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martes, 28 de junio de 2016

CAFÉ DE LA GARE, apunte. De los papeles dispersos de Alcides Bergamota el Grande.


Con esto de que los tiempos cambian y todo fluctúa, Café de la Gare ha tenido que emplearse en distintos oficios, al quedarse sin el empleo de ayuda de cámara del Conde de la Croqueta, que en paz descanse. El avispado lector habrá entendido porqué perdió Café de la Gare su empleo. No porque fuera despedido, ni por su color de piel negro azulado, ni por su distinguido porte de dos metros de contenida elegancia. Al contrario. Perdió el empleo por haberla espichado, sin previo aviso, el empleador, su patrono, padre de nuestra querida amiga, Countess Croqueta. Los amos ya no son lo que eran aseguraba Café de la Gare a quien quisiera oírle. Antes duraban más.

 

La última vez que charlamos con Café de la Gare se alquilaba en un polígono. Por favor, que no se disparen su malicia, su cinismo ni sus malos pensamientos. No se alquilaba para lo que están imaginando enfermizamente.

 

Con la llegada del verano el asfalto de la calle se derrite, y el ambiente del polígono se hace aún más cargante y espeso, se achancleta, se densifica, se carga de los más tumefactos olores, como víctima de una insana hinchazón provocada por el bochorno, el sudor, la goma de camión derretida, la fritura de aceites viejos, el descampado polvoriento. Ahí fue dónde Café de la Gare vio una oportunidad de negocio, modesto y transitorio, para salir del paso juntando unos cuartos. Por una cantidad modesta y negociable, Café de la Gare acompañaba a los ejecutivos de medio pelo a cruzar la calle, dándoles cobijo bajo una inmensa sombrilla. Se trataba de andar con ellos apenas quinientos metros, pero al tener que cruzar dos calles y una avenida, el trayecto incluía varias paradas, reguladas por la lentitud de dos semáforos indiferentes a la densidad del tráfico, a la intensidad del olor, a la podredumbre del ambiente, a la luz cegadora, al sol inclemente. Así que los quinientos metros se hacían eternos y los ejecutivos de medio pelo iban y venían descompuestos por el calor, rematados por la ingesta de las más atroces ponzoñas veraniegas, desfigurados por los efectos corrosivos de avinagrados gazpachos, capaces de cortar la digestión mesurada de un hipopótamo del Nilo. Es ahí donde Café de la Gare actuaba. El reclamo era doble. En primer lugar su apariencia alargada y exótica, su atildada elegancia de británico mayordomo, o podían dejar de llamar la atención en aquél desabrido páramo urbano, en aquél desierto sucio. Pero enseguida y sobre todo, su extraordinaria sombrilla, tejida de las más frescas y ricas sedas. Aseguraba que había pertenecido a un emperador de Siam, o tal vez a un Gran Turco de Anatolia. Abierta era inmensa y podía cobijar bajo su sombra a un grupo grandes de torpes y desaliñados ejecutivos de medio pelo, encantados de adentrarse en el frescor perfumado de aquella gran sombra movida por Café de la Gare, amplia como la carpa de un circo, a la que los dos metros de Café de la Gare servían de mástil, de largo y moviente palo mayor. Café de la Gare contrataba con un grupo, a tantas monedas por pasajero, luego daba un paso hacia el centro de la calle, bajo el sol abrasador y en un instante, con un movimiento ligero, aéreo, apenas perceptible, abría la sombrilla del emperador de Siam, el quitasol del Virrey de la Nueva España, el paraguas del Gran Mogol, que al desplegarse movía el aire, levantando una brisa inexplicablemente fresca, que agitaba el rendido mediodía, mecía los árboles sedientos y atraía a mirlos y gorriones. A una señal de Café de la Gare, el grupo se colocaba a su alrededor y echaban a andar hacia la tasca, el bar de carretera, el antro expendedor de menús al por mayor, la gruta de la fritura, la covacha de la gran ponzoña que previamente indicaran a Café de la Gare. Allí les esperaba, para llevarles de vuelta a las oficinas, cobijados bajo la sombrilla, intoxicados, asfixiados por el calor abrasador y los aceites saturados, por la margarina revenida, los congelados maltratados, las venas del cuello hinchadas, los ojos encendidos y el ánimo entre abotargado y excitado por el más infame de los brebajes, el recuelo expreso. A Café de la Gare le duro el asunto mientras quiso, hasta que se hartó de tanta medianía y partió en busca de más frescos y aireados parajes.