miércoles, 17 de julio de 2019

Tarde de toros. De los cuadernos de Alcides Bergamota Elgrande. Cortesía de Calvino de Liposthey, biógrafo.


Tarde de toros. Aquí estamos de nuevo. El invierno es un recuerdo. El abrigo de paño de lana ya cuelga hasta el año que viene en el armario ropero. Le hemos cosido un botón. Percha de madera con la forma de los hombros, grises espiguillas, se balancea un poco al colgarlo, hasta quedar inmóvil rodeado de bastones, cajas de sombreros y de guantes, botas altas, zapatos con hormas de madera de cedro. Todo queda en silencio al cerrar la puerta. Y en este día, aniversario de la proclamación de la segunda república de tan infausta memoria, el aire es abrasador y el público de los tendidos, cubatero y zafio, nos parece más municipal y espeso que nunca. Eso le pasa por agarrao
Calle hombre. Pero esto son los toros. Ruedo y tendidos, tendidos y ruedo. El espectáculo es a la vez uno y doble, y no sigamos por ahí. Saltan a la vista los tres gordos. Tres gracias masculinas, modernos por el atuendo apretado y sintético, clásicos por el volumen y la desbordante carnalidad, panzas sujetas sobre las rodillas. Se disculpan por apretar al personal, usted perdone caballero es que estamos algo fuertes, y bromeando dicen que la próxima vez comprarán dos o tres entradas más, para estar más anchos. Se cruzan en el aire las volutas azules de los primeros habanos de la temporada con los pájaros -¿vencejos, gorriones?- que salen disparados desde un lugar inexistente hacia los medios, como catapultados por los espectadores. Mientras el Aficionado (si, con mayúscula) no pierde detalle de la lidia de Chacón a sus dos toros, o de las tres tandas de Robleño a su segundo, del tercio de varas que protagoniza el sexto empleándose bien, a mi izquierda comenta el vecino que esto es una zarzuela en directo. El ganado está como en el fiel de la balanza, sabe usted, nos tiene en ascuas, con cada toro que pisa la arena no sabemos si caerá del lado de la casta y la fuerza o de la flojedad y bobería. Y no puede faltar la tiorra. No es la única mujer claro. Hay muchas y de toda condición. Pero ella, la tiorra, se hace notar por sus aspavientos, su descaro, su condición revenida y aviesa, sus ademanes desvergonzados, su aspecto feroz y brutal. Confidencialmente, y mirando hacia ella de reojo, me dice el mismo vecino: ahí tiene usted arrobas de martirio e infelicidad para el incauto que caiga bajo su imperio. ¡Antes tirarse al ruedo con Miuras que ahorcarse de esa manera! Impresionados por la sentencia que nos deja helados y pensativos, hacemos por perder de vista a la energúmena. ¡Luego hay gente que se aburre en los toros! ¡Gente pa tó!


 


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