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lunes, 17 de diciembre de 2012

Argimiro en la tertulia (con motivo de Juan Rulfo)

Argimiro aparece en la tertulia de Pascuas a Ramos. Le tienen como un poco a raya, con su pañuelo al cuello que él llama foulard, su vestimenta impecable, de americana cruzada y pantalones grises, en la que, pese a todo su cuidado, desentona siempre algo: otro pañuelo pero en el bolsillo de la chaqueta, de color rojo chillón, que él llama pochette, un zapato italiano con bocado dorado sobre el empeine, un exceso de gomina que afila su perfil ratonil… Pese a que pisa fuerte y va de rumboso, pagando cafeses, Argimiro es admitido a veces en alguna de esas tertulias en las que reinan la fragilidad y el cigarro.

A Argimiro le ha perturbado profundamente la lectura de Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Juan Rulfo es ese señor de corbata y traje bien cortado, tímido hasta la enfermedad, tan encerrado en sí mismo que hasta le cuesta abrir la boca para articular, porque hacerlo sería revelarse en exceso, con impudicia. Tan dentro de sí que hasta su evidente prestancia y belleza física parecen desaparecer, como queriendo esfumarse en un vuelco sobre sí mismas.

Argimiro no entiende, no se explica lo que le pasa. No ha querido dejarse tocar por ese librito dónde todas las estructuras que deberían armar un mundo válido han caído, diluidas y confundidas. Y además están los prejuicios de su seguridad. Porque Argimiro no tiene sentido del tiempo ni conciencia histórica, sería mucho remover las cosas y las cosas, pues son lo que son, ¿para qué más? Empezaríamos a dudar. Argi es el momento presente, cerrado al pasado y temeroso del futuro. Y llega el librito este y todo lo baraja. ¿A quién se le ocurre? ¡Qué originalidad! Pero hay medios defensivos. Como Argi es presente, no le pidamos que le de muchas vueltas a España que para él se reduce a las cuatro calles céntricas entre las que transcurre su trajinar. Así que vamos a expulsar este tomito del paraíso, vamos a decir que este librillo es una cosa mejicana, un poquito ajena, un poquito sucia, que nada tiene que ver con él, lejana. Y llegan estos tres cabrones y se ponen a decir que hay que ver, que pese a todas las diferencias, ¡cuánta proximidad!, ¡cuánto de la una en el otro! El mismo sentido de la muerte, el pesimismo de la generación del noventa y ocho que rebrota en la obra del mejicano, la coincidencia en la percepción de sus países respectivos aquí y allá, un parecido, pese a las muchas diferencias, en ciertas estructuras y procesos históricos del siglo XIX en ambos lados, y la culpa católica y el lenguaje, el idioma español.

¡Y es que los tres utilizan la palabra español al hablar de la maravilla de esa escritura de allá! Si pudieran decir castellano, como se dice ahora por aquí, pues así podíamos decir que no es lo mismo ¡e incluso llamar a este señor tímido latinoamericano! ¡Y no! Los tres: venga y venga con español y con Hispanoamérica. Argi no se ha movido mucho, no sabe nada, y no quiere que le mezclen con esa gente. No sabe nada pero enseguida se refugia declarando que la novela es representativa de la realidad y la historia de aquello y por tanto lejana de nuevo a esto de aquí. ¡Menos mal! Pero le rebaten el argumento sin piedad. Así que es algo tan profundamente nuestro y él no lo ha entendido… ¿Entonces? Entonces llega lo más terrible porque cae la última barrera. Ese señor tímido y con buena pinta, hay que reconocerlo, es evidente, y con corbata. El autor. Con lo agradable que es pasar el rato y luego cerrar el libro, parapetándose con el recuerdo de que lo ha escrito un millonario frívolo en un arranque de genialidad, un amargado patológico, una lesbiana neoyorquina de hace cien años, esa gente rara que no somos nosotros y solo para entretenerse un rato. Entretenerse. Pero este señor tímido que podía ser de la familia… ¡Que contrariedad! Porque entonces ese constante darle vueltas, ese ir y venir a la infancia, a los padres, los hijos, las abuelas, el mujerío, la vida, el magma… No se puede cerrar sin más y pensar que es obra de un personaje estrafalario talentudo y genial pero ajeno, como esas películas tan agradables, de las que no se recuerda nada… Pinche trío, banda de chingones, me jodieron… Argimiro se sorprende utilizando esas expresiones que no debían ser suyas. Se va a casa pesaroso, prometiéndose encerrar a Rulfo bajo siete llaves, y no volver a juntarse con esos pendejos… Con esos tíos. Porque además se han reído de él, a lo mejor. Los tres, Tato el primero pero luego encantados Alcides y Doroteo, han hablado toda la tarde con ese acento y esos giros, con total naturalidad, como si fueran los primos de Rulfo, felices no más.