Era la
carretera una delgada línea de asfalto que se derretía bajo el sol del estío.
Avanzábamos con las ventanillas bajadas por un paisaje cuajado de luz y
silencio. Un silencio atronador, no se oía más que el calor, sobre el fondo que
parecía eterno, del zumbido de los insectos, uniforme y constante. Monótono y
hermoso concierto de grillos y chicharras. Delante, espejismos. Del asfalto se
levantaba una bruma, como si se derritiera el horizonte. Pero no llegábamos a
ella nunca. Tierras de cebada cuajadas de cereal a la izquierda, arboledas y
una aldea a la derecha. La minúscula carretera cruzaba un puente para sortear
un arroyo veraniego, y aparecían los pinares detrás de una primera línea de
álamos.