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jueves, 20 de febrero de 2020

L'horloger de Saint-Paul. Un artículo de Genaro García Mingo para la la Hoja de Nava.


Si la comparamos con Pierrot Le Fou, L’ Horloger de Saint-Paul (es decir el Relojero de San Pablo, en español), es otra cosa, un tono diferente, mucho más sosegado y tenue. Es otra manera de hacer cine.

La dirigió Bertrand Tavernier. Es de hecho su primer largometraje. Nos ha gustado enterarnos de que Tavernier fue ayudante de Jean Pierre Melville, uno de nuestros directores favoritos. A Bertrand Tavernier no hace falta presentarle. Recordemos algunos grandes títulos como Coup de Torchon, Un Dimanche à la Campagne o la fabulosa Ça Commence Aujourd’hui. Y en otro género, Round Midnight, con el saxofonista Dexter Gordon.
Para el Relojero de Saint-Paul contó con dos actores magníficos con los que volvería a trabajar a menudo como son Philippe Noiret y Jean Rochefort. Noiret da vida al relojero y compone un papel sensacional. La película se estrenó en enero de 1974. Está basada en una novela del gran novelista Georges Simenon, padre literario del extraordinario comisario Maigret. Quien conozca un poco la obra del escritor belga entenderá perfectamente el tono de la película y los comentarios que siguen a continuación. Además, la ciudad.

 

Porque la acción transcurre en la ciudad de Lyon –dónde la película se filmó realmente- y parece que se contagia, o que recoge a la perfección el ambiente del lugar. Se da la circunstancia de que Tavernier es de Lyon y que llevó la acción de la novela de Simenon a un entorno que conocía muy bien por tratarse de su ciudad natal. La ciudad es hermosa, sin ser grandiosa: dos ríos, amplias perspectivas, un aire y una riqueza burgueses, edificios imponentes, avenidas bien trazadas, hermosas plazas, gran comercio. En definitiva, el gran atractivo de la poderosa ciudad de provincias en la que nada falta. Sin embargo, ese atractivo se encuentra matizado y contenido por un tono general apagado, de nube que navega baja, de rayo de sol que sale un momento y se retira azorado por no haber sido invitado, de ciudad adaptada para que fluyan los negocios sin que ningún exceso impida cerrar las operaciones en curso.

La película que empieza con una opípara cena de amigos, refleja todo aquello perfectamente. Está en el guión por supuesto, pero también en la manera de contar, voluntariamente sobria, realista, incluso parca. Tavernier se cuida mucho de ahorrarnos un documental turístico, lo que hay que agradecerle efusivamente. La ciudad la reconocerá quien se la haya pateado un poco. Veremos alguna perspectiva, puentes, los ríos, sí, el barrio de Saint-Paul, pero sin cebos para futuros visitantes[1]. Ahora que el ambiente está ahí, la ciudad nos la mete en la pantalla, y con qué maestría, como Simenon es capaz de hacerlo escribiendo, con precisión de miniaturista, con paciencia, con una agudeza que no deja escapar un detalle. Se oyen los pasos sonar sobre el opulento adoquín, se ven los días pasar en el taller del relojero, una rutina burguesa, sí, pero donde también caben la amistad, los buenos momentos, el dulce pasar de una vida ordenada en un entorno equilibrado, agradable, civilizado.

¿Y llegados a este punto, la película que nos cuenta?

La narración irá poco a poco mirando a través de esas apariencias tranquilas, sirviéndose para ello de la relación entre el relojero y su hijo adolescente. Y lo hará sin estridencias, sin exabruptos, sin denuncias maniqueas. Es quizá lo que la hace más interesante y cercana. Ese tono apagado, que al principio nos hacía presagiar lo peor, poco a poco va ganando al espectador porque, en el fondo, el relojero va mirando su vida como el espectador la suya.
El hijo no aparece más que en la parte final, pero desde el principio está presente: en las conversaciones del padre con sus amigos, en la casa dónde la cámara nos permite ver su cuarto y, en seguida, tras un incidente que no desvelaremos, en las conversaciones del padre con el policía encargado de la investigación, encarnado por Jean Rochefort.


En estas conversaciones y en las que el padre mantiene con otros personajes casi desde el principio de la película (el amigo que mejor le conoce, la que fue niñera del chico, el abogado, etc.) iremos conociendo el pasado -matrimonio, vida conyugal, ruptura, infancia del chico, adolescencia- y la relación entre padre e hijo. Sin querer, sin proponérselo, viven en realidad de espaldas el uno al otro. Eso dará pie, a su vez, a que la narración vaya ampliándose. Sin abandonar al relojero ni alejarse del conflicto generacional que ya es central, empieza rápidamente a transmitirnos una imagen del conjunto de la sociedad y de la época en que se mueven los personajes. El comisario también tiene hijos y hablara de ellos con el relojero.
El relato se va por tanto enriqueciendo gradualmente, cobrando verdadera densidad e interés, a medida que el relojero se interroga, habla con el policía, se pregunta por su vida, por su hijo, por la sociedad de la que son parte, a medida que el espectador, si se ha dejado atrapar en el juego, lo que no es difícil, va haciendo algo similar, tanto sobre lo que ve, como sobre sí mismo.
La narración oscila con mucha agilidad y naturalidad entre esos dos planos, el cercano de padre e hijo, el más amplio de la sociedad francesa del momento. El retrato que de ella va emergiendo, sobre fondo de recuerdos de guerra de Argelia, de querellas políticas, de sindicalismo, de matonismo patronal, es el de un ambiente opresivo, asfixiante, dónde es lógico que no quepa y no quiera estar la juventud. En el fondo, la eterna crítica de una generación a la anterior. Algo que todos conocemos. Ante lo que ha hecho su hijo, el relojero deberá decantarse, elegir. La película muestra a ese hombre corriente enfrentándose a un suceso por completo inesperado y nos conduce de forma magistral, sin apenas estridencias, hasta el momento de la elección –fabuloso contrapicado de Noiret declarando- y de sus consecuencias. Para que no se desanimen los posibles espectadores sólo diremos que el relojero acierta.

Vamos que la película tiene más capas de una cebolla. ¡Hombre, menuda forma de resumir! ¡Que me mancha el final del artículo con su cebolla! ¡Con lo curioso que me había quedado! Usted a callar, que para eso mando yo que soy el editor. Es lo que tiene el poder.



[1] La diferencia en esto con una película que también se apoya sobre una ciudad, La gran belleza, de Sorrentino, tan ordinaria, tan zafia, salta a la vista.