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domingo, 16 de febrero de 2020

PIERROT LE FOU.

No escribo más que para una veintena de personas que nunca he visto, pero que espero me comprendan.

Henry Bayle, Stendhal

Cine francés. La expresión está cargada de sentido y puede provocar espanto entre la audiencia, lo que resulta bastante injusto. Pierrot le fou, la película de Jean-Luc Godard, es de 1965. Por su parte, L’horloger de Saint-Paul, de Bertrand Tavernier, es de 1973. ¿Películas para una veintena de personas, representativas de ese cine francés que invita a la huida? Creemos que no. Una referencia a la primera.




Pierrot no se llama en realidad así. Belmondo se pasa la película contestando ¡me llamo Ferdinand!, cada vez que Anna Karina le llama Pierrot. Esto da un poco el tono de la película, bufa, ligera, simbólica, literaria, paródica, cómica, colorida y Pop. Los años sesenta, a las puertas de del sesenta y ocho. Capta el espíritu contestatario del momento, sin ser una película de tesis. Y no sabemos hasta qué punto no se está riendo de su protagonista, abarrotado de referencias literarias, de lecturas mal digeridas, con pretensiones de cultura, ansias de bohemia, ínfulas de escritor, pero que lee en el mismo tono y con el mismo entusiasmo el comic les Pieds Nicklés y la literatura más clásica. De ello resulta un cierto absurdo, todas esas citas un tanto huecas acaban por no tener sentido, como no lo tiene la vida del protagonista, que por ello realiza las mayores extravagancias sin saber muy bien con qué fin. Toda la película tiene por ello un aire nihilista, que contrasta que su estética colorista y vivaracha, con la frescura de los protagonistas y la comicidad de muchos momentos. Salvo en un determinado momento, en el que se produce un pequeño bache, la narración es ágil ayudada por la absoluta libertad de montaje e improvisación que caracteriza a Godard, que no duda en proyectar sobre la pantalla fragmentos de periódico o el diario del protagonista.

Es también una película sobre cine y una película política. Incorpora el cine de gánsteres (Scarface, que tanto influyó en Godard, es de 1932), las road movies (memorable el beso de coche a coche en plena persecución), algo del cine negro, paradójicamente a todo color y con la sangre pintada, sin ningún disimulo, con gruesa pintura roja. Y hasta el musical. ¡Qué escena cuando bailan ligeros, en un pinar al borde del mar, dónde parece no regir la ley de la gravedad, ella con un vestido veraniego, de color rojo, el con pantalones blancos!

Y en el fondo, guerra fría, con la fantástica historia del único habitante de la luna que recibe la visita, primero de un soviético y luego de un americano. El primero quiere obligarle a leer las obras completas de Lenin, el segundo le ofrece Coca Cola y exige que se le den las gracias antes de haberla recibido. Más adelante guerra de Vietnam – los protagonistas, para conseguir dinero organizan una actuación de mimo callejero para turistas, el vestido de norteamericano, genial parodia, botella de whiskey en mano, ella de vietnamita- la crítica de la sociedad de masas con el turismo y el automóvil y sus terribles accidentes.


De 1965 son películas tan extraordinarias como La agonía y el éxtasis de Carol Reed, Doctor Zhivago, de David Lean; Lord Jim, de Richard Brooks –fabulosas narraciones de tono clásico-, Los cuatro hijos de Cathy Elder, de Henry Hattaway y Shenandoah de Andrew V. McLaglen –oeste clásico con John Wayne la primera y James Stewart la segunda, que no nos cansaremos de volver a ver- , Cat Ballou de Elliot Silverstein y Mayor Dundee de Sam Peckinpah -western ya crepuscular y contracultural-, Giuletta de los espíritus de Fellini y este Pierrot Le Fou, colorido, paródico, rebelde, un poco harto de todo. De todo menos del cine, eso sí.
Para la Voz de Nava, Genaro García Mingo Emperador.