martes, 6 de diciembre de 2011

Más cosas del segundo número, del 2009 (no podemos más).


Perros, coyotes y circulistas (y el camarada narcóticus)

Me alegra que por fin el camarada Narcóticus haya dado rienda suelta a sus obsesiones, animando por fin esta pequeña y exhausta tertulia. Me pregunto si nos quedarán fuerzas para chupar del cigarro cuando se inaugure el Pigeonnier.

Él dice la lucha, la herida venganza,
la sangre que riega de heroicos carmines
la tierra;
los negros mastines
que azuza la muerte, que rige la guerra.

Señores, es extraordinario, el cepogordismo avanza sin detenerse. Para compensar.

He aprovechado mi hora de comer para dar una vuelta a pie por los alrededores y tomar un poco el fresco. Sentado en un banco me he comido primero un reconfortante bocadillo de bonito, pimientos y cebolla frita. Me ha dado tiempo a leer dos monstruosos relatos del enloquecido Edgar Allan Poe. Lectura terrorífica bajo el cielo plomizo, con el otoño batiéndose en retirada ante el avance por fin despiadado del general invierno. Lectura muy propia trabajando en este barco fantasma lleno de orates, de chiflados aterrorizados que pasean su miedo y su pequeñez por los pasillos, mientras afilan uñas y cuchillos. Me cruzo can Jacorra y Jacaza que taconean bestiales. He paseado luego por los jardines abandonados, árboles crecidos, descomunales, un tulipero de Virginia entre las nubes, setos tupidos e infranqueables, gama extraordinaria de colores, matiz otoñal, como si hubiera una única mano detrás de cada planta, de cada árbol, arreglando nubes, luz, aire. El silencio era absoluto, las calles estaban desiertas hasta un punto en que parecían abandonadas, los jardines vacíos, lujo muerto, ambiente tenebroso. Parecía como si toda la zona residencial hubiera sufrido un terrible accidente, y hubiera quedado perdida en el medio de la nada, desconectada de todo. Tal vez eso suceda incluso en los días más soleados, porque al final esos inmensos enjambres de casas que no acaban de formar una ciudad, en la que no puede haber urbanidad, puesto reina en la calle el coche vacío, acaban por formar un lugar extraño, en el que se crece faltando algo que los padres tendrán que afanarse por sustituir, para no crear seres socialmente deformes. Volviendo a mi paseo: se oían mis pisadas sobre la arena húmeda, y sensación maravillosa, se me encendía la cara por la mezcla de frío y humedad. Guardado Poe en el bolsillo, no sé que fatalidad ha guiado mis pasos hasta un indescriptible centro comercial, diseñado como si de una cárcel de castigo se tratara. El edificio prematuramente envejecido da la espalada a todos los jardines que le rodean, enseñando una pared de aberturas sórdidas, tapizada de carteles anunciando las tiendas del interior. Me acerco a mirar. Escaleras de barandillas oxidadas y baldosas quebradas de un blanco sucio que me reciben al salir de la humedad viva, del barro y la hierba de los jardines. Y mientras me acerco se acentúa la sensación de haber abandonado ya completamente España. He entrado sin darme cuenta en los Estados Unidos, en aquél recuerdo, en la sensación de que todo es presente, no hay pasado ni futuro, ni proyectos, sólo una demasiado apacible ciudad residencial, poblada de solitarios gordos en chándal rosa, dónde no se ve a nadie. Al acercarme veo anunciada una Academia Coleman, y ya en la puerta Flores Vanessa. La flor esencial es la dueña, todo poder y vitamina. Una vez dentro, en dos alturas, como las dos galerías de metal y blanco de una cárcel, sin contacto ni aperturas sobre el exterior, multitud de puertas, de otras tantas tiendas que parece cerradas o en liquidación, un par de cafeterías sórdidas –todo lo es a la fuerza en semejante edificio-, una oficina de pago al extranjero, y hasta una asociación de consumidores de productos ecológicos de nombre algo así como espiga o avena. El edificio, semi vacío, parece habitado por fantasmas, que ni se hablan ni se ven unos a otros. Vuelvo al jardín y a pasear entre las casas, cerradas todas ellas a cal y canto, personas echadas, luces apagadas. Sólo a ratos algún resplandor. Quien sabe lo que habrá detrás de cada pared. Presto oído pero no llegan a oírse jadeos, ni se asoman al balcón ansiosas, excitadas por el aburrimiento. Total ausencia de lujuria en este jardín frío y callado. No sabe uno al final si ha transitado en realidad por un tercer relato de Poe. Así sería sin duda, a no ser por la cara del que escribe estas letreras, que sigue fresca y viva, con algo del color que le han dejado el frío, las cuatro gotas de lluvia, las avanzadillas del invierno.
NBF

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