Gran Depresión. La pintura que realiza Kazán del pueblo como comunidad o como sociedad tiende a inmisericorde. De los adultos no se salva más que el padre de Dennie realmente. Más interesante –siendo espléndida toda la película-, más sutil y refinado es el retrato de la juventud y del complejo tránsito a la vida adulta.
***


















































lunes, 22 de octubre de 2018

COLD WAR

- ¿Nos gusta ir al cine? - se preguntaba el gran Bergamota.
- Mire, la verdad es que el cine sí que nos gusta, pero ir al cine es otra cosa, contestó Tato.
- Ir al cine es someterse a la cartelera del momento, o como se decía antes, a lo que echen en el cine de cerca de casa.
También Doroteo dio su opinión:
- Y está claro que no puede compararse el cine con una tarde de toros. He dicho.
- Pues claro que no, ¡dónde va usted!
- No hay color. 


Esa charla la mantenían alegremente los de Nava dando un paseo al atardecer. Concluía la temporada, habían deseado a los conocidos de la plaza feliz invierno y hasta la vuelta. Y ahora evocaban la tarde de Urdiales, los Pabloromeros, la brega valiente de Chacón, aquél quite...  El otoño que hace unos días apenas si se insinuaba, jugando tímidamente con los matices de la luz del día, variando transparencias y veladuras, hoy había dado un paso al frente definitivo. Cruzaban el cielo inmensas formaciones de pájaros organizadas en punta de flecha, como diciendo: ahí os quedáis con los fríos…

El cine se había colado en la charla. Porque de vez en cuando, alguna tarde que otra, aparecía el mirlo blanco.
***
No les descubriremos nada nuevo diciendo que Cold War es una buena película, pues está en boca de todos y en la prensa. Más importante lo primero sin duda. Porque de la prensa cualquiera se fía. Tenemos poca información sobre el filme –como dicen los entendidos- por no decir que ninguna y quién sabe si lo que a continuación contaremos será o no un disparate.
Cold War es una película de este año, estrenada en octubre, polaca, dirigida por Paweł Pawlikowski.

¿Por qué se hace en 2018 una película sobre la Polonia de la postguerra mundial, de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo? ¿Por qué se decide contar una historia, esa historia y de esa manera? Sin espías, sin Historia con mayúscula. Con la historia pequeña, personal e íntima de los protagonistas, únicamente. Puede haber mil razones: la memoria, el deseo de fijarla, el homenaje o el recuerdo a los que nos precedieron (la película está dedicada a los padres del director), el puro afán de narrar, la reflexión sobre el pasado, la necesidad de entenderlo o reflexionar sobre él. También, por qué no, el deseo de entender el presente. 
De todo un poco suponemos que habrá entre las motivaciones de la película, pero tal vez pensar en la Polonia de hoy volviéndose hacia lo que vivieron generaciones anteriores no sea la menor de ellas.
Chico conoce chica al poco de terminada la segunda guerra mundial. Él es músico de mucho talento. Ella más joven se presenta a la selección de jóvenes para la formación de los coros y danzas del momento, promovidos por el gobierno comunista polaco. Ella es seleccionada, él es el director, se enamoran. Sin estridencias, sin brocha gorda, sólo a través de la evolución de la agrupación musical pasará el espectador por la Polonia comunista, con un trasfondo claro de consignas políticas oficiales, vigilancia y delación por el que transcurre la vida de los protagonistas. Espeluznante resulta la escena en la que, animados por la administración a incluir alguna pieza política en el repertorio, el coro canta una alabanza a Stalin mientras un gigantesco retrato del padrecito se va desplegando sobre sus cabezas y el público en pie aplaude con frenesí al final de la actuación.
Pero hay en ese mundo que se describe mucho talento y autenticidad, vida a borbotones. Los dos protagonistas tienen carácter, personalidad y talento. Una cierta talla que no es únicamente artística. Él ha recorrido Polonia en camión con dos colaboradores, grabando lo que hoy llamaríamos folclore tradicional, es decir, canciones y piezas musicales populares, interpretadas por los habitantes de los pueblos que recorren. Esas grabaciones servirán luego de base para el espectáculo de coros y danzas en el que ella destaca pronto como bailarina y cantante.
Cuando Victor decida pasarse al oeste, Zula no se atreverá a seguirle por la inseguridad que le produce la falta de una educación más refinada, más parecida a la del músico.
Y aquí es donde en cierto modo salta la sorpresa, por la pintura feroz y ácida del París de los años cincuenta en el que intenta sobrevivir él. Y no se trata de la descripción de un París conservador o reaccionario. Al contrario: bohemia, música, poetas, copas. En primer lugar se nos transmite la sensación desde el primero momento, bruscamente, de que Francia no es Francia: Jazz y Rock ’and roll están por todas partes, se pasa del Este a un Oeste encarnado más que por Francia por los Estados Unidos presentes por todos lados. La transición es extraordinaria, de la nieve a los gruesos mofletes del saxofonista de un cuarteto de jazz. Sobre ese fondo la frivolidad –repugnante- de los intelectuales profesionales, de los bohemios establecidos.
Nuevamente nada de trazos gruesos, nada se nos dice explícitamente, no hay tesis, lo que es uno de los grandes aciertos de la narración. Se percibirá ese ambiente por el deterioro personal que va produciendo en el músico polaco que malvive haciendo pequeños trabajos, temeroso de disgustar al productor que le emplea, dubitativo, servil, perdida casi toda referencia y capacidad de iniciativa. Hasta el punto de que cuando Zula llega a París para encontrarse con él, al poco tiempo no le reconoce y la transformación que percibe les distancia. Menos refinada que él, pero más intuitiva y lúcida, con una sensibilidad a flor de piel, no consigue expresar más que con brusquedad lo que siente, la náusea que le produce todo aquél ambiente. Asqueada por el mundo en que viven y tras varios sucesos que son una cierta bajada a los infiernos morales en el teórico paraíso occidental, ella decide volver a Polonia. 
El la seguirá al poco tiempo volviéndose a encontrar en circunstancias especialmente difíciles que la película se atreve a tratar, siempre con ese mismo tono comedido. No hacen falta estridencias para resaltar lo que sucede que tiene por sí mismo enorme fuerza. La narración está magníficamente sustentada por un espléndido blanco y negro, una buena banda sonora y la hermosa manera de utilizar el lenguaje cinematográfico. No les decimos más.
¿Qué es lo que ha sucedido? ¿Qué nos han contado? ¿Es simplemente la historia conmovedora en todo caso de un amor imposible, destruido por las circunstancias? ¿O se trata de una metáfora de las vivencias de los centro europeos de entonces? Seguramente las dos cosas, o al menos eso nos parece. La huida de la cárcel comunista y la pronta decepción de los protagonistas al llegar a Europa occidental son tal vez la imagen de la actual decepción de una parte de la sociedad de aquellos países. Una sociedad que es europea, que no quiere salir de la UE pero que siente una repulsión creciente ante el modelo de sociedad abanderado por la Comisión Europea y confeccionado con una combinación de laicismo militante, ideologías de género, aborto, eutanasia y LGTBI, “Bo Bos” y pijiprogres que cursan con el puño en alto carísimos estudios de postgrado pagados por papá y mamá, internacionalismo, trasiego de masas de población no europea, etc. Les ahorramos más detalles.

Al poco de empezar la película y por casualidad llegará uno de los personajes a una gran iglesia abandonada en la que la cámara se detendrá en unos planos de gran belleza. Sobre una de las paredes en ruina sobrevive una mirada pintada al fresco, la mirada de Cristo, de una gran profundidad y lucidez, con algo de amorosa melancolía. 
A esa iglesia y a la misma mirada volveremos al final de la historia, y no creemos que por casualidad. En los hermosos planos con los que recorremos la iglesia abandonada pero viva puede estar la clave de la película, de lo que se nos cuenta, tanto de los personajes que la protagonizan, como de la mirada del narrador sobre el pasado reciente de su país y la presente zozobra europea.
En definitiva, espléndido y conmovedor cine, una gratísima sorpresa.


Para el Heraldo de Nava,


Genaro García Mingo.