viernes, 12 de junio de 2020

Quemado por el sol, de Nikita Mijálkov. 1994.


¿Es necesario haber leído a Chejov para apreciar la película? Es probable que sí. Se trata de una película larga, que a algunos podrá parece lenta. Pero si la mirada sabe recrearse en la belleza de las imágenes y en la alegría un poco estrafalaria de esa familia que en 1936 sigue siendo del siglo XIX, como salida de alguna de las narraciones de Chejov, entonces la película no se hará larga y cobrará densidad. Y también se hará un poco angustiosa, por el contraste entre las abuelas -con sus collares y su té-, seres anteriores a la Revolución, y el acecho de la policía secreta, de los comisarios políticos, de los matones que esperan en el coche negro para llevarse al detenido. En apariencia, todavía sobrevive un mundo en ese rincón de campo, en esa dacha dónde distintas generaciones de la misma familia pasan el verano. 
Abuelos, nietos, una bisnieta, tíos, sobrinos, vestidos de blanco, rodeados de libros, de música. Sigue habiendo servicio, una doncella que es como de la familia, y servicios de porcelana, manteles de hilo, una sombrilla y fotografías familiares sobre las paredes. Cuanto se recrea la cámara sobre esas fotografías, pasando por ellas con una lentitud emocionante. Representan un pasado que sin interrupción se ha ido sucediendo y renovando, una línea familiar, un mundo coherente. Queda lugar en la pared para nuevas fotografías, pero el espectador presiente que no se colgarán, porque no serán tomadas. Y estos personajes pasean y van a bañarse al río. 

Es el verano de un mundo muerto, al que sólo se ha dado una tregua y al que no defenderán ni los bosques en que parece refugiado, ni los trigales sin fin que rodean a esos bosques dónde se esconde la bonita y acogedora casa de campo.


Y por eso la película se recrea en esa vida, en rendirle un homenaje, con todo el detalle y la parsimonia que se merece. Y con la melancolía lógica de pasear la mirada por lo que ya no existe –el cineasta-; y de pasar a formar parte de la vida y del verano de unos personajes que sin duda se verá quebrada sin remedio por el implacable asalto de los sicarios de la revolución –el espectador que lo va presintiendo-. 
En eso se acierta también a la manera de Chejov, que recrea un mundo y lo quiebra. La gaviota, Tío Vania, El jardín de los cerezos. Ya saben, no pasa nada, y de repente un pistoletazo. Y sí, hay un pesimismo, en medio de rasgos de humor, y sí, la familia está arruinada y se venderá la finca; es cierta la impotencia de los personajes que nos desespera… Pero en las obras de Chejov el mundo no parece morir, no del todo. Puede tal vez continuar en otro lado, saliendo sin más del huerto, de la obra, asomándose al lado. La revolución triunfante es otra cosa. No sólo se talarán los cerezos, sino que se sembrará el jardín de sal.
Para el Heraldo de Nava, 
Genaro García Mingo Emperador. 

2 comentarios:

  1. Claro que hay alternativas. Un ejemplo fabuloso es el de la familia del príncipe Lvov, verdadero contrapunto de los protagonistas de El huerto de los cerezos de Chéjov.

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