lunes, 7 de enero de 2013

GUTIERREZ SOLANA

Alcides quiere una vitrina. Cuando se quiere una vitrina es porque, casi sin apenas notarlo, uno es ya uno de los objetos para cobijo de los cuales se desea la vitrina. Alcides es un bibelot. Pese a ello y por la mala influencia de Tato y de Doroteo, con su panza, ha cenado demasiado. Tato dice que el vino es para beberlo por oleadas, notando como desciende por la garganta, refrescándola toda. Y Doroteo dice que nada de untar, que se corta el queso se apila sobre el pan y leña y luego se riega con el buen vino que en España se hace hoy, se riega como se riega la plaza antes de los toros, matando el polvo y la telaraña.

Han comentado los tres el libro del pintor Solana titulado La España Negra. Es propiedad de Alcides que no lo presta. Tato y Doroteo que lo conocen bien han leído en voz alta pasajes escogidos, y se han estremecido, asombrado y reído a un tiempo. Alcides está todavía bajo la impresión de la lectura, brutal, asombrosa, hermosa. Ha escrito un pequeño texto, en el que se limitará únicamente a repetir cansinamente su entusiasmo y admiración.

Título este de La España negra que a veces nos parece sorprendente para un libro que tan a menudo rebosa poesía y hermosura página tras página. Sí cae bien la primera parte del título, la palabra España. Porque es de lo que se trata, leemos un poco de España en cada línea. Hay hermosura incluso en los pasajes más duros y siniestros, más sórdidos. España está en la expresión, en el idioma de Solana, tan vivo, tan claro, con ese don para lo expresivo, para el detalle, para lo truculento pero también para la chanza y el rasgo de humor. Las páginas de Gutiérrez Solana, el idioma y el lenguaje de Gutiérrez Sola son la más extraordinaria de las compañías. Nos reconocemos cierta debilidad por dos de sus extremos: la belleza de la evocación tan a menudo poética sin proponérselo tal vez (como el capítulo en que narra una boda a la que asiste) y lo procaz y rahez, expuestos sin circunloquios ni timideces, y que más de una vez han provocado en Alcides, pero sobre todo en Tato y Doroteo una carcajada disfrutona. Y es que, como diría Solana, los hay que tiene gustos de caballería.

Gracias al escritor Gutiérrez Solana, tan gran escritor como pintor y puede que incluso mejor todavía con las palabras que con el pincel, desfilan ante nuestros ojos los más extraordinarios paisajes españoles, no nos cansamos de decirlo, españoles, con toda la carga positiva que para nosotros tiene la palabra. Campo, pueblos, ciudades, barberos, libreros, convidados a una boda, cocheros, toreros, mujeres de la vida, prestamistas, casas de dormir, curas, plazas de toros, arrabales, Madrid. Todo está vivo, presente. A su lado, el periódico de hoy es una antigualla, viene a ser algo así como una tableta de arcilla con las cuentas de la despensa de Hammurabi. Tratar de ilustrar esto con una cita nos llevaría a la completa transcripción del libro. Sólo a modo de ejemplo para los que, tantos hoy, se quejan de que haya barullo en los toros y de que no se vaya a la plaza como al teatro, estas líneas de lo sucedido durante una corrida goyesca:

Ya era casi de noche y empezaban a encender papeles los espectadores como si quisieran alumbrarse. En un tendido se arma una bronca a garrotazos y tiene que subir la Guardia Civil a mantener el orden y a hacerse fuerte (…).

No hay lectura con más méritos para merecer la compañía del más grueso y mejor de los cigarros habanos. Nos cuenta por ejemplo, que los amigos que forman la tertulia del librero de viejo (cuya mujer gorda hace calceta refunfuñando en la trastienda) son pájaros de pocas carnes y que el cerero disfruta con el lápiz detrás de la oreja (- ¡Anda como yo! exclama Tato).

Pero digamos toda la verdad. No es libro para todos los paladares, sino sólo para los más refinados y a la vez más curtidos y bragados. Pues tiene el libro muchas cosas terribles, como terribles son el mundo y la vida tantas veces. Como esa mujer pidiendo, sentada a la entrada de la catedral de Toledo, en este día helado, apoyada sobre la verja que abierta franquea el paso a la entrada que es sólo para el Culto. Está envuelta en ropajes de todas clases y en mantas que no tienen forma, que la deshacen perdiéndola en un bulto de trapo del que asoma su cabeza. La lleva también cubierta por un paño negro y su mirar es triste pidiendo limosna. Los labios apenas murmuran, y pide en realidad con la mirada, lo único que no está envuelto y que nos asalta expuesto sin disimulo en toda su cruda tristeza mansa, resignada. Y cuando salimos sigue allí, recogiendo monedas, pocas, pues casi nadie la mira. Sigue en la misma postura, apoyada contra la verja, quien sabe desde cuándo y hasta que hora seguirá allí, cuando estemos ya nosotros de vuelta hacia Madrid, rodando de noche en el coche, como viajando en el tiempo por entre luces desde las páginas del pintor Solana.

Y en el momento de disolverse la tertulia, como surgido de la parte más terrible y brutal de los cuadros de Gutierrez Solana, como si hubiera estado encerrado en el libro, surge inesperado y como imposible un grueso moscardón, en esta noche helada de enero, y revolotea brutal, golpeando cuadros y paredes, asfixiado por el humo del habano.

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