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martes, 3 de enero de 2017

BONI


Terminamos hoy la lectura de las extraordinarias memorias de Boni de Castellane.
El Cepogordismo quisiera rendir a este personaje controvertido y polifacético el homenaje que merece sin duda, pero son conocidas las limitaciones del Cepogordismo, que no suele pasar de apuntes, bocetos, escorzos, y eso con suerte y mucho esfuerzo.

El nombre completo del señor Castellane es Marie Ernest Paul Boniface. Fue conde de Castellane-Novejean y luego marqués de Castellane, conocido como Boniface de Castellane y sobre todo por su apodo, Boni, abreviatura de Boniface. En definitiva, Boni de Castellane.

Una de sus abuelas era sobrina de Talleyrand con quien convivió a menudo en el castillo de Rochecotte[1]. Estos datos pueden encontrarse en la red, aunque en este caso, como en muchos otros, la red contiene numerosos errores, insidias, frases que se le atribuyen y que nunca dijo (a la manera de lo que ocurre con Agustín de Foxá), chismes sobre su vida y sobre todo un sinfín de juicios, la mayoría de ellos más bien desfavorables.

El personal empeñado en etiquetar y calificar a nuestro Boni. Por las fotos que más adelante incluimos consideramos esto inevitable. Es natural que en esta época mesocrática y oficialmente igualitaria, de una grisura sin par, la estela del personaje despierte sentimientos de animadversión, de rencor social, de rabia irracional ante sus bigotes en punta, su evidente dandismo, su increíble pose, su refinamiento, su posición y su conciencia de todo ello. El contemporáneo no soporta que se le mire desde arriba.

Se dirá que fue despilfarrador, e incluso algunos se atreverán a reprocharle el haber sido tal vez mal padre y peor marido. Cuestiones estas sin duda debatibles, aunque no deja de ser una ironía siniestra que se le imputen hoy en día, cuando la institución familiar padece una crisis sin precedentes y realmente el divorcio ha llegado a ser socialmente un plus, una medalla que se exhibe sin rubor tantas veces y tan pronto como resulte posible, con lo que esto supone para los hijos que, en general, nunca se han educado peor.

Para la mayoría, para el masivo cateto contemporáneo, quedará así reducido nuestro personaje a la estereotipada imagen del frívolo dandy, casado por interés con una rica americana, Anna Gould, quien al cabo de doce años de matrimonio, cansada de sus excesos económicos y de sus devaneos con otras señoras, le pone un día en la calle. ¿Puede haber algo de verdad en esta rápida pintura de trazo grueso? Sin duda algo hay. Pero hay mucho más. Y ese mucho más son las memorias de Boni de Castellane.

Se trata de un libro en dos partes: Como he descubierto América seguido de El arte de ser pobre. Título este último de por si extraordinario y provocador que puede malinterpretarse si no se conocen los orígenes y el medio social al que pertenecía y en el que se desenvolvió toda su vida Castellane.

A lo largo de las quinientas páginas del libro aparece, como no podía ser de otra forma, el hombre de mundo, organizador de infinidad de saraos, conocedor del todo París, y de toda esa sociedad internacional y transnacional que vive como pez en el agua entre París, Londres, Nueva York, Roma, Viena, los balnearios alemanes, los cruceros por el mediterráneo, la costa azul. Esa sociedad que termina como tal con la primera guerra mundial. Para los que ya estén murmurando sobre España, diremos que formaban parte de ese mundo numerosos españoles de los que también habla nuestro autor. Lo que tampoco es ningun timbre de gloria. Se trata simplemente de un hecho. Es posible que usted no lo sepa, pero eso no cambia nada. Tampoco hay ningún deshonor en los abuelos aldeanos noblemente inclinados sobre el arado romano navegando entre los terrones. ¿Qué me dice? ¿Un tendero malvado que hizo fortuna aguando la leche, enarenando el chocolate y usando un juego de pesos y medidas trucado? ¡Qué le vamos a hacer! No por eso debe usted verter su bilis sobre las personas egregias. De todo tiene que haber, no se preocupe y volvamos a Boni.

A medida que avanzamos en el relato, la pura leyenda del dandy y esteta de la Belle Époque, que teníamos presente cuando lo empezaos, va quedando atrás, un tanto difuminada, tanto por las otras facetas de la personalidad de Boni, como por la calidad de su escritura.

Escribe en efecto de forma amena y muy viva. Se lee como si las cosas que nos cuenta hubieran pasado ayer y casi pudiéramos hacerle llegar una invitación a cenar, para pedirle más detalles, más historias. Pero no tenemos frac, ni talento alguno para los arreglos florales que tanto le gustaban, ni medios para colgar tapices que armonicen las tonalidades del salón (¿un solo salón?) con la luz de la hora del convite, ni candelabros para las velas, ni cocinero, ni... ¿Cómo convidar a Boni? Pues bien, al terminar sus memorias estamos seguros de que Boni agradecería la invitación y accedería a darnos algún consejo para arreglar un poco mejor el comedor, el salón, aquella salita, la casa entera (¡hay que tirar doce tabiques!). Siempre que, siendo las cosas como son, encontrara educación, curiosidad, ganas de charlar y un intento sincero de hacer mejor las cosas.

En sus memorias, el sentido del humor está presente un poco por todas partes, como parte de un estilo y de una forma de ver la vida que le ayudan a sostenerse cuando las cosas se tuercen. Es decir, no se trata de fatua ironía, ni de pedantería, ni de la media sonrisa del snob. Tiene sentido del humor verdadero, refinamiento, capacidad para matizar y valorar, para dar con el comentario certero, el detalle crucial. Y esto se debe, sin duda, a que lejos de ser un frívolo (aunque frívolo y despilfarrador ha sido como el miso reconoce) es una hombre formado, con creencias sólidas, formación religiosa (católico enemigo de la tercera república ferozmente anticlerical), culto, buen conocedor de la historia de Francia, de la historia europea, de la cultura clásica, con ideas políticas bien fundamentadas y claras, y un experto en bellas artes (lo que al fin y al cabo le permitió rehacer su vida después del cataclismo que supuso el divorcio). Además su don de gentes y sus habilidades y refinamiento sociales, capaz de recibir en su casa a un rey sin el menor titubeo y con la mayor y más refinada naturalidad.

Dónde resulta verdaderamente estupendo es en la descripción tanto de sus contemporáneos como de la sociedad en la que viven, de sus códigos y de su evolución. Con tres o cuatro pinceladas precisas, agudas, va surgiendo a lo largo de las memorias el fresco variopinto de todos aquellos a los que frecuentó. Y fueron realmente muchos. Pasamos del ámbito familiar, de su infancia y juventud que evoca con verdadera belleza y nostalgia, consciente de que se trata de un mundo que no volverá, al sinfín de escenarios por los que evoluciona el personaje: dueño de periódicos, político, mecenas, coleccionista sin par (varios de los cuadros de la Frick Collection de Nueva York le pertenecieron antes de su divorcio y estaban colgados en su casa –consideraba los museos un cementerio-), gran conocedor de Francia y restaurador de su patrimonio, excelente jinete y cazador, exitoso marchante de arte, magnífico relaciones públicas (expresión que le hubiera horrorizado).

Fue durante doce años diputado por el departamento de los bajos Alpes (Basses-Alpes) dónde su familia tenía sus raíces. Sus memorias contienen una evocación de la política durante la tercera república francesa interesante y un tanto desmitificadora para quien considere que todo lo de aquí es malo y lo de fuera bueno. Sabe por supuesto ser crítico, con una ironía ácida que no es extraño que no le perdonaran en vida. Algunos ejemplos:

Página 211 de nuestra edición: “nuestros diplomáticos eran pobre gente, salvo los Cambon, quienes en Londres o en Washington, o en Madrid o en Berlin, ejercieron su talento de manera aventajada. Nuestro personal estaba dominado por las ideas de la época. Se abandonaba la tradición y, bajo apariencia de servir al país, se era esclavo de concepciones ideológicas contrarias a sus intereses. (…)

La fealdad física de los gobernantes era como la mueca que hacía al mundo el diablo, escondido bajo su corteza, y los apellidos disonantes que llevaban tenían también un algo demoniaco. Un proyecto de ley “Waldeck-Cocula-Trouillot[2] dice mucho de ello. Pelletan, Combes y el pobre André daban la impresión de gárgoles vomitado veneno. (…). Es imposible tomarse en serio a hombres tan enanos. (…). El “pequeño” Delcassé se bajaba de la butaca y parecía más alto sentado que de pie. Cual un viejo santurrón al que Lucifer hubiera mordido el corazón y sufriendo de su propia infamia, se presentaba el ministro Combes.

Pelletant tenía algo de humanidad; pero su sectarismo, su increíble y demasiado aparente desorden, no le dejaban más que las marca del orangután. (…). Yo hacía esfuerzos sobre humanos contra su política; eso me valió su odio y más tarde el encarnizamiento de sus amigos para la destrucción de mi hogar.

También sabe elogiar con generosidad:

Página 208: “Léon Daudet era el más maravilloso de los invitados de esa casa. Ingenioso, profundo, fino, ya era considerando como el enfant terrible de la República. No hubo nunca alegría más franca que la suya, ironía más sabrosa, talento más peligroso para sus adversarios. Sus sueños son sinceros, lo que es raro. No tiene el alma del condotiero, sino el instinto del toro que embiste y empuja. Su fisionomía es atrayente.

Más adelante, refiriéndose nuevamente a la política encontramos una de las muchas confesiones que salpican las memorias y dan al documento un tono de tanta autenticidad:

Página 212: “Yo sufría por ese ambiente, ya que no me sentía hecho para la fealdad y la hipocresía que estaban a la orden del día. Todo el “mi mismo” de mi infancia se revolvía. Entonces quise crear cosas magníficas en el dominio del arte. Demasiado confiado en mi estrella, pensaba, como suele ocurrir la víspera de una catástrofe, que nada se me resistiría. Me dejaba ir a un lujo inmoderado, útil al menos al comercio de París. Como me gustaban los objetos artísticos y la decoración, hice numerosas colecciones y gasté considerables sumas en los muros de nuestra casa.

Se podrían multiplicar las citas, pero no tiene sentido glosar el libro entero. Resulta extraordinaria, por ejemplo, su visión de los Estados Unidos, la comparación con la vieja Europa a la que él pertenece; la pintura de su familia política y de su medio social de financieros multimillonarios, la forma de vivir y de pensar. ¡Cuántas cosas nos resultan familiares! Y es que las formas de allí – que Castellane analiza con tanta agudeza- hace mucho que han cruzado el atlántico y son ya las de aquí. En Europa ya no se pasea apenas. Se corre por la calle recubierto de plástico con cascos en la cabeza, dando rienda a una obsesión por el ejercicio bastante ridícula que ya era propia de los norteamericanos de entonces, presumiendo de músculos ante un pasmado Boni que suponemos se atusaba el bigote ante semejantes confidencias.

Las aspiraciones de la Sociedad americana, restos de civilización del antiguo mundo, exasperados por una libertad que va hasta la licencia, no se detienen ni ante la religión, ni ante la jerarquía, ni ante el culto de los antepasados, ni ante la familia, ni ante la historia ni ante el respeto humano. Existe en los Estados Unidos algo violento, que para nosotros, pobres europeos, parece enervante como el chirrido de la sierra sobre la piedra, que contradice nuestras ideas, desarregla nuestro entendimiento, nos hace perder la noción del ritmo, de la mesura y del orden.” (página 114).

No nos resistimos a incluir una cita más en la que se unen en una sola frase sus impresiones sobre los Estados Unidos, la política francesa y la sociedad contemporánea, con cierta gracia un tanto hiriente que podría aplicarse, tal cual, a mucho de lo que vemos hoy en día:

Página 117: “Asistí a una reunión de “hembras en pelos” [se entiende que se refiere a mujeres sin sombrero], cuya vulgaridad supera todo lo que he visto, incluso en el Congreso de diputados de Francia. Si estas son las costumbre que nos prometen con la emancipación total, el infierno se habrá instalado sobre la tierra”.

Pero quien quiera encontrar en Boni de Castellane a un misógino antiamericano se llevará un chasco si se toma la molestia de leer sus memorias. Ya decimos que no es posible glosar el libro completo que merece ser leído con tranquilidad, sobre una butaca que esté a la altura, con un atuendo correcto y un habano que no desmerezca. No hemos hablado del Palacio Rosa, cuyo descubrimiento dejamos a la curiosidad del lector. Sólo diremos que se lo llevó por delante la especulación inmobiliaria de los años setenta. Si señores, en todo un París y con Malraux en el ministerio. Con lo cual, la obra más emblemática y concreta de nuestro personaje se perdió para siempre. Como se había perdido antes la Belle Époque y se perderán todas las cosas que no son, al fin y al cabo, sino verdura de las eras. Ya lo dejó escrito el poeta clásico.

A continuación las fotografías, no se asusten ni ofendan.





Retrato familiar con dos de los tres hijos del matrionio con Anna Gould







RETRATO DE BONI DE CASTELLANE POR EL PINTOR PAUL EMILO BLANCHE. Observen a la derecho un distinguido bulldog francés.



BONI EN SU DESPACHO. A su espalda el retrato que le pintó Paul Emile Blanche.




BONI HA CUMPLIDO AÑOS, EL ABRIGO PARECE EL DEL RETRATO DE BLANCHE.

Y para terminar Boni con Anna Gould, algo hay en la foto que nos dice que no podía salir bien...







[1] Este castillo es hoy un hotel. Puede encontrarlo en la red, hacer una reserva y alojarse allí si quieren.
[2] Es difícil dar en español lo mal que suenan esos apellidos en francés.