Agradecemos
al Heraldo de Nava, decano de la prensa local, el permiso para reproducir a
continuación la carta enviada por Genero García Mingo Emperador a su director. La
carta es un comentario a una tercera firmada por el propio director y publicada
en el mismo periódico, texto que se omite aquí, porque sí. Ha sido calificado
como wonderful y glamourous por la crítica.
Sr. Director,
Vaya por delante mi agradecimiento por su análisis y por el esfuerzo de poner las cosas por escrito. Sin embargo, mi impresión es que su entrada no es sino darle vueltas una vez más a un fenómeno conocido desde hace décadas. La democracia secuestrada por la partidocracia era un asunto que ya se trataba en la facultad de derecho, como parte del temario de primero de carrera, en mi caso a finales de los años ochenta. Ya se apuntaban entonces, mejor dicho, ya se señalaban con toda contundencia como quebrantamientos a nuestro sistema político la sentencia del Tribunal Constitucional en el caso Rumasa y la aprobación de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, donde se reguló de forma definitiva el Consejo, derogándose la Ley Orgánica de 1980, y que implicó un cambio en la forma de elección de los vocales, impulsada por el PSOE de la mayoría absoluta. Puesto que al principio de su artículo de alguna manera renuncia usted a proponer soluciones, su texto viene a ser una cierta confesión de impotencia. No es algo que yo le reproche, porque creo que la misma impotencia la sentimos muchos españoles.
Yo me atrevo a vaticinar que prácticamente ninguno de los buenos deseos de reforma que expone el autor llegará a concretarse. Al menos no de forma pacífica. No veo yo a esta clase política renunciando a sus prebendas, no veo en el horizonte nada parecido al tan mentado harakiri del franquismo. En cuanto a las agencias de control, ¡Dios nos libre de tener que sufragar más organismos públicos para uso y disfrute de partidos políticos!
Al
llegar a cuestiones de fondo, se percibe una posición relativista (“no imponer
una versión de la verdad sobre otras”) y una vaga apelación a la vigencia de la
llamada sociedad abierta. Y es aquí dónde puede que se encuentre la clave de lo
que sucede, no en España, sino en todo el llamado occidente: asistimos al
declive casi absoluto de un sistema al que no parce posible reanimar. El mundo
surgido de las revoluciones francesas y americana llega a su fin. Como
reconocen los propios liberales más conspicuos, no hay libertad sin tradición (Hayek lo explica en Los fundamentos
de la libertad). Pero puesto que el liberalismo supone hacer del hombre la
medida de todas las cosas y consagrar la libertad de espontaneidad o libertad
negativa, esa misma circunstancia ha ido erosionando las bases de un sistema
que pese a todos sus terribles efectos (pensemos en el siglo XX) era capaz de
sostenerse. Mientras el liberalismo creció sobre la tierra todavía fértil de la
antigua cristiandad, pudo dar frutos. Con la definitiva descristianización que
nada ha sustituido el edificio se derrumba. ¿Cómo funcionar sin creencias
comunes? ¿Cómo puede sobrevivir una sociedad que no se pone de acuerdo ni
siquiera sobre cuestiones básicas de sexualidad, biología, naturaleza humana? No
nos queda ya ni siquiera vigor biológico para reproducirnos. No se construye
sobre la nada, ni sobre el capricho de cada cual, ni sobre la llamada cultura
de la muerte. Es lógico que ante esta situación no sea fácil proponer
soluciones. Y es muy dudoso que encontremos las soluciones en las causas de lo
que hoy sucede.