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lunes, 25 de abril de 2022

Veneno en el poligó. Para la sección buen comer, de el Heraldo de Nava.

Se puede comer mal y aún peor, que es lo que me ha pasado hoy. Un solomillo cubierto de extrañas partículas que se desprendían al cortarlo, como finas láminas de teflón. La reducción al Pedro Ximénez no era tal, más que reducir habían regado el plato con un chorro de brandy caliente y barato, en el que flotaba el arroz peor cocido que imaginarse pueda. Para rematar, dos rodajas de piña vieja, es decir bastante pasada. Una de las rodajas con pinta de haber pasado bajo el grifo después de caer al suelo. Menos mal que los estertores provocados por el más infecto café que se haya servido nunca a un cliente desarmado e incauto han hecho olvidar rápidamente todo lo anterior.

martes, 8 de marzo de 2022

Don Álvaro y la cocina y alguna cosa más.

Cunqueiro sobre la cocina: “… conviene decir que ha sido en la cocina donde el hombre –el civilizado, el que viene desde Platón hasta Proust, para quedarse solo con dos P; el que construyó las catedrales, fundó las universidades, hizo las Cruzadas e inventó el soneto- puso más imaginación, mucha más que en el amor o que en la guerra”. Del mismo: “Ahora me doy cuenta de que la cocina es, sobre todo, un placer intelectual”. Y de nuevo: “Encuentro mutilado y corto el libro de ficción cuyos protagonistas no comen ni beben. (…) Un maestro en esto fue Balzac, que sabía dibujar un personaje por sus comidas o por sus vinos”. Y finalmente, otra vez de don Álvaro: “…si me hallase a las tantas de la noche en la redacción de un periódico y su director solicitase de mí un artículo de la máxima actualidad, sin vacilar lo escribiría sobre las peregrinaciones a Compostela.”

Citado por Miguel González Somovilla, en la edición de la antología de artículos periodísticos publicada por la Biblioteca Castro.

martes, 7 de junio de 2016

CITA A CIEGAS

A muchos compatriotas les gusta desayunarse en "el bar de abajo". Ya sea cerca de su casa o cerca del trabajo, lo que importa es que sea un bar y que siempre sea el mismo. La modernidad no ha podido con esa costumbre y "naide" va a poder con ella salvo el populismo que dejara al personal sin los dos euros cincuenta que necesitan para completar la operación.
 
Yo, que nunca he sido muy urbanita, practico el desayuno domiciliario, básicamente porque así aprovecho un rato para escuchar la radio o leer algo. Hoy he hecho una excepción a la regla (que para eso está la regla, para excepcionarla excepcionalmente) y me he tomado un café con leche (muy bueno) y un cruasán (muy malo) mientras ojeaba un periódico (malísimo) y asistía, muy a mi pesar, a la conversación que mantenían a voces el patrón y uno de los habituales. 
Resulta que ahora emiten un programa en televisión dónde se organizan "citas a ciegas".
 
Al parecer, la gracia del programa consiste en visualizar el encuentro y escuchar los comentarios (mayormente despectivos según decía el patrón) que hacen los participantes acerca del congénere con el que le ha tocado reunirse. 
 
A mi esta historia de las citas arregladas me ha recordado una anécdota de la que fui testigo indirecto hace unos años.

¿Se acuerdan ustedes de Bernardo Carpa Loureiro? ¡Hagan memoria!, se lo ruego...  ¿Aún no? no se dejen vencer por la  pereza.....ven como era fácil, claro, ya está...¡si! ese es el Bernardo Carpa al que me refiero, el hijo de doña Prudente Loureiro, el nieto de Don Antonio el fundador de licores Carpa y Bermejo. 

Pues bien, el amigo Carpa Loureiro cuando era más joven tuvo un amago de enamoramiento cuyo fatídico resultado dejó huella eterna en su corazón y en su psique. Todo aconteció gracias o mejor dicho a causa de una de esas  "citas a ciegas". La cosa sucedió de la siguiente manera, pero esperen un momento  que antes de relatar el suceso debo de ponerles en antecedentes acerca del carácter y peculiaridades de Bernardito (así lo llamaba su adorable mamá).
 
Bernardo Carpa se crio como hijo único del matrimonio  Carpa Loureiro, una pareja añosa y acaudalada que instaló su hogar en el número 2 de la Calle de la Reconquista con vistas a la Plaza del Caño. La casa contaba con un bonito huerto cerrado sobre el que colgaba una solana dónde doña Prudente bordaba tapetes para la catedral y Bernardito jugaba con sus soldados de plomo y sus construcciones.
 
Desde temprana edad Bernardito mostró un gran interés por la comida de calidad y muy poco interés por el género humano en general y por el género humano ajeno a su familia en particular. Doña Prudente, que venía de familia de dinero viejo, tenía una cocinera de las que ya no existen y claro Bernardito fue creciendo al ritmo de las sopas, potajes y  guisos, los asados de pelo y pluma, los pescados en salsa y al horno y la interminable lista de los postres de cocina, desde el espeso arroz con leche hasta el petit-choux de crema pastelera o la tarta de moras con crema inglesa.
 
Bernardito había heredado la consistencia de su amado progenitor y aunque trasegaba a dos carrillos su anatomía no denotaba los excesos calóricos. Andando el tiempo Bernardito se había convertido en un buen mozo, misógino, solitario y glotón, pero paciente y tranquilo, amante de la familia y persona de orden estricto, puntualidad y costumbres higiénicas.
 
Llegó el tiempo de marchar a Santiago de Compostela a cursar Derecho y para nuestro amigo Bernardo la experiencia fue traumática. No sin muchos ruegos y mediante los sabios consejos del canónigo don Celestino Grelos, consiguieron los Carpa Loureiro que Bernardo se instalará en Santiago y comenzará su carrera. Los años compostelanos fueron a mejor y al final Bernardo pensaba en ampliar con un doctorado hasta que la muerte de su padre lo llevó de vuelta a la Calle de la Reconquista con vistas a la Plaza del Caño, ahora llamada de la Constitución. 
 
Transcurrieron dos décadas sin que nada alterara la vida de la casa. La cocinera murió de un catarro contraído durante un viaje a Palencia a ver a su familia. Pero enseguida heredó su puesto una  santanderina de genio torcido que venía de una casa de más apariencia que sustancia y que enseguida apreció la abundancia de los Carpa Loureiro, cuya despensa era famosa en la ciudad y su bodega en la provincia entera.
 
En el primer año de la tercera década, Doña Prudente comenzó a sentirse mal. Las visitas anuales a Mondariz no conseguían mantener su salud a la altura de tantos años. Su estampa de ciprés y sus andares firmes se habían trocado en un perfil encogido y un caminar dubitativo apoyada en su bastón de ébano y marfil.
 
Bernardo, al que ya nadie llamaba Bernardito salvo su señora madre, estaba preocupado y por eso no pudo negarse a la petición que una tarde de primavera, quizá la última, le hizo en la intimidad de su querida galería. Doña Prudente quería morir viendo a su hijo casado y para cumplir tal sueño a Bernardo no le quedaba otra que buscar a una mujer adecuada, dirigirle la palabra, al menos una pregunta y obtenida la respuesta afirmativa contraer matrimonio.
 
Hombre de palabra y más tratándose de agradar a su señora madre, Bernardo se dirigió a un antiguo condiscípulo en busca de consejo. El amigo consultado, Manuel Barbosa, llevaba ya quince o veinte años casado con Brígida Montes de Azur, una rubia grande y fogosa de pelo trigueño y ojos obscuros que le había dado cinco hijos, todos rubicundos y bastante brutotes.
 
Tras tantos años ausente del  mercado, el bueno de Manuel andaba casi tan perdido cómo Bernardo en cuestiones de dónde y cómo conocer al personaje adecuado, pero la diosa Fortuna que no descansa ni pierde ocasión en recompensar a los que aún la invocan, hizo que por aquellos días estuviera en la ciudad Beatriz Lauzeta, una prima de Brígida que estaba recuperándose de un desengaño doloroso y que estaba invitada en casa de su familiar por aquello de que el yodo hace maravillas y los paseos al bordes del mar recuperan a un herido de Monte Arruit.
 
Así que la cosa quedó concertada y Bernardo y Beatríz fueron convocados a una muy moderna y formal cita a ciegas en el Café del Arenal.
 
A la hora en que Bernardo salió de casa camino de su cita comenzó un calabobos. Protegido bajo su paraguón negro,
Bernardo iba cavilando acerca de la tal Beatriz de la que sólo sabía que dirigía una publicación por suscripción dedicada a las aves y las plantas de jardín.  
 
Beatriz resultó ser una versión portátil de su imponente prima. Su cabello rubio tenía un tono pajizo, sus ojos de un azul verdoso con reflejos dorados (de color Chartreuse que diría un escritor romántico) su talla menuda, las facciones delicadas y una leve inclinación de cabeza que a Bernardo le recordaba los gorriones de su infancia.
 
Por su parte Beatriz estaba más nerviosa que un zorzal en primavera. Ni por todo el oro del mundo hubiera accedido a la petición de su prima si no fuera porque esta había sido siempre buenísima y su tía era siempre generosísima y su marido era amabilísimo y todos le habían asegurado y reiterado y certificado que Bernardo era un hombre muy formal, de costumbres sanísimas y al que no se le conocían vicios salvo su afición a la cocina y a las armónicas inglesas.
 
Tras un tímido saludo se sentaron en una mesa discretamente situada en una esquina del salón frente a uno de los ventanales que se abren sobre la bahía. El calabobos se había tornado en tormenta primaveral y gruesos goterones golpeaban con violencia contra el cristal. Llegó el café, cargado y aromático y las pastas secas, asténicas, necesitadas de una buena dosis de mantequilla y azúcar de primera calidad cómo la que sólo se gastaba en la casa de los Carpa.
 
Bernardo se sorprendió a si mismo con un irreprensible arranque de romanticismo. La piel blanquísima de Beatriz, sus ojos que ahora habían tomado la tonalidad de azul cantábrico, la delicada línea de su cuello, todo le iba predisponiendo para ese momento que nunca jamás había pensado que podía sucederle. Absorto, con la mirada perdida, Bernardo tomó la mano izquierda de Beatriz y con una voz ronca, como la de un chamán en trance, comenzó a pronunciar una suerte de letanía que surgía de lo más profundo de su ser:
"querida Beatriz, tu dulzura es sólo comparable a la de los más dulces pestiños sevillanos, tu carne es tierna como la del cochinillo recién asado..." Al llegar a ese punto Brígida dio un respingo y se puso en pie. Sin pronunciar palabra apoyo ambas manos sobre el mantel que cubría la mesa y alzando la cabeza comenzó a imitar el canto de la alondra, al que siguió el del búho chico, el petirrojo y por último el del colimbo chico.
 
El café permanecía en silencio, de las mesas adyacentes se alzaban miradas que mezclaban el estupor y la risa.
 
Pasados unos días, Bernardo recibió una nota de su amigo Manolo en la que le rogaba que se abstuviera de volver a poner un pie en su casa. Beatriz acabó ingresada una larga temporada en una institución de Málaga, una bonita villa rodeada de palmeras por cuyos caminos de albero pasea acompañada por una monjita que escucha el trino de todos los pájaros del Edén.
 
Bernardo no volvió a reunirse con ninguna otra mujer. Su madre murió aquel verano una mañana en la que el aire parecía más puro que de costumbre. La madreselva cubre la solana y los gorriones se han apoderado de la balustrada de granito cubierta de musgo por donde corretean cada tarde mientras Bernardo los observa atento hasta que anochece y las lágrimas caen sobre su poblada barba. Es hora de cenar, hoy hay crema de marisco y merluza rebozada. Las "citas a ciegas" son peligrosas, corres el riesgo de enamorarte de una vez y para siempre, hasta el final.  

sábado, 30 de agosto de 2014

El buen comer y los géneros (espinoso asunto).

Rebuscando en un tomete que ha llegado a nuestras manos desde una vieja biblioteca familiar, tras haber sido hecha trizas por su inmisericorde reparto entre catetos descendientes de los que fueron sus dueños, damos con un tesoro, que contiene perlas como la siguiente, y muchas más afirmaciones para la polémica:

“En el caso de que al invitado le sienten entre dos mujeres agradables, que renuncie a saborear, como es debido, la cena. Si está afectado por la Dulce María, incluso las verduras de lata y los consomés los ingerirá sin graves repulsas; el paladar se le distraerá.

Con raras excepciones, las mujeres no son buenas gastrónomas. La providencia las ha favorecido con infinitas superioridades sobre nosotros. En cambio ha repartido entre el segundo sexo demasiados paladares que no han pasado de la etapa infantil.

Ningún buen gastrónomo es aficionado la dulce. Las mujeres generalmente, lo son. Los niños todos. Pocas veces se ha producido el caso de que se encuentren dos amigos y le diga el uno al otro:

-          Te invito a unos pasteles.”

Luis Antonio de Vega, Guía gastronómica de España. Segunda edición. Editora Nacional. Madrid, 1967.