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domingo, 16 de julio de 2023

Comentarios a un cuadro implícito (no sé si captan el sentido homenaje y guiño).

Lo que más me llama la atención es como en ese inmenso y severo edificio, dónde hasta el león parece diminuto y casi insignificante, el pintor consigue que el rincón dónde trabaja el santo transmita sensación de paz y recogimiento, con ayuda de la madera de la tarima y del techo que presta su calidez al ambiente de ese rincón, en contraste con la piedra fría del resto y de la chimenea gigantesca y apagada.

¿Qué decir de Carpaccio? La respetuosa y sutil comicidad de la escena no es lo menos destacable desde luego, con ese Santo un tanto orondo y tal vez algo guasón, el ojillo encendido y como una sonrisa contenida, apenas esbozada tras la espesa y extraordinaria barba blanca.

Supongo que mi aproximación es muy superficial, pero esto es lo que me sugiere a bote pronto.

domingo, 21 de septiembre de 2014

EN LA EXPOSICIÓN DE PINTURAS VICTORIANAS

Acudió ayer la tropa a ver una exposición. Todo finura. Los cuadros de la colección de un señor poderoso que los presta para que se cuelguen y puedan verse en distintas salas del mundo. Eso le honra y además parece que sus gustos son eclécticos y su colección variada. Eso será sin duda bueno para su salud. Verá luego el lector porqué.

En esta ocasión eran cuadros victorianos.

Hacía tiempo que no se adentraban en un museo moderno. Lo primero que llamó la atención de la partida fue el propio edificio. Las pinturas que se pueden ver en Nava (o Puebla) de Goliardos, están en casas particulares y en una sala de la colegiata, a la que se accede sin pagar entrada. La visitan pocos y silenciosos visitantes que contemplan las tablas y algún lienzo con calma, sin llevarse a la oreja ningún extraño aparato didáctico. A las pinturas de la colegiata se llega pasando por el claustro que es silencioso. A través de los arcos la vista se recrea sobre un pequeño jardín que vive ahí alegre y escondido. No se cobra la entrada como decíamos, pero se puede dar la voluntad, al entrar o salir, para contribuir al mantenimiento del edificio y de las pinturas, así en plural. Además, Doroteo suele financiar generosamente el mantenimiento del conjunto. La colegiata no queda lejos de su casa. De su kelly, como dice Tato.

-  Hemos tenido suerte, no hay cola, ni masas. Será por las fechas y el calor - dijo Doroteo.
-  O por la exposición. ¡Que ganas de traernos a ver esto, con lo que tenemos en Nava! - contestó Tato.

Terció Alcides:

-  Vamos a ver Tato, hay que darse de vez en cuando un garbeo de incógnito, para darse un poco cuenta del mundo en que vivimos.
-  Habrá poca gente pero hay que ver las pintas.
-  No empecemos y vamos primero a tomar un café.

Avanzaron un poco los tres, con el paso tranquilo y constante de quien está acostumbrado a la tertulia andariega.

-  Por lo menos al entrar en el recinto ya no hay que ir esquivando esputniks de esos…
-  La gente corre porque no se le ocurre otra cosa que hacer, tenga un poco de compasión…
-  ¡Compasión! ¡Pero si casi me arrolla el que iba dando trompicones con los cascos puestos! A las cinco de la tarde con cuarenta grados no son horas para hacer el indio Alcides.
-  Fíjate un poco Tato. Los museos de pintura son ya parte casi completa de la industria del entretenimiento, sólo se diferencian de un parque de atracciones por lo que exponen - contestó Alcides.
-  Mientras sigan exponiendo... Llegará un momento en que se sustituyan los lienzos por proyecciones digitales – Doroteo era muy amigo de estas predicciones siniestras- y para ver una pintura habrá que hacerlo a escondidas, bajando a una catacumba.
-  Todavía vendrá alguno por aquí a exhibirse posando delante de un cuadro en actitud reflexiva, pensando que es un bohemio. Por favor, vamos a tomar una caña.
-  Tranquilos –dijo Alcides reconduciendo los ánimos – hay que fijarse, hay que observar. Ya veréis como además de la cafetería, restaurante con terraza, seguro que hay un sinfín de actividades que poco tienen que ver con el lienzo. Si cogemos un programa habrá eventos para jóvenes, para viejos, se podrá cenar en la azotea, apuntar a los niños a un taller. Y por supuesto la tienda…

Se acercaron a un moderno edificio de avanzado diseño, bastante bonito. La puerta de acceso, de cristal, estaba recubierta de parches, y en cada uno de ellos el nombre de un pintor: Tiépolo, Mantegna, Goya y demás. La terraza estaba casi al completa ocupa por nómadas.

-  ¡Por favor! No son nómadas, son nuestros turistas, mejor dicho, los que nos vienen de fuera. España, como en los tiempos del desarrollismo vive de esto. De que esta gente fláccida, sudorosa y muy mal vestida, verdaderos escaparates del nylon, arrastre sus pies descalzos y se deje los cuartos en España.
-  Alcides siempre tan didáctico… - se percibía la solemne ironía de Doroteo cuyo traje de tres piezas blanco con pajarita azul marino causaba verdadero estupor entre los nómadas de alrededor del museo-. Pero si no te importa nos sentamos al fondo o en la barra, lejos de la parejita de tortolitos barbudos que me dan un repelús que no me aguanto.

Ante un gesto de sus amigos, Tato guardo la faria en la purera.

- No os pongáis así que también tengo habano…
- Si no es por eso hombre, que no se puede. Vamos a tomar el café en paz.

Al rato entraban en el museo. Acostumbrados a la fresca y aireada casona de Doroteo – ¡Palacio, palacio! hubiera dicho Café de la Gare Jéremie Jacmel, el mayordomo antillano de la condesa de la Croqueta, que había servido en Francia en los más refinados ambientes- les extrañó el espesor de la atmósfera, lo recargado del ambiente.

-   Esto será muy fino, para le hace falta un ventilar de unas horas… comentó Tato haciendo una mueca.
-   Es que hay poca gente pero la que hay se basta por si sola para caldear… Tanto plástico con este calor es lo que tiene.

Al terminar la frase Doroteo sacó de un bolsillo un pañuelo de algodón blanco perfumado con un agua de colonia ligera y se lo llevó discretamente a las narices. La señorita de las entradas se les quedó mirando con cara de suficiencia y es que no le faltaba un detalle de desaliño contemporáneo: cierta esbeltez, la belleza justa que presta la juventud mientras dura, melena recogida en caballuno moño sujeto con lo que parecía un palo atravesado, miserable camiseta de cara marca y por supuesto el correaje al aire, tira roja sobre hombro de color indefinido.

-  Dejadme que yo compre las entradas – dijo Tato – pero ¿cómo me dirijo a ella? ¿La llamo señorita o directamente tronca? Doroteo empezó a soltar la risita
-  Si le dices “tres entradas tronca por favor” yo esta noche invito a la cena…

Ante la probable trifulca, Alcides aconsejo que simplemente no se dirigiera, que pidiera las entradas de forma neutra, urbana, ciudadana, atómica. Cuando ya las tenía en la mano Tato no pudo impedir el comentario: ¿La exposición sobre Manolete en que sala está? Desde las brumas de su suficiencia desaliñada la tronca no dada crédito y se le empezaban a salir los ojuelos cerdos de las órbitas cuando Alcides y Doroteo arrastraron rápidamente a Tato hacia la exposición Alma-Tadema y la pintura victoriana en la Colección Pérez Simón.

Tato estaba ya un poco lanzado y preguntó si la tal Alma sería, por lo menos, una tía buena. Se quedó de piedra al verle las barbas al académico pintor victoriano Lawrence Alma-Tadema.

Ante el primer cuadro se hizo un repentino y profundo silencio. Los tres se sorprendieron unos a otros mirando de reojo rápidamente hacia el siguiente, como queriendo deshacer la primera impresión de espanto recibida. Pero se equivocaban, probablemente lo menos feroz eran las primeras pinturas. Más tarde recordarían esta exposición como una visita al museo de los horrores. Se sucedían los comentarios:

-  Yo no entiendo cómo se puede pintar tan mal, con tanta sequedad y tanto artificio.
-  Que este tío de la barba y el resto puedan llegar a ser tan cursis le deja a uno perplejo.
- ¿Pero esta gente no era la que hacía el famoso viaje por Italia? ¿El gran tour? ¿Es que no vieron nada?

Desfilaron ante aquello con los pelos de punta. Un sinfín de escenas históricas, de la antigüedad clásica, medievales, todas ellas imposibles, impostadas, de un artificio asombroso, tan ajenas a quien las pintó que eso era lo primero que se reflejaba en cada una de ellas. Un inmenso vacío, una colección de cromos llenos de pretensiones, un inmenso vacío. Era difícil de creer. Había en la colegiata de Nava de Goliardos un pequeño Berruguete, el retrato de un Rey Mago, y un San Francisco de la escuela de Zurbarán. Dos obras menores, pero los tres las recordaron con emoción para reconfortarse algo.

-   Pues qué queréis que os diga, un horror, pero fascinante. Intentad imaginar la mentalidad de quien pintó y admiró esto. No me extraña que fueran aficionados a azotarse las nalgas con flexibles vergajos. Todo parece un espantoso decorado, una inmensa fachada en la que todo es impostado, no es auténtica ni la primera pincelada. Es para echarse a temblar.

Doroteo que era aficionado a la música, que asistía a algún concierto en la Sala Concertino de Nava, que el mismo patrocinaba generosamente, quiso templar un poco.

-   Hombre, pero Edward Elgar el músico, que es de la época más o menos, yo creo que su música de cámara, las variaciones Enigma, hasta sus marchas…

Alcides insistía.

-   Claro, claro, eso es otra cosa, pero tenga en cuenta que Elgar era algo así como un outcast, utilizando palabra inglesa, es decir, un hombre venido de fuera, outsider, muy tardíamente aceptado por la sociedad de su tiempo, la de su mujer por ejemplo. Él era de origen modesto y formado musicalmente fuera de las academias, era un autodidacta, cosa terrible entonces, y lo que es aún peor, formado bajo la influencia de la música del continente. Así que Elgar no atenúa en absoluto el horror que acabamos de ver, al contrario.

Cambió el tercio Tato ya definitivamente, - ¡Hay que ver con el políglota de las narices!

Al salir a respirar aire fresco tuvieron que pasar por la tienda. Tato se quedó mirando unos platos, realizados a partir de famosos retratos de famosas obras. Las caras habían abandonado la quietud del lienzo y habían sido reproducidas sobre la loza, o lo que fuera el material. Dijo Tato que él se quería comprar uno, el del caballero rubio, probablemente un retrato de Ingres.

-   ¡Cuando me fría dos huevos, le pongo uno sobre cada ojo!

viernes, 9 de marzo de 2012

PINTURA


 
Este cuadro se subastará en unos días, el autor es Alberto Arrue y Valle. Insiste Alcides Bergamota, conocido polígrafo y colaborador de Cepo Gordo, en discutir la atribución, pues su fino olfato le hace inclinarse por un autor de la escuela sevillana, casi sin lugar a dudas. Quien sabe. En todo caso sienten los cepogordistas dejarlo escapar. Otra vez será. La imagen no es nuestra, por lo que si molestara que aquí figure, la retiraremos en un pis pas.





lunes, 21 de noviembre de 2011

PINTUREJA


Sábado, pintura de Chardin en el Prado por fin. Naturalezas muertas, bodegones bien pintados, pero sin la fuerza ni la vida de la pintura española, algo evanescentes. Me gustan más los retratos que son delicados, con la iluminación que centra el cuadro sobre la cara y el busto de los personajes, con la raqueta, con la peonza, tomando el té o haciendo pompas de jabón. Todo tiene un aire ligero, hermoso, de buena pintura, pero como intrascendente, tal vez seriado.

martes, 18 de octubre de 2011

ALFONSITO CABRAL CON UN PURO

Alfonsito Cabral con un puro

Le hemos pedido prestada la reproducción que encabeza este artículo al Ministerio de Cultura, aunque él no lo sabe. Si se entera, creemos que no le importará, pues, tratándose de una obra ya divulgada, la incluimos solamente para comentarla, sin afán lucrativo (por más que lo intentamos somos incapaces de lucrarnos) y como pretexto para nuestro afán digresivo.

La reseña de inventario del cuadro la encontrará el lector al final de estas líneas.

En estos tiempos de zozobra hay que esforzarse por ver lo que de positivo tenga la realidad. Para que la ofuscación producida por el veneno que destila nuestra triste vida pública no acabe por sumirnos en un estado de completa ceguera, ni amargando nuestro carácter de hombre moderno, ya de por si temeroso y sobrecargado de neurosis de todo pelo. También es importante, de vez en cuando, y no sólo en tiempos de crisis, ya sea ésta nacional o personal, irse a otro lado. Iba a decir escapar, que a veces también, pero no es necesario sentirse agobiado para, de vez en cuando, pasar al lado, abrir la puerta, cerrarla sobre si, desaparecer un rato, y luego regresar. Por supuesto, está el recurso de la nube de humo azul. Es el primer conector con los mundos paralelos, reforzado por ejemplo por la lectura. Pero hay más, y afortunadamente dirán algunos.

Madrid ofrece una manera sencilla de pasar “al lado” que consiste en visitar el Museo del Romanticismo, antes Museo Romántico[1]. Esta visita cumple la doble función mentada: la de inocular en el visitante la dosis de influjo positivo antidepresor, sin contra indicaciones, y la de llevarle de visita un rato, lejos de lo propio, lejos del ajetreo.

El visitante se encuentra ante una colección de una riqueza, variedad y belleza sorprendentes, presentada de una manera cuidada, bien organizada, dónde no fuimos capaces de percibir un detalle fuera de lugar. Conocíamos el mueso en su etapa anterior y creemos que la reforma ha merecido la pena. Se ha conseguido preservar la sensación de pasear por una casa, de salón en salón, asomándose más adelante a las intimidades de los cuartos, a la sala de juego de los niños, al tocador femenino, al despacho rotundo y macizo. Se encuentra uno acogido en una casa que merece la pena, dónde se habla bajo, no se corre, no existen la electrónica, ni los teléfonos, los cuadros son de verdad y no hay montajes audiovisuales, ni bandas sonoras y además, ¡además!, hay un salón de fumar. Tapizado en colores ocres, de estilo orientalista, saturado de alusiones románticas a los moros de España que vieron por todas partes los viajeros de entonces, no se sabe muy bien cómo. En el salón de fumar, recogido, de techos muy altos como toda la casa, propicio a la soledad o a la tertulia mecida por el tirar del cigarro, se encuentra una vitrina con distintos objetos alusivos a la condición del lugar: pitilleras, pureras de distintos materiales (carey, nácar, piel estampada e incluso cuero forrado de “petit point”[2]) ceniceros, asientos apropiados, etc.

El visitante curiosón podrá además detenerse ante un extraño objeto parecido a las antiguas hueveras sobre las que se disponían, en forma circular, los huevos cocidos, y que todavía pueden verse en algún “bistrot” parisino, si no ha cerrado el último mientras esto se escribe. Se trata por tanto de una suerte de huevera, en la que los huevos se sustituyen por cigarros. Estos se mantienen de pie, sujetos por dos aros circulares, uno para la cabeza y otro para el pie de cada uno, a su vez fijados alrededor del vértice que forma la estructura y el pie de la cosa.
No hay rastro de objeto alguno relacionado con el mantenimiento de la humedad del habano. El que esto escribe recuerda haber leído algo sobre la sequedad de la mayoría del tabaco fumando en el s. XIX, fuera del área de producción o lejos del mar y de su humedad natural. Tabaco seco, suponemos que a la manera de la Farias que todavía puede fumarse en la España interior. La hemos probado y disfrutado en las dos Castillas, la Vieja y la Nueva, seca y todo. Esta Farias seca es la que para fumarse necesita a veces de la ayuda de una tira de papel de fumar, con la que se la recubre en parte, de manera que el humo no se filtre por la fisura producida por la sequedad, que ha podido quebrar, en algún punto, la capa del cigarro. Es lo que Cela llama en su Viaje a la Alcarria, “puros con gabardina”. Habría que discutir que es lo que le sucede al cigarro seco, si se quiebra la capa, si se deshace, si se descascarilla y así.

Un poco más adelante, al llegar a la sala de billar (sala que no puede faltar en una casa que se precie, yo tengo una particularmente amplia y bien surtida dónde el jugador se encuentra a sus anchas para manejar el marfileño taco), se produce la sorpresa, el encuentro con Alfonsito. Antes de seguir una digresión más: Me perdonaran el crítico de arte, el historiador, el artista, el hombre de mundo, por la forma en que paseo por salones tan nobles, y por lo forma burda en que me acerco a la pintura a través del tabaco. ¡Pero me embarga tal alegría al poder deambular por este lugar, lejos de la acidez contemporánea, del berrinche político, es todo tan español y tan hermoso! ¡Es tal el placer de poder asociar por un rato España con belleza! Todo se hace un mero disfrutar, se pasea uno por aquí con una sonrisa en los labios y el mirar iluminado, y querría uno sentarse a charlar largas horas, completando la serenidad del lugar con las sutilezas del humo azul y de la amistad, para que ambas insuflaran un poco de vida y verdad al palacio hierático en su función de museo. Y en este estado de ánimo, cigarro en boca, cabeza humeante, damos (que no topamos) con Alfonsito.

El cuadro es un retrato clásico, de cuerpo entero, figura en perspectiva, en primer plano, con un paisaje que pensamos del sur de España, por la pita (tal vez agave o aloe) y el perfil de la torre, agiraldada y … por el pintor que es un costumbrista sevillano. Una pierna ligeramente adelantada acompaña el gesto serio del personaje, al dar a la figura un aire de prestancia física, de juventud vigorosa. El retratado no es ya un niño pero, paradójicamente, la mano que sujeta el puro, todavía regordeta, nos recuerda que no tiene la infancia lejos aún. No es mano de viejo rechoncho, es más bien manita, manecilla, rosada y delicada, de niño señorito que no ha trabajado con ellas. No son maninas de guarro como decía uno, mirando las propias, gruesas, estriados tabones de tierra parduzca. Tenemos además la pista del rostro sonrosado, de piel infantil e imberbe, todavía mofletudo.

Alfonsito Cabral va elegantemente vestido. Tal vez para la ocasión. Lleva traje corto que parece nuevo. Se lo ha hecho a medida un sastre. Más para pasear por la feria y posar ante el pintor, que para gastarlo en faenas camperas, de trashumancia vaquera, de noches a la intemperie, encierro y desahije de reses bravas, de apartar la corrida, garrocha en mano. El chaleco y la chaquetilla están impolutos, como el sombrero calañés, de medio lado como mandan los cánones y la faja de material noble y color encendido, que no tienen una mota de polvo, ni un rasguño. También impecables la calzona y los caireles, las polainas y los botines, ni gastados por el roce del estribo, ni teñidos por el sudor de los costados de la jaca campera. Sobre el brazo izquierdo el marsellés, que sujeta con despreocupación. Forma parte de la indumentaria para el retrato, pues el día es soleado y la gruesa prenda no es necesaria. Y en la mano derecha el cigarro puro, encendido, pues en el cuadro puede apreciarse un hilo tenue de buen tabaco. Alfonsito no fuma tagarninas, no.
Al no tener el cuadro delante cuando esto escribo, sino una simple imagen para identificarlo y que el lector paciente se haga una idea, de la pintura no puedo decir mucho. Recuerdo la sensación de obra bien pintada, clásica, buena, semejante a otras pinturas que cuelgan de las paredes del museo, costumbrismo romántico de nuestro siglo XIX. Buscando más el realismo con su detalle que la originalidad o la sorpresa, pero, por su oficio y excelente factura, capaz de ponernos en presencia del retratado, con el que casi podemos hablar.

Alfonsito tiene genio, a que negarlo, en plena afirmación de la personalidad nos mira directamente a los ojos, sin timidez ni rubor alguno. Vaya con el niño. Dicen sus papás, un poco cansados, que es un trabucaire y que no para quieto. ¡Y que soponcios decimonónicos les da! ¿Qué años tendría Alfonsito cuando le retrataron? Resulta difícil adivinarlo hoy en que los cuarentones son todavía niños imberbes y llorones, faltos de carácter. ¡Y Alfonsito, tal vez con dieciséis años, fumándose un puro! Que alegría da verlo. ¡¡Que escándalo para nuestra sociedad tutelada y prohibicionista!! ¿Qué dirán nuestras ministras, tan nulas, tan zerapias? Esperemos que no se acerquen al museo del romanticismo. Lo pasarían mal en esa casa de estructuras tan sólidas, de estilo tan definido, dónde todo no vale. Dónde una estampa del General Cabrera convive con un retrato de Espartero o de la reina borbona, ajenos a memorias normativas. Dónde nada se entiende si no se ha estudiado (¡al menos un poco, Alfonsito!), dónde está tan presente España. Y tal vez, angustiadas y vengativas, paletas, al pararse delante del cuadro de Manuel Cabral, de familia de pintores, de padre pintor y académico, tal vez mandaran borrar de inmediato ese cigarro impuro, ese humo intoxicante, en nombre de su vacío correcto de burguesa bien-progre-pensante.

Por cierto, no había quedado mal del todo el final, pero seguimos un poco. Creemos que este retrato sería una excelente portada para esa historia española del tabaco en la que estamos trabajando, y de la que en sucesivos números de Cepo Gordo hemos ido dando retales al lector avispado.
NBF


Inventario
Objeto/Documento
Autor

Título
Datación
Materia/Soporte
Técnica
CE0904
Cuadro
Cabral y Aguado Bejarano, Manuel (Lugar de Nacimiento: Sevilla, 1827 - Lugar de Defunción: Sevilla, 1890-1891)
Alfonsito Cabral con puro
1865
Soporte: Lienzo
Pintura al óleo



[1] Muy acertado el cambio de denominación. Me comentaba una de las celadoras que, con los tiempos que corren, eso de “museo romántico” había dado lugar a muchos equívocos y escenas chuscas e incluso subidas de tono al pretender los visitantes más jóvenes hacer uso de su libertad de frotamiento y derecho de cópula en los nobles salones del palacio, todo conforme al programa escolar, eso sí.
[2] El detalle de la purera forrada de “petit point” es extraordinario y enternecedor. Imaginamos tiernas escenas de la vida conyugal, tal vez una sorpresa amorosamente preparada, quizá una labor de las horas íntimas en las largas tardes de invierno, el fumando, ella cosiendo, como dice la canción.