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jueves, 23 de mayo de 2019

Lecturas.


No sea nuestro paso la huella en una playa.

Agustín de Foxá


Acabamos Tarabas, de Roth, de Roth el bueno, es decir, Joseph, frente a Roth el malo, es decir, Philip.
Alternamos las Falsas memorias de Salvador Orlán con los recuerdos sobre Somerset Maugham de Garson Kanin y el libro de Renacimiento que recoge las crónicas de Foxá desde Finlandia. De todos, el mejor es sin duda este último, a años luz, por la belleza de la prosa, por la mirada aguda y sensible a un tiempo, por el lirismo de las evocaciones, por el arte de plasmar sobre el papel un tiempo, una Europa y claro, una España. A través de artículos de prensa, poemas y correspondencia, un mundo entero.
Entre los dos títulos anteriores existe un cierto paralelismo, el de la frialdad. Tanto de Salvador Orlán (en realidad el escritor Lorenzo Villalonga) como de Maugham se desprende una buena dosis de elegante y exquisita frialdad. En el primero existe la voluntad o la necesidad de distanciarse de lo narrado, que permite contar con un tono determinado, sin extremar las confesiones, sin desvelarlo todo. Estamos en un salón dónde siguen en uso maneras refinadas y no es preciso ir más allá. El libro no tiene desperdicio. A modo de ejemplo, transcribamos el encuentro del niño que es entonces Salvador Orlán con la extraordinaria condesa de Pardo Bazán:



«Aquella mañana yo volvía del colegio con Vicente cuando, delante de casa, se detuvo una señora gorda, de aspecto satisfecho.


- ¿De quién es este niño? – preguntó.
- El ordenanza se cuadró respondiendo:
- Hijo legítimo del comandante Orlán.

La señora me besó. Se trataba de doña Emilia en todo el esplendor de su gloria literaria, la embajadora del Naturalismo, entrada ya en los cincuenta. Aunque de lejos me pareciera fea, al contacto de su piel turgente – de tonalidades afrutadas y rosadas de melocotón-, reencontré el hechizo experimentado con los besos de doña Marieta Fons (…). Al oír el nombre de Orlán, ella recordó alguna cosa y dijo al ordenanza:
- Diles a los señores que he recibido hace tiempo su tarjeta y que hoy mismo, si no piensan salir, iré a saludarles.»


Es muy probable que la sociedad evocada en el libro le parezca al lector de hoy tan cercana y familiar como la china mandarina con sus dignatarios de luengas coletas y mágica caligrafía.



Maugham es otra cosa, aunque insistimos en que tienen algo en común, tal vez por coincidir en parte su tiempo. Los recuerdos sobre el escritor nos pasean por un mundo literario internacional, de high life en la costa azul, Nueva York, Londres, etc. El escritor ha ganado mucho dinero y es rico, y la preocupación por el dinero está muy presente en el libro, tanto por la importancia que le da el escritor como por el interés que por él tiene el autor, buen anglosajón para quien el éxito en la tierra no deja de ser la sanción aprobatoria que desde lo alto bendice a los predestinados de este mundo.


Desde luego un mundo muy distinto al de Salvador Orlán y del que se percibe la tremenda dureza pese a lo correcto y convencional de la narración. Mientras Orlán nos explica en la Mallorca de la guerra civil que «había llegado la hora de demostrar que “el ser señores” no consiste ni ha consistido nunca en tener dinero, sino en saber afrontar la vida con serenidad y sin quejarse», Maugham y Kanin hablan de activos, de colocar, de invertir y de realizar operaciones financieras; de lo que cuesta vivir, mantener las casas, etc. En definitiva, de dinero sin tapujo alguno.

Se tiene la impresión de que Garson Kanin es a todas luces una persona correcta, comme il faut, que no quiere sacar los pies del tiesto. Ser sincero, sí, pero sin que eso le cierre ninguna puerta, todo hasta un cierto punto comedido. Garson y Ruth no beben vino y toman vitaminas. Mientras, Maugham bebe Château Margaux y excelentes brandis, fumando los mejores habanos, a la vista de lo cual Garson y Ruth no se explican su longevidad. Comprendan que frente al mundo vitaminado de Garson y Ruth, sujeto por las convenciones como por el más rígido corsé, Willie Maugham, huraño, tan huérfano, tan traumatizado, tan laberíntico, se nos haga enormemente simpático.


Pero es una simpatía por contraste, porque si el personaje es interesante, la simpatía no es desde luego su rasgo principal. Y es en esto dónde, para no ser injusto con el autor, hay que reconocer que Garson Kanin acierta plenamente en su libro. Acierta al fin y al cabo con el tono, la distancia, la forma de abordar las cosas. Le interesa el personaje, como es obvio, le fascina también. Y le fascina también la oportunidad. La oportunidad de tratarle. Y para eso habrá que aguantar, tener paciencia y sosiego si se quiere seguir extrayendo, poco a poco, de la mina que es Maugham todo el rico material que vierte pausada y lucidamente en su libro. Le trata y apunta. Le vuelve a ver y vuelve a tomar notas. Anécdotas, observaciones sobre la obra, un perfil del autor, el aire de la época, el retrato de un mundo, la comparación entre países y épocas. Aquello que impida proseguir, por ejemplo indagar en el lado más íntimo del protagonista -infancia traumática, homosexualidad, amantes- habrá que soslayarlo para evitar la retirada del hermético Maugham. 


No encontrarán aquí ni la hermosa prosa, ni el lirismo, ni la universal cultura de Foxá, pero como fresco de un mundo tiene interés y el autor es un buen observador. Por su puesto no faltan las vueltas alrededor de la literatura y sus técnicas, el eterno mirarse el ombligo de los profesionales del asunto. En definitiva, desasosegante a ratos como su protagonista, pero sin duda un buen libro, con una excelente traducción y una excelente edición, publicado por Hatari Books, buena editorial por lo visto, pese a su absurdo e inexplicable nombre: en inglés y con referencia a la pésima película de Hawks.
Para La Voz de Nava,
Genaro García Mingo.