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lunes, 31 de octubre de 2022

Más apuntes. De los cuadernos de Alcides Bergamota.

Fuimos a pasar el día a Nava del Bolo que no conocíamos, con el Doctor Leitao que se unió. Fuimos en su coche para más señas. Comentamos los sentimientos contradictorios que durante mucho tiempo despertó la sierra de Madrid en nosotros. Aquellas visitas a casa de algún amigo de padres con “chalé” por Galapagar, los Molinos o Navecerrada, que nos dejaba tan fríos -incluso en verano-, tan incómodos. Paredes con grueso revoco de gotelé, paisaje de montaña, pero casa situada en una urbanización de calles asfaltadas que nos quitaban la sensación de haber salido de Madrid, falsas rusticidades, barandillas de escalera vallas parcela hechas de los mismos tablones de madera barnizada. Jardines sin hacer, oscuros y fríos. Eran más un trozo de pinar sombrío, acotado como parcela que un verdadero jardín. Un garaje con bicicletas viejas, un balón pinchado, un hermano mayor listillo, ¡niños a jugar! Personas mayores con anorak y hasta algún vaquero acampanado. ¿Qué pintábamos allí? Y sin embargo, cuando al atardecer había que volver llevábamos ya un rato largo jugando, corriendo como locos, olvidados de todo por fin. Y había que romper el encantamiento, meterse en el coche, con la radio encendida y el atasco de la carretera de la Coruña desbordado sobre sus carreterillas de acceso. Parados en Moralzarzal, Galapagar, Guadarrama o Collado Mediano, según la excursión.

Por la carretera, de repente una casa de verdad, una villa, que imaginamos alberga comedor, biblioteca, un salón. 

Oímos Misa en la parroquia de Nava del Bolo. Qué duda cabe que hay buena voluntad, pese al guitarreo, los cánticos más allá de modernos, los aplausos, la sentimentalidad almibarada, la hiper feminidad, pues la nave la llenan niños y las señoras que los llevan y los preparan junto con el sacerdote. Los hombres, quien sabe dónde están. Llueve a cantaros cuando nos dirigimos hacia el castillo. La visita es bonita, el edificio espléndido y bien arreglado para el visitante, con calefacción que se agradece en este día de frío repentino. Llaman la atención las espléndidas vistas, el precioso patio renacentista, con los grandes escudos heráldicos tallados en piedra que allí se exponen. En uno de ellos todavía puede leerse sobre la piedra el Ave Maria Gratia Plena de la divisa. En alguna de las salas se recrean estancias de época, una de ellas con un gran comedor con un cuadro que parece de excelente factura en el que se representa el hospital de Atocha original, que estaba dónde se encuentra hoy el museo de arte moderno reina Sofía, con una procesión que pasa por delante. 



sábado, 20 de febrero de 2016

Diario de Alcides Bergamota. Excursión, segunda parte.

Siempre por gentileza de Calvino de Liposthey.


Parte II

El bar ha cambiado, lo han renovado manos femeninas sin duda. Hace como cosa de un año, nos explica la espléndida camarera que nos atiende y que tal vez sea también dueña del lugar. Una venus rural, rotunda y hermosa con un punto de urbana y morbosa sofisticación. Desprende un magnetismo y una sensualidad que intimidan al caminante que no quiere pasar ninguna prueba, que no quiere ser medido ni tentado por esa visión de la mañana. Ella sonríe enseñando los blancos dientes, con los ojos encendidos, mientras su pecho serrano palpita al ritmo de una respiración que se agita un algo al atender a los caminantes. Estas soledades montaraces. Los caminantes se asustan un poco. Desde lo más profundo de su memoria asoma insinuante el viejo romance y se azoran. Reducidos a casi nada, saludan a la serrana quitándose el sombrero, mirando a hurtadillas, sin arrestos para afrontar el evidente convite de la gran venus retadora, cuyos blancos dientes, cuyos grandes ojos brillan por momentos con una luz de viejo cuento de hadas. Rompen el hechizo, impiden el conjuro, pidiendo un pincho de tortilla para dos. La decepción se pinta en los ojazos, en los colores, en los aires espléndidos de la moza sin par, de la fundadora de razas y estirpes, de la reserva genética de occidente, que sin duda esperaba más viriles ademanes. Sirve resignada una ración como para un pajarillo con remilgos de viejo bujarrón. Se despiden.



Empiezan el camino de vuelta. Van pensativos, ensimismados, tal vez deslumbrados. ¿No había que haber tirado de capote? ¿Intentar un lance, requebrar al pimpollo? ¡Sultana, jenízara! El aire frío les devuelve a otras hermosuras: las del paisaje. El herrerillo, la espléndida pareja de águilas, de vuelo silencioso y suspendido en la altura, como si fuera el mundo quien a sus pies girara, los fresnos sin hoja pero cargados de brotes.


Ahora sí que las masas han hecho su aparición. Del corral han soltado a cien ciclistas, parecen espectros escapados de algún enterramiento, estridentes, silbantes, los ruidos de su máquina semejan el arrastre de cadenas, y dan aviso al incauto caminante de su temible proximidad. Como las ánimas en pena con el negro y deshecho sudario, de negro van ellos vestidos, sobre negros artefactos, con negros cascos, mallas negras, gafas negras, negra velocidad, negro mirar, negra tropa. Un intento de exorcismo casi acaba a tortas, cuando los caminantes se interponen en el camino con los brazos en cruz y gritando un vade retro satanás. Se produce un atasco y poco falta para que rueden por el suelo diez o doce de esos fantasmales pájaros negros. El asno rebuzna, la oveja bala, las vacas pastan, y todos por un momento se asoman a la extraña escena. Los caminantes salen por pies, risco arriba, dónde no pueden seguirles los gentucillas de negras mallas. La sierra vuelve a su ser. El toro brama, la cabra bala, la paloma gorjea, el pájaro gorgorita, la cigüeña crotora, el cuervo grazna, el elefante barrita… ¿Oiga pero que dice?