sábado, 16 de septiembre de 2017

Un sueño (uno de tantos). De los papeles del eximio polígrafo, Alcides Bergamota Elgrande.

Agradecemos como siempre la gentileza de Calvino de Liposthey que desinteresadamente nos hace llegar este sencillo relato

Salía contento del simposio en el que había participado con una conferencia muy sonada. Al calor de los aplausos sucedía ahora el frío helador de una noche negra y silenciosa, sin luna. Las sombras parecían piedra maciza de tan impenetrables. Segundo simposio en defensa y promoción de una Fiesta auténtica, convocado y organizado por la asociación El Toro Integro, de la que era vicepresidente y por la Peña los Puros, para la que servía gustoso de tesorero. La calle estaba desierta. Y todo por no andar lejos de la plaza. Quien le mandaba, pensaba ahora al oírse andar, al oír su corpulencia respirar pesadamente, por efecto del frío, del paso que había acelerado y de las arrobas que arrastraba, quien le mandaba haberse mudado a estas calles tan solitarias de noche. Cerrado el comercio, claro, cerrado el taller de coches, y la academia de contabilidad, cuyo rótulo decía estudios financieros, y cerrados también bares de copas, era lunes, y tascas taurinas, era tarde y era día sin toros. Había estado soberbio con su charla larga y concienzudamente preparada, y hasta un poquito flamenco, chasqueando los dedos para adornar pasajes de su conferencia, aupándose casi de puntillas sobre sus botines lustrosos, asomándose por encima del atril, ¡embalado! Nuevamente aguzaba el oído. Era la segunda vez que los oía nítidos. Pasos que le seguían. Precisamente ahora, cuando llegaba al desmonte, al solar de aquella casuca que habían tirado hace poco. En la calle estrecha, en la que se mezclaban diminutos chalets de otro tiempo con un jardín raquítico, y edificios de pisos, de cinco o seis alturas, estrechos, de un ladrillo pobretón, de terrazas pequeñas cerradas de cualquier forma -pese a todo dueña de cierta gracia castiza- en esa calle, no se oía a esas horas ni un alma. Salvo aquellos pasos, otra vez, claramente. Y sonaban de una forma peculiar, inconfundible para el oído finísimo del Amigo Pulardo. Eran pasos de boto campero, o de botín flamenco, de calzado de tacón macizo y alto. No había duda. Se inquietó de repente un poco, recordando los pasajes más encendidos de su charla, cuando arremetió contra el toro raquítico y colaborador, descastado y repetidor, que eliminaba de la fiesta toda emoción; cuando puso a caer de un burro al todo el gremio de picadores, clamando por la reforma de la pulla y por cabalgaduras más ligeras, cuando recordó que Bienvenida, Antonio, había tomado la alternativa con toros de Miura, ganadería que alguna de las pretendidas figuras esquivaba por sistema, Aplausos, puntillas, chasqueo de dedos, pulgar contra cordial y el público rugiendo, es un decir, prorrumpiendo en si señores repetidos… No había duda, ahora a un lado, la negrura, el espesor de la noche, se movía. Se movía sigiloso como una nube oscura que se desplazara sin pisar el suele, pese a que a la altura de los zapatos parecían brillar unas grandes hebillas. Al acercarse, la nube se hizo saco, y al acerarse más aún, un poco asustado, Pulardo tuvo que hacerse a un lado. El saco negro del tamaño de un hombre encorvado le recortaba. Si le recortaba y le quebraba, obligándole a salirse del camino, empujándolo con tres gestos más bruscos a una bocacalle desierta. Pudo por fin distinguir un sombrero ancho, una capa española llevada como embozo. Se quedó helado: ¡El estudiante de Falces! Quiso echar a correr, pero entonces una mano gigantesca lo agarro con fuerza y de un tirón casi en volandas, lo metió en el callejón. Ven aquí tú, tío piernas, lechuguino, piquito de oro, tío pera, listillo. La voz era ronca y cavernosa. Encendieron un farol y entonces pudo verles. Al gigantón de voz cascada y aguardentosa, de patillas a lo Paquiro, de aires a lo canalla antiguo pese a lo moderno de su chupa vaquera, le conocía de vista, de las tertulias del patio de caballos. Luego miró a los otros y ya no tuvo dudas, conspicuos representantes del denostado gremio: el Pimpi, el Rubio, el Linchi y el Mingas. Pero no podía ser, los dos primeros, ¡con lo que habían sido! ¡Si tenían que estar de acuerdo con el! Que quiere usted Amigo Pulardo, la solidaridad gremial, nosotros no queremos, en el fondo no es nada personal. En cambio los otros dos, el Linchi y el Mingas, le miraban con saña, con los ojos vidriosos del que se pasa el día achispado. Ventrudos, hinchados, apenas capaces de cerrar sus enormes muslos para andar derechos, la corpulencia del Amigo Pulardo a su lado no era nada, el gorrión frente al gocho. Cuando parecía que nada iba a suceder, volvió aparecer el estudiante embozado, con el venía Martincho montado en un toro cornalón ensillado con una albarda. Se hizo de repente un silencio atroz. Todas las miradas se inclinaron hacia el suelo. Se puso el Amigo Pulardo a seguirlas hasta entender lo que había provocado el silencio. Ahí estaba vestido de corto, con sus polainas camperas, su castoreño como de juguete, sus manazas peludas y chupando un cigarro Antonio Merino, el enano de Las Ventas. Asomaban de la faja que le ceñía la cintura las cachas de su faca descomunal. Abrió la boca para decir maligno: así que mis compañeros de ahora son un gremio de botijeros y montan caballerías como montañas, así que son jugadores de ventaja que pican protegidos por un caballo que es como un carro de llevar cántaros, así que hay que reformar las cosas, que se pierde la suerte. La suerte la vas a perder tú ahora cuando probemos contigo si esta pulla sirve o no sirve. Y diciendo esto escupió el cigarro y abrió la gigantesca faca. Vaya, faca de bella factura se dijo Pulardo, ya no se ven así. De esas de capar gorrinos y de abrir melones de piel de sapo de un solo tajo. ¡Zas, por la mitad! Parece una antigüedad. Y dejando de temblar pensó, ¿y este enano cuantos años puede tener hoy…? No puede ser y tampoco el Pimpi, ni el Rubio. Por la ventana entraba el primer rayo de sol. 

Debajo
Francisco de Goya. El diestrísimo estudiante de Falces.


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