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viernes, 19 de abril de 2013

EL NIDO

Entre las costumbres comunes a los españoles que podemos llamar de la Transición (desde 1975 a hoy) está la de permanecer los polluelos en el nido durante años y años. Ellos se quedan, los padres felices los toleran y todos viven en un extraño magma que a nadie sorprende. Por el contrario se critica por ejemplo a los norteamericanos, por no tener espíritu familiar, ya que allí se va todo el mundo de casa al cumplir la mayoría de edad. ¿Y a qué viene esto? Nos ha llamado la atención el contraste con la vida de los Polo. Nos referimos a los venecianos del siglo XIII, no a la familia de doña Carmen a la que no conocemos. El primer viaje a oriente de los hermanos Mateo y Nicolás (en italiano creemos que es Niccolo) duró quince años. A la vuelta Nicolás se encontró con que era viudo y tenía un hijo de quince años, Marco. Es un caso contrario al comportamiento de la Transición. Es el padre el que está ausente. El hijo se cría sin él. Cuando vuelven a salir de viaje, esta vez los tres, Nicolás, Mateo y Marco, corre el año 1271. Estarán ausentes durante veinticuatro años, hasta 1295. En este caso abandonan el nido todos los varones, pero sin renunciar nunca al regreso, sin dejar de pensar en que un día volverán a Venecia. De esos años, los cuatro primeros se emplean en viajar hasta la capital de Kublai Kan, la ciudad china de Khanbaliq. Los tres últimos corresponden al viaje de vuelta desde Zaitón, en la costa china. Se deciden a ello al conocer la noticia de que ha muerto Kublai que era un hombre ya muy mayor. El libro de Marco Polo es el primer relato detallado de la cultura china escrito por un europeo. Es el fruto de diecisiete años de viajes al servicio de Kublai, con quien al parecer mantenía una relación muy estrecha, de gran afecto, al parecer de carácter casi paterno filial, algo asombroso entre el anciano y refinado mongol, gobernador del mayor imperio conocido y el joven comerciante veneciano. Toda una aventura, un poco distinta a ese nido abarrotado al que nos referíamos al principio. Cuando volvió a Venecia Marco Polo tenía treinta y nueve años. Resulta asombroso que los tres sobrevivieran a tan largos y tan extraordinarios viajes para poder contarlos. Para hacernos una idea, cuentan las crónicas que en uno de sus viajes por mar, embarcados en una flotilla puesta a su servicio por el Kan, al término de la travesía habían muerto alrededor de seiscientas personas, entre tripulantes, soldados y sirvientes. La escena del regreso a casa de los tres Polo debió de ser algo extraordinario. Parece ser que tuvieron dificultades para ser reconocidos –cosa no sorprendente- y que la decepción fue bastante general al verles cubiertos de harapos. Pese a ello se organizó una gran cena de bienvenida. En un momento determinado los tres se pusieron de pie armados de una daga cada uno. Ante el asombro general rasgaron la ropa que llevaban y cayeron a su alrededor cientos de precias preciosas que venían escondidas en los forros de la ropa. La pronta salida del nido parece que no impidió a Marco Polo retomar una vida que podríamos llamar convencional. Contrajo matrimonio con la rica y hermosa veneciana Donata Bador con quien tuvo tres hijas: Fantina, Bellala y Moreta. Hermosas las tres como tres soles y sólidas, refinadas y delicadas como el marfil, la seda y la porcelana de la China. Pero para darnos una idea de esa belleza oriental de ese mundo retratado por Marco Polo en su Libro de la Maravillas, pediremos ayuda a Agustín de Foxá, porque la verdad es que el intento de ensalzar las cualidades de las hijas de Marco nos ha quedado soso y pobretón. Foxá es el autor de una maravilla que no conocíamos hasta hace poco. Es algo entre una obra de teatro y un cuento oriental. O un cuento oriental pasado a obra de teatro, expresado en un español asombroso, refinado y hermoso, como salido de la pluma de un poeta de aquel oriente:

“Chang
            Las más bellas muchachas del Imperio
Aquí van Lai, con su sonrisa triste,
y Kiang, cuya mirada es luz de almendro,
y Nian-Fú, cuyo pecho es de manzana,
y también Cui-Ping-Sing, tu inolvidable.

Hoang
            Cui-Ping-Sing, Cui-Ping-Sing, mi dulce amada…
Chang, mi amigo;
¿qué espíritus nocturnos te ayudaron
a copiar sus facciones?
Exacta la fijaste en esa tela.
Los matices finísimos
de una rosa esfumada entre la lluvia
pusiste en su boca.
¿Qué genios de inspiraron?
La luz de su mirada
se enredó en tus pinceles.

Cita de Cui-Ping-Sing, de Agustín de Foxá, cuadro primero del acto segundo.


Con Cui-Ping-Sing, con Marco Polo y con Foxá nos habíamos olvidado de la Transición y de sus nidos. Tanto mejor.