sábado, 27 de mayo de 2017

A los toros.

Claro que seguimos acudiendo a La Plaza. La Plaza con mayúsculas, pese a todos los avatares. Y con nosotros el Amigo Pulardo, Tato, Bergamota el eximio polígrafo, Doroteo y the Countess, cada vez más arrimados los dos últimos. Calvino de Liposthey a menudo se une a la pequeña expedición que se monta desde Nava de Goliardos, que también es Puebla de lo mismo. Lo que sea necesario para no perder el hilo de sus crónicas.

El Amigo Pulardo ha estado esta misma mañana husmeando por La Plaza, comprando alguna entrada suelta, fisgando y observándolo todo desde su corta estatura, casi todo el rato de puntillas sobre sus lustrosos botines de piel de potro, con sombrero de jipijapa, pañuelo de algodón, corbata de lazo. El Amigo Pulardo se agita en la cola de las taquillas, con poca gente que es muy pronto. Se le acerca un reventa destentado: entradas para hoy. No gracias si tengo ya entradas, vengo para otro día. Un abonado quiere colocar las suyas, son dos, porque el cartel de por la tarde no le entusiasma del todo. Una entrada para el apartado oiga, aquí tiene. Se dirige hacia el patio de caballos al trotecillo lento de su piernas cortas aunque bien proporcionadas. Dos mejicanos piden un programa con los carteles de San Isidro, que lo quieren llevar para Méjico de recuerdo. Se les acerca un señor para explicarles que, por un euro, pueden ver el apartado de la corrida de por la tarde, accediendo por el patio de caballos a los corrales de la plaza. Se quedan como pensativos, asombrados del gesto amable en su humildad de turista modesto, temeroso del engaño. ¿Un euro? Queda en el aire el gesto amable. Mire, es que en los toros, como en la vida todo está en el gesto.

El Amigo Pulardo sube las escaleras despacio, enseguida resopla como un ternero cebado. Va embutido en un terno magnifico, salido de las manos de un buen sastre. No ha renunciado a eso. Los toreros se visten de plata y de oro. ¡El Amigo Pulardo se viste también! Es su forma de hacer, a su manera, un gesto también. Para mostrar respeto por los que pisan el ruedo, un respeto un poco trasnochado para estos tiempos en que hasta la corbata cae y la gente no se viste ya ni para la Misa del Gallo. El traje marca con precisión artesana su silueta canija, elegante y oronda, llena de severo empaque. Pero se ha descuidado últimamente. Teme que si resopla demasiado (resopla usted como una ballena oiga) salten las costuras del traje y puedan asustarse los toros por el estallido, y la gente de verle de repente en ropa interior, semi en cueros, como si de una performance marrana se tratara. Así que se para en un peldaño y deja pasar a la gente, para acompasar la respiración. Aquello está lleno de niños piensa con cierta alegría. La cornamenta inmensa de uno de los bueyes de la parada de la plaza le recuerda de inmediato a Fidelio Lentini Spotti, la pústula de los Abruzzos, el gran cornudo. Se hace el silencio y desfilan los gruesos toros de los Espartales, negros, ensillados. ¿Qué juego darán? Acodado en una barandilla repasa la corrida a placer y ve moverse los toros con los ojillos encendidos.

Ya en el museo taurino, saludos con el de las entradas. De usted me acuerdo caballero. ¿Les gustaron los toros de aquél día? El Amigo Pulardo va a tiro hecho. Lo que quiere es leer de nuevo aquél poema conmovedor de Rafael Duyos, a la muerte de su amigo Antonio Bienvenida. El sacerdote y el torero. Al Amigo Pulardo se le va el sentido murmurando aquellos versos. También se acerca a ver el busto de Ricardo Torres “Bombita”, y el retrato de Belmonte de Vázquez Diaz. Con los billetes en el bolsillo se va a casa. Al salir del patio de caballos se cruza con los dos turistas mejicanos que llevan en la mano las entradas del apartado al que finalmente han asistido. ¡Por un euro, híjole!

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