martes, 26 de enero de 2016

EL TORERO Y LA HIJA DEL TORERO.


No nos resistimos a añadir unas líneas al hilo de la actualidad más miserable y frívola. Una de las formas que adopta el dinosaurio cuyo alimento preferido es la libertad, es esta: El torero Francisco Rivera publica una foto suya toreando con su hija en brazos. Las redes sociales le agreden y le insultan. Hasta aquí, el funcionamiento normal de las redes sociales, el incauto y la horda, pues las llamadas redes sociales se utilizan en gran medida para insultar.

 

Por otra parte la foto no tiene nada extraño, para un torero torear una becerra con la niña en brazos es como para el cateto llevar a la niña en bicicleta, sólo que el torero va correctamente vestido y está en buena forma física y el cateto irá con unas mallas negras marcando indecorosas masas de carne descontrolada, tocado con una gorrita de béisbol regalo de su ferretería preferida y sentando cátedra de buenos sentimientos. No queremos añadir nada más aquí sobre lo que pensamos de los dos mundos enfrentados por la fotografía. Daría para infinidad de acotaciones. Y mire, no es que este torero amigo de la farándula nos caiga especialmente bien, pero es que no es esa la cuestión.

 

Dónde empiezan las cosas a torcerse es cuando los representantes del poder público deciden echarse al ruedo para comentar la noticia como los demás. Tiene especial interés lo dicho esta mañana por el actual Ministro de Sanidad, Alfonso Alonso, por ser –en teoría- un representante de lo que se ha venido llamando, para entendernos, la derecha. Pertenece a un partido que se supone es liberal-conservador (al menos según su programa electoral del 2011), aunque de hecho es un partido social-demócrata más, como hemos podido comprobar todos.

 

El Sr. Alonso dice algo así como: “Fue un riesgo innecesario.” Podría haber dicho simplemente: “El Sr. Rivera es un torero profesional y asumo que sabe lo que hace perfectamente, yo no tengo porque meterme en su vida privada ni valorar como educa a sus hijos, cada uno es libre de hacer lo que le parece dentro de los límites que todos conocemos. Es usted una cotilla y parece mentira que me pregunte esto. Me da además la impresión de que si la misma foto se la hubieran hecho montando en bicicleta usted no me preguntaría nada. Me parece que es usted una hipócrita, una farisea”. En cambio, con lo que ha dicho, participa junto con las redes sociales en al acoso al torero (no es casualidad que la víctima del asunto sea un torero, por mucho que sea también un personaje del revisterío más infame).

 

Con la segunda frase, hubiera dado un poco de doctrina, que falta hace, argumentos para el debate en lugar de sumarse a la masa progre y vociferante, y una alegría a sus posibles votantes. Los votantes de un partido normal pueden ser muchos millones (lo demuestran las elecciones del 2011 y la mayoría absoluta del PP), los votantes de un partido como el actual PP son muchos menos. No porque España sea de izquierdas, sino porque una gigantesca bolsa de voto busca candidato. Lo encontró mal que bien, a la contra o tapándose la nariz, en la UCD de la Transición, en el PSOE de Felipe o en el PP refundado por Aznar.

 

Nos fijamos en este ejemplo del PP no por manía persecutoria sino porque, hasta hace poco, podía representar una opción de cierta solvencia en varios órdenes (formación, ideas, principios), cuando la izquierda llevaba ya años más allá del monte. Pero a fuerza de sembrar sal…hemos llegado a esto. Al final el ministro y el podemita no son lo mismo, pero ya no andan lejos el uno del otro. Y de trasfondo, un nuevo escándalo de corrupción.

 

Mientras la tropa arremete contra los demás al son que tocan las ideologías totalitarias y los populismos de todo orden (animalistas, marxistas, liberticidas, niveladores, capadores, igualitaristas, de género, etc.) que reaparecen como espectros venidos de la noche de los tiempos guadaña en mano, los mismos fantasmas con distinto sudario, España es saqueada por una tropa de ladrones de todos los partidos a cuyo lado los cuarenta ladrones de Alí Babá serían unas monjitas de la caridad.

Alcides Bergamota el Grande .

¿ESPAÑA ES DE IZQUIERDAS?


Cada vez que en política nos encontramos con una situación difícil como la actual, sale a relucir la idea de que “está claro que España es de izquierdas”. No sabemos si la afirmación es el resultado de un sesudo análisis. Parece que no. Es más bien una afirmación simplona, casi una muletilla de tertulia. Permite a quien la usa quedarse tranquilo y resignarse, al interiorizar la impresión de que no hay nada que hacer, y de que lo que sucede es el resultado de un determinismo cuasi genético contra el que no se puede luchar. De esta manera, la inacción –incluso la intelectual- queda justificada. Podemos seguir viendo el fúbol y quedando con los amigos en los mil saraos que nos arrebatan cada semana dónde nos convenceremos unos a otros que no hay nada que hacer.
 Por otra parte, la frase viene a ser algo así como la renuncia a esforzarse por entender lo que está pasando. Al pronunciarla, se suspende el juicio, se termina la conversación, se pone fin a cualquier esfuerzo por entender lo que sucede. No se intenta ni siquiera un análisis de los resultados electorales, de los años pasados, del funcionamiento de las sociedades democráticas, etc. Quien afirma que España es de izquierdas, parece que no llega ni a hacerse una pregunta tan sencilla como esta: ¿Cuándo gana el PP por mayoría absoluta aplastante con un programa que, por simplificar, podemos calificar de derecha clásica, entonces que es España? ¿Ya no es de izquierdas? Parece sencillamente que España no es de izquierdas ni de derechas, sino que el electorado –una parte muy mayoritaria del electorado- es bastante maduro, reflexiona, y reacciona frente a lo que ve, llámese corrupción, inacción, o traición a un programa electoral por el partido gobernante. La mayoría vota por reacción, vota contra. Esto es algo bastante sencillo de ver y común a todas las democracias.  
 
Por el contrario, a lo que parece que estamos asistiendo realmente es a la crisis de un sistema. Una crisis clásica, de las que se describen en los libros de historia. La democracia no es nada sin la libertad y el estado de derecho. Cuando los partidos políticos se apropian del estado de derecho en beneficio propio, rompiendo de común acuerdo, por turnos, las reglas del juego, la libertad retrocede a toda velocidad y el sistema que la sustenta en lugar de perfeccionarse y mejorar, se va deteriorando y perdiendo credibilidad. El tema de la partitocracia lo estudiamos en primero de carrera de derecho, hace muchos años, años en los que ya varias voces advertían de lo que estaba pasando: La supresión de la división de poderes por la reforma de la ley orgánica del poder judicial promovida por el PSOE de González y Guerra y que el PP nunca se atrevió –o nunca quiso, más bien- a corregir; el doctorado honoris causa otorgado por la Universidad Complutense a Mario Conde, vulnerando los estatutos de la universidad y con presencia del entonces Rey, etc. Y como consecuencia lógica de lo anterior, la aparición de la corrupción a una escala desconocida entonces. Además el inmenso problema de las autonomías, otra forma de apropiación de lo público por los partidos políticos y de profundo retroceso de la libertad en todos los ámbitos, con el caso paradigmático, pero no excepcional, de las autonomías catalana y vasca, con un fenómeno terrorista nunca claramente combatido, ni siquiera desde el punto de vista intelectual y moral y demasiado a menudo considerado con benevolencia, sibilinos matices o indiferencia. Y luego…el 11-M. Se trata de una de esas situaciones tantas veces descritas por los libros de historia, tan déja vue, pero que al leer sobre el pasado, uno piensa que nunca le tocará vivir… y de repente está aquí. Como el dinosaurio de Monterroso.
Alcides Bergamota el Grande.

lunes, 18 de enero de 2016

LA TABERNA MALÉFICA

Una cosa es comer mal, otra es comer incluso peor que mal, en el filo de la repugnancia, al borde de la náusea, y que al final le pregunten a uno, de manera rutinaria: ¿Todo bien? Y quien lo pregunta es una criatura siniestra que parece salida de algún infernal chiscón, de negro vestida, de descomunal panza, de torvo mirar y grasiento aspecto. Dan ganas de contestar: ¡Todo irá bien si consigo llegar a comisaría a poner la denuncia antes de morir por el camino, retorcido por los espasmos del dolor! ¿Cómo es posible conseguir que un espárrago triguero a la plancha sea algo repugnante, una monstruosidad culinaria? Hay que ser realmente un artista, un artista del mal, un virtuoso del envenenamiento, un especialista en adulteración, mixtificación, podredumbre y descomposición, y un genio de la negrura, de la uña repleta, de la mugre, de la suciedad, de los resquicios y del lodo. No faltará, en todo caso y para conseguir esa receta atroz, una materia prima de muy mala calidad a la que además se someterá a un tratamiento de larga congelación, jugando a romper la cadena del frío para pasar el rato y ver la cara que se le pone al incauto que ingiere lo que en tiempos fue un vegetal. Además el triguero habrá que ensuciarlo. Tal vez no tirándolo al suelo, no, pero manipulándolo con manos que resistan mal la prueba del algodón, que además sean gruesas y torpes y negras y pringuen. Pero no es lo anterior suficiente para lograr el monstruoso resultado. Además, el aceite tiene que ser mucho, de ínfima calidad, antiguo y veterano en la batalla de las mil frituras. Un aceite renqueante, curando en mil humos de maléfica negrura, más viejo que diablo. Un aceite descompuesto, deshecho, que por haber acumulado una experiencia incalculable, de manera sutil y delicada, permita al comensal, al incauto pelagatos que no tiene más remedio que poner a prueba su organismo sometiéndose al régimen hediondo de esta casa de los horrores, permita al comensal, por el mismo precio, probar un poco de todo. Si un poco de todo, pues con el espárrago se sirven adheridos por el torturado aceite el perfume de la sardina muerta, del chorizo carbonizado, del cazón en adobo de ponzoña, del queso a la infamia. Hemos visto al entrar como el satánico hortera preparaba con la manaza un aperitivo de viejas y plasticosas patatas fritas, pasándolas de un cuenco grande a otros más pequeño con la manaza, si con la manaza. Despedían unos destellos como azulados al caer en el cuenquecillo pequeño, con forma de ataúd. Se servían las cadavéricas patatas, la tumefacta fritura, no desde la bolsa recién abierta, no. Sí desde el abierto cuenco, abierto sobre la barra, abierto al mundo, a la tos, al esputo, al gargajo, rematado por el sobeteo de la mano sucia, mojada en las babas de una bayeta negra que lo ha conocido todo. Y seguimos vivos. La humanidad es así de extraordinaria.