El polígono está bajo un casquete de nubes oscuras, sin sol, como con la luz apagada y la ventana abierta. Aire, frío, humedad. Al cruzar la calle una parcela vallada permite jugar con los efectos ópticos. Si se mira sólo por el espacio entre dos camiones aparcados, no se ve más que la parcela sin construir. En verano es un simple desmonte, de tierra batida compacta y dura como el granito, de las que cuando éramos pequeños destrozaba las rodillas al resbalar sobre la arenilla, jugando a la pelota o correteando al ir a sacar al perro. Pero ahora, en invierno y con la lluvia de estos días, es otra cosa. Está cubierta de vegetación, de matorrales bien crecidos que a punto de secarse hace unas semanas han reverdecido. En primer plano retoños de olmo siberiano ya muy crecidos. Han cubierto la acera de sus pequeñas hojas amarillas formando una auténtica y resbaladiza alfombra otoñal. El centro de la parcela, más elevado, seguramente por la tierra acumulada de alguna excavación, da un aire campestre al conjunto. Con el relieve cubierto de densos matorrales desaparece la sensación de superficie alisada con una máquina, acotada y vallada, de terreno artificial. Al fondo, una hilera de árboles con todos los colores del otoño pues varios conservan todavía sus hojas, ocres, verde, grises y, sobre ellos, las nubes en cerrado y malencarado batallón.

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