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jueves, 28 de mayo de 2020

La escalera de caracol, de Robert Siodmak.

Es una película de 1945, protagonizada entre otros por Dorothy McGuire y Ethel Barrymore que son las que verdaderamente llenan la pantalla. 
No le falta nada a la película, pero lo más extraordinario, una vez colocados en el cine de categoría superior, es la factura, el manejo de la cámara, el oficio, la recreación de una atmósfera lúgubre y desasosegante en la que se esconde el mal. 
Un mal representado casi hasta el final únicamente por los primeros planos terroríficos sobre uno de los ojos del asesino. Y las sombras, la noche y los truenos.
El que haya visto algo de cine reconocerá enseguida la influencia del expresionismo alemán: Murnau o Lang, por ejemplo, que con tanta maestría retomaría Ford en su película El delator.

Llama la atención, por ejemplo, la recreación de los crímenes únicamente mediante el retorcimiento de las manos de las víctimas, destacando en la sombra, blancas, largas, prolongadas por finas y largas uñas, mimando los estertores de la muerte. No hará falta más para que el espectador se estremezca.
Tenemos además, el juego con las escaleras: subir la principal es ir hacia la seguridad del cuarto de la dueña de la casa, la extraordinaria Ethel Barrymore. Bajar por la de servicio en forma de caracol, hacia los siniestros sótanos, es ir al encuentro del mal que acecha dispuesto a matar. Y la noche de tormenta, con lluvia, truenos y relámpagos; el juego de los espejos, y las sombras, claroscuros y omnipresentes sombras entre las que se esconde el asesino, entre los árboles de retorcidas ramas del siniestro jardín o al pie de la escalera de caracol. En las sombras al pie de la escalera de caracol no sobresale más que un zapato que se retira con horrible sigilo. Cine con mayúsculas. Un solo episodio. No le hacen falta a Siodmak decenas de capítulos para contar esta extraordinaria historia. 
Para el Heraldo de Nava, 
Genaro García Mingo Emperador.