miércoles, 9 de noviembre de 2016

ACHO. Parte II


La conversación antes reseñada, que algunos han calificado de brutalmente reaccionaria e insultante para los medios (hay gustos para todo), transcurría en el Café de los Goliardos, el gran café de Nava, con su aire decimonónico: columnas de hierro, grandes espejos, mesas de mármol, tapicerías de terciopelo grana. Nada extraordinario. Nada que no se hubiera visto o descrito ya en un sinfín de lugares reales o imaginarios: la glorieta de Bilbao madrileña; La colmena de don Camilo; el paseo de Recoletos; Bohemia del gran Cansinos y cuantos más. Pero se mantenía tal cual, contra viento y marea. Otros lugares había en Nava. ¡Tan modernos, tan a la última, con sus tías buenas tan apretadas! Todos eran propiedad de Fidelio Lentini Spotti, la pústula de los Abruzos, quien sin embargo no conseguía hacerse con el viejo Café. Respecto de aquellos antros modernos, el Café de los Goliardos ejercía de distante decano, por su mayor antigüedad, por su ambiente de tranquila educación, por su excelente servicio. Y tal vez también por su público, de edad ya terciada, más reposado, más gustador de la tertulia organizada, menos necesitado de enredar con las mozas de Nava, tan jacas, tan recios, tan firmes, con esos ojazos negros y esa flor en el pelo. ¡Oiga usted!
- Que bruta es la gente, incapaz de distinguir lo que ha sido la actitud de España con  la América hispana, con todos sus defectos, y con tantas virtudes, si se compara con la actitud de los puritanos en América del Norte o de los franceses en las Antillas o con el colonialismo europeo en África.
- Fue la primera vez que hablé con alguien que hubiera estado allí, quiero decir de verdad, en persona, sin hablar de oídas.
- Dices en Acho, en la plaza, no en Lima.
- Sí señor, en la plaza, y además toreando. Toreando a caballo, picador, con el castoreño de borla arzobispal. Y de los que lo lucen, dejan alto el pabellón, y hasta se lo tienen que quitar a veces para saludar al respetable, que ya es raro.
- ¿Y qué te decía?
- ¡Que es un gusto, las tardes en que las cosas salen torcidas, que la gente ya no tire botijos.
- No hombre, digo de la plaza, del Perú…


Relato de Tato (gentileza como siempre de Calvino de Liposthey, de los papeles dispersos de Alcides Bergamota El Grande, sección varios, apéndice I).

Evocando Acho se quedaba como soñador. Estaba sentado en el pollo de piedra de la puerta de carros, yo a su lado sobre un banco hecho con una traviesa vieja de ferrocarril, con la espalda apoyada en la pared encalada. Uno de esos días claros, de frío y luz, los árboles quietos, algún pájaro grande en lo alto, nubes de un blanco refulgente, estáticas. Decía que habían ido acompañados, claro, por el barrio un poco alejado y por perderse entre aquella multitud. Aquella plaza llena, con las montañas al fondo, y ese gentío abigarrado, inclasificable, criollos, mestizos, mulatos, zambos, castizos, cholos, chinos… Aquello es América, me decía. Es único. Y luego estás ahí en la plaza, toreando, yo en lo mío, a caballo vamos, y es lo mismo que aquí. Quiero decir que es distinto pero es igual. Aquella impresión recordaba lo que decía Maria Zambrano sobre Méjico.

Acho, plaza de toros, te vi llena,

en ti gocé sabor y fantasía,

tú, decana de América; tú, Ronda

de indias, tan limeña y peruana.

Te vi colmada; muchedumbre insigne,

conocedora de los lances hondos,

sensible a la majeza, en ti vibraba.

Jugando a la tapada, luz de Lima

medio sol se descubría, tamiz fino

de oro suspenso, palma de leyendas.

(…)


A los pocos días fue lo del Señor de los Milagro en aquella parroquia madrileña. Misa de una y media. ¡Y que gentío a las puertas, que algarabía! Nos sorprendía un poco el bullicio en esta parroquia moderna, poco antes de la última Misa de la mañana de un domingo cualquiera. Y enseguida nos fijamos, al entrar, en la imagen del Cristo, colocada a la derecha del templo, para la ocasión, y en los músicos y en los cofrades y en los aires del personal, como de aquí pero sin serlo, distintos pero iguales. La Hermandad del Señor de los Milagros participaba en la celebración de una Misa en honor del santo patrón del Perú. Así lo explicaba uno de los hermanos antes de empezar la Misa, lo tengo apuntado:

 

Sería el año de 1651, bajo el Papado de Inocencio X, siendo Virrey del Perú García Sarmiento de Sotomayor y Arzobispo de Lima, Pedro de Villagómez, los negros angolas se agremiaron y levantaron el local de su cofradía en la zona de Pachacamilla, en las afueras de Lima la Ciudad de los Reyes, tembló la tierra y sólo permaneció de pie el lienzo de pared sobre el que el negro angola llamado Benito o Pedro Dalcón había pintado el Cristo, etc.

 

Todo ello con esas palabras, sin perdones ni complejos, con la naturalidad de quien se refiere a su mundo, a su casa, a aquello que ha conformado su ser, a sus ascendientes.

 

Sólo el erial contemporáneo que nos asola es capaz de crear a esos seres crecidos en el auto-odio del “nada que celebrar” respecto de América, atreviéndose a dar lecciones sobre todo aquello que ignoran. ¿Interrumpirían la Misa para apalear a la Hermandad pidiendo su disolución, denunciando un genocidio? Los hermanos del Señor de los Milagros que contribuían a llenar la Iglesia y a celebrar lo que resultó ser una Misa criolla eran una buena representación de lo que es la América española. Colores y razas, juntos, separados, combinados, entremezclados, unidos por el español, hablado con un acento seseante, y por el catolicismo. Ellas con mantilla blanca sin peineta, ellos con un hábito con el color nazareno de la Hermandad. Asistíamos a una lección práctica de historia, gracias a la paciencia y bondad de don José en cuya parroquia sonaban atronadores el Agnus Dei, el Gloria, el Sanctus cantados en español con acompañamiento de guitarras, charangos, flautas de pan y tambores. Señor de los Milagros, Cristo de Pachacamilla, Cristo Morado, Cristo de las Maravillas, Cristo Moreno o Señor de los Temblores, un domingo cualquiera, en una parroquia de un rincón de Madrid.

 

Siempre me gusta recordar a la tropa que los pueblos precolombinos, el incario, no conocían la escala musical.

 

¿Qué moralina, que prédica había que soltar a esta Hermandad del Señor de los Milagros? ¿Debían arrepentirse y pedir perdón? ¿Debían avergonzarse, volver al Incario unos, volver a Castilla otros, disolverse en el aire los más, hijos del choque entre esos dos mundos? Don José tuvo el gesto, al final, de alabar la alegría con que se había celebrado la Misa, la elegancia con que las hermanas llevaban la mantilla, la fe y la devoción con que se alababa al Señor de los Milagros en este rincón de España.

 

“(…) en la famosísima de Acho. Allí dicen: “He ido a Acho”. No ponen delante el artículo. (…) Y la vi en día memorable por todos conceptos. La corrida fue muy lucida y sobre todo la plaza y su gentío, dese el aristócrata al cholo, al indio peruano, ofrecía un color inolvidable. (…) Acho es, en efecto, no sólo uno de los lugares “sagrados” de la historia del toreo con su abolengo de dos siglos y su antigüedad máxima en el continente y apenas superada por dos plazas españolas. Es además una obra de inspirada y de tan peruana como española arquitectura”.

 

Con el Señor de los Milagros volví a dar, fisgando un artículo sobre la temporada taurina en América. La feria se celebra en la plaza de Acho en el mes de noviembre, cada domingo. Y la lección de historia práctica, viva, no quiso quedarse ahí. Rebuscando en la biblioteca de Doroteo en Nava dimos con una nueva sorpresa. Las Poesías y prosas taurinas del poeta Gerardo Diego, publicadas por Pre-Textos. Le hemos citado varias veces en este breve relato alrededor de cuestiones Peruanas. En las fotografías que contiene el libro, Gerardo Diego aparece retratado en el ruedo de la plaza de…Acho.

3 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

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  2. Este comentario es ofensivo, grosero y no tiene interés. Vamos a borrarlo.

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  3. A buenas horas, mangas verdes. Cuando ya lo ha leído media España.

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