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martes, 24 de abril de 2012

Crónicas de Doroteo


Nos informa Maupassant del baile de Mabille, fundado por un bailarín que se apellidada de esa manera y era por tanto Monsieur Mabille. Tuvo un éxito extraordinario durante la llamada monarquía de julio y el segundo imperio, en los años centrales  del silgo XIX parisino, hasta que cerró en 1875. En este lugar se bailó por primera vez el “can can”, no les digo más. Debió de ser un antro de perdición, no cabe duda. Nos hubiera encantado ir por lo menos una vez. En él triunfaban Celèste Mogador, Rose Pompon y Rigolboche… Debía de ser todo finura y comedimiento. La sala de baile se encontraba cerca de los campos Elíseos, en el paseo de las viudas, actual avenida Montaigne. ¡¡El paseo de las Viudas!! Mejor no pensar en ello ni tratar de sacarle puntada alguna, pues es materia más para un Villon, para nuestro siglo de oro o para un Cunqueiro.

El cepogordista no se va a tirar el farol a lo Baroja, dándoselas de hombre un tanto limitado, sencillo y aldeano, diestro con la cachaba y de pocas palabras. Baroja podía darse ese lujo, pero no vaya a ser en que el caso del cepogordista los demás acaben por estar de plenamente de acuerdo.

Que bien se está de la mano de Vita[1], dejándose conducir por su mirada, por la viveza y profundidad con que la posa sobre todas las cosas. Los ojos del cepogordista se abren y de repente se fijan con ella en esa flor entre dos rocas del altiplano asiático, al pie de las infinitas montañas dominadas por el monte Elbruz… Como le gustaría al cepogordista una hora de paseo con ella por un jardín persa, una jornada de viaje por esa región de Asia, el techo del mundo, o tal vez por algún jardín secreto de España. Pero claro, el cepogordista que no pierde del todo la lucidez en medio de sus ensoñaciones se dice que a él si que le gustaría, pero que tal vez a Vita un poco menos. Teme nuestro amigo enmudecer, y hacerse para ella, transparente, como el aire de las altas cumbres. Así que meditando un poco decide cambiar su condición de acompañante, de interlocutor improbable de Vita, por un año de peón jardinero en Sissinghurst, de primavera a primavera, seguro de que ella, dueña y artífice todo poderosa de ese jardín del edén inglés, no se opondría… “Pero que no pode las rosas…”

Recuerda el que escribe las ensoñaciones de su amigo Alcides, el conocido polígrafo, cuando delante de la jardinera de su piso en la ciudad provinciana dónde vive, explica con entusiasmo al visitante sus proyectos de jardinería: “Aquí la rosaleda, después de los parterres, los arriates cuidadísimos a lo largo de las tapias, los setos de boj o de mirto, todavía no sé…”. El visitante mira atónito pero con discreción a derecha e izquierda, sin comprender. Ve algunos tiestos en la terraza cubierta. Un único rosal en la jardinera tapa con su frondosidad primaveral, falto de poda, un lirio que aparece todos los años, y al levantar la vista, un poco más lejos, enseguida los tejados de la catedral, piedra gris, teja roja, y las agujas apuntando a un cielo límpido y helado, que anuncia como todos los años que la primavera no se atreve del todo todavía….




[1] Vita Sackville-West
Pasajera a Teherán
Traducción de Carlos Mayor
Paisajes narrados, 40
ISBN: 978-84-95587-64-0
Primera edición: 2010
Páginas: 357
Precio con IVA: 18,50 €