domingo, 6 de febrero de 2022

La tierra del grajo. Una reseña de Genaro García Mingo para el Heraldo de Nava.

No tiene excesivo sentido reseñar un texto si es pésimo, salvo que sea extraordinario en su imperfección y pese a ello reciba alabanzas diversas (cosa bastante frecuente). Menos sentido tiene aún si uno no se dedica a las reseñas, ni es crítico, ni nada que se le parezca. Si pese a ello se hace, la reseña es entonces una protesta. La reseña protesta apenas si merece el esfuerzo de ponerla en claro. Salvo por el gusto de la sátira, de zaherir ponzoñosamente. No debemos dedicar demasiadas energías a eso, que no nos sobran.

Pero hay otros textos que son todo lo contrario. Uno querría animar a que se leyeran, darlos a conocer. Como uno no es nadie y tiene nula capacidad de influir, se hace la reseña por puro placer, por puro agradecimiento a lo leído, para uno mismo. Estamos ante un caso así: La tierra del grajo, de José Antonio Martínez Climent, publicado por la editorial Verbum.

El título de la novela encierra varias claves que la lectura irá revelando. Tiene relación con un cuadro del pintor ruso Alekséi Savrasov, titulado Los grajos han vuelto, que ilustra la portada y del que se hablará en el relato. Savrasov es un espléndido paisajista ruso de finales del XIX. Así que en el título aparecen la tierra y la naturaleza, pero también, con la presencia de un pintor ruso, la gran geografía que recorreremos al leer. Es un hermoso libro. Tanto por la forma, un español hermoso, trabajado, rico, por momentos virtuoso, como por la historia que cuenta, tratada de manera voluntariamente deslavazada, como en escorzo, por un narrador que se sujeta y que claramente explica al lector que ciertos detalles no son necesarios. Por momentos se puede tener la impresión de que el hilo conductor se somete en realidad a los cuadros que al autor le interesa trazar con su fina sensibilidad, con su sentido de la observación, del detalle, con una prosa rica capaz de muy hermosas evocaciones. Esto no incomoda, la narración continua, sin ruido, como si asistiéramos a todo lo que se nos cuenta, sin estridencias, con el filtro de un velo ligero, que flotando en el aire atenuara las cosas, el tiempo, los hechos.

Octavio es protagonista, y a ratos narrador, un salto que se produce en el texto con naturalidad sin que la proeza técnica sea excesiva ni incomode. Está bien tratado el mundo mercantil, espléndidas evocaciones de una Europa de los balnearios, casinos y grandes hoteles, Venecia, Sicilia, el mediterráneo, el levante español, los largos viajes en tren, las estepas del Este, una sociedad internacional que se mueve a sus anchas por el continente con una galería de personajes de fuerte personalidad que vistos desde nuestra uniformidad de hoy parecen extraordinarios y variopintos. Y el amor, con ese personaje tan logrado que es Claudia. “Para entonces, Claudia ya había aprendido el delicado arte de dejarse mirar por los hombres."

Pero no se trata de un elogio del cosmopolitismo, ni de una de esas evocaciones de lujos pasados, de una belle époque de High life y Société, aunque varios personajes pertenezcan a ese mundo o lo frecuenten. Afortunadamente no se queda en aquello La tierra del grajo, sería alejarse extraordinariamente de su título y de la pintura de Savrasov. Porque dónde más alto llega el libro, dónde resulta más hermoso y casi diríamos que conmovedor es en su evocación de la vida en el campo, de grandes casas y grandes familias, por una parte, y de la propia naturaleza desnuda, por otra.

Se trata de un mundo enraizado. La frase “Hirundina siempre se santiguaba cuando tocaban a difunto” podría ser un ejemplo. El retrato de la vida de provincias es magnífico. Dos breves muestras, que son solo eso, un ejemplo entre páginas enteras que merecerían citarse: “Olía a manzanas cocidas con canela, y a la hiriente lejía que Hirundina empleaba para limpiar el terrazo, (…). En la mesita de noche se extinguían unos lirios (Tía Asuntina siempre los repartía por toda la casa: en el recibido, en el salón, en las habitaciones…)”. “Pero no vaya usted a creer que vivimos en el atraso o en el olvido. En S.V. hay dos peñas taurinas, la de Lillo y la de Cantó, antagonistas en todo por cuestión de gustos sobre encastes, pases, suertes y matadores, que suelen acabar en grescas callejeras y hasta en enemistades familiares hereditarias. Hay fábricas de cemento, cerámica, yeso, ocre, cuyo producto principal es el polvo. (…)”. No faltan ni el sentido del humor ni la ironía como parte del gran fresco que se nos ofrece. La descripción de los personajes puede llegar a ser fantástica. Dejamos una muestra con la del ventrílocuo don Francisco Sanz: “El don estaba representado por un hombrecillo vestido de chaqué, de aspecto apocado, que incongruentemente fumaba un enorme habano, enredado en animada conversación con un muñeco de hinchadas mejillas y enormes ojos fijos de lunático (de la peor y más visionaria dolencia psíquica que se pueda concebir)”. Algunas páginas en que se traza la vida de un torero un completo acierto.

Y, por otra parte, decíamos, la naturaleza en toda su belleza, pero también en su crudeza, en su realidad rocosa, pétrea e inclemente, como auténtica protagonista del libro. Hay pasajes realmente espléndidos que son además un alarde de escritura. Nos referimos en particular, porque no dejan de estar presentes por todo el libro, a la expedición de los protagonistas por las sierras del Maestrazgo. “El caso es que, tanto en primavera como en verano, a eso de media tarde y aún con sol, no hace muchos años, una fila de cabizbajas y rojizas ovejas se desplazaba con la mayor lentitud por el fondo de un valle circundado por picudas montañas, bajo las altas y ajedrezadas nubes, de un claro a una espesura, de una espesura a un claro, mientras la suave brisa que empezaba a moverse se llevaba su rítmico concierto de portentosas y saludables pedorretas, lejos, más allá de los peñascales, sobre las blancas pedrizas, pasados los bosques de encinas y robles, lejos…”. La sierra viva, desde que nace y crece, como si fuera un personaje más, con una vida de miles de años, hasta el presente. “Aquél es un páramo alto, creado durante los primeros bostezos del Paleógeno. Las fallas que habían comenzado a abrir el valle por dónde un día bajaría el Ferr, que hasta entonces se había limitado a la protocolaria tarea de liberar las tensiones geológicas entre placas antagonistas, invierten sus movimientos y se convierten en encabalgamientos como resultado de la lenta pero constante compresión del macizo tauritano contra el bloque castellonense. Así los materiales ordovícicos, más antiguos y consolidados, emergen y se disponen sobre aluviones y estratos sedimentarios cuaternarios, dejando a la vista en un par de millones de años unos suelos oscuros y duros, poco susceptibles a la frivolidad de esa erosión cuaternaria que, producida por el viento, o por la lluvia, o por el roce, allí se considera poco menos que una falta de respeto. Sobre ese terreno hay un caserío, unos pocos fuegos reunidos, más que en torno a un fuego o por causa de la historia, por el temor secular a los lobos, cuya nómina de campesinos y viajeros muertos es larga aquí, muy larga. El caserío en cuestión es Brugal de las Cuestas y, para cuando te quieras dar cuenta el mulero te habrá dejado en una revuelta antes de entrar, con tu morral tirado en el suelo mojado, y de él no verás nunca más que los cuartos traseros de su mula bajando por las cuestas.

Claro que hay algún elemento que no deja de ser una concesión a nuestro individualismo contemporáneo, como cuando uno de los personajes -no damos más pistas a propósito- en cumplimiento de su última voluntad, es arrojado, dentro de su ataúd, al río dónde hace décadas murió la mujer que fue su gran amor. Un rasgo romántico, novelesco sin duda, pero ante la muerte y ante el fondo de una Europa que agoniza, excesivamente suelto, libre y por eso tal vez tópico. ¿No es ese capricho postmortem una contribución al desmantelamiento del continente al que se asiste? Hubiera asombrado un funeral lleno de latines y con el de profundis. Y que en el ataúd se hubiera incluido tal vez, algún objeto de ella, como forma de póstuma unión. Pero esto son cosas del que esto escribe quien, en el magnífico libro que es La tierra del grajo, no pinta nada salvo como admirado lector. 

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domingo, 23 de enero de 2022

Habanos

 

- ¡Oiga usted! aquí huele a puro que echa para atrás – dice ella con los brazos en jarras y el busto prominente en tensión. 
- Pero... pero señora Domiciana si esto es el saloncito de fumar. Usted dijo que aquí se podía – dice el azorado pensionista.
- Pues claro, pero cigarros habanos, tabaco de la Vuelta de Abajo. ¿Pero dónde se cree usted que está? Pensaba que era usted un caballero.
- Es que están los tiempos como para habanos – se lamenta él. Y pensar que mi abuelo tiraba al ruedo petacas llenas cuando triunfaba Nicanor Villalta. 
- Lo que es venir a menos, sí, pero no usted, ¡el país, el país! Dichosa democracia. Pero hombre, ante un apuro insinúese que todavía quedan dos cajas de mi difunto, unos grandes Partagás que tengo perfectamente conservados y que yo no voy a fumarme. No sea corto de genio, hombre. 
- Señora Domiciana, que me quedo sin palabras, sin habla.


sábado, 22 de enero de 2022

Los jueces.

No confundir serranos con ruanos, se decía en la Ávila medieval, la de la Extremadura castellana por el siglo X y alrededores. Castilla, presentada como lugar de hombres libres dónde se queman los ejemplares del Fuero Juzgo visigodo y rigen las costumbres y las decisiones de los jueces, tierra del derecho libre, míticos Nuño Rasura y Laín Calvo. Todas estas cosas hay que conocerlas y colocarlas en su justo lugar, lejos de teorías contrafactuales, lejos de la historia hipotética, lejos del todo hubiera sido mejor si… ¿sí que? Lo interesante no son esas teorías para uso de presentes disparates, sino saber cómo vivieron y pensaron nuestros antepasados, en que creyeron, lo que lograron y, si resulta posible, cómo lo lograron.

viernes, 21 de enero de 2022

USURA

Terminamos ayer la cuarta novela de la serie Torquemada, de Galdós, que son estupendas. Tal vez la cuarta más floja, aunque la parte final de la agonía del tacaño y la disputa por su alma la mejora. De Torquemada en la hoguera destaca el tratamiento de la idea, descabellada para un católico, según la cual la limosna, las buenas obras, podrían obligar a Dios. Cree el tacaño que si de repente ayuda al prójimo podrá obtener sin duda lo que pide al Altísimo. Magnífico también, sobrecogedor, el retrato de la vieja sirvienta, su forma de hablar y la personalidad fortísima que bajo su infame apariencia late, capaz de decirle a Torquemada cuatro verdades tremendas y por supuesto de renunciar a la generosidad impostada del usurero.

De Torquemada en la cruz destacan la descripción de la pobreza de la familia Águila y las combinaciones que hace para no perecer literalmente de hambre. Sin que, por otra parte, se les ocurra a las hermanas buscar alguna clase de empleo, puesto que eso sería la definitiva muerte social, la pérdida de la honra, casi peor que la consunción física. Se empieza a apuntar la personalidad problemática, imposible, del hermano ciego, egoísta y enloquecido en su desgracia.

Magistral la pintura del ascenso del usurero en Torquemada en el purgatorio, con la idea fantástica de que ese encumbramiento sea para él, puesto que supone gastar dinero para lograr ciertos fines, un purgatorio, casi nos atreveríamos a decir que una tortura. En eso, el tacaño Torquemada es sincero. Nada se le da de tantos relumbrones de los que prescindiría sin dificultad si así evitara gastar dinero. Pero las hermanas Águila, con las que ha emparentado, se lo imponen. Otra paradoja es que ese mismo encumbramiento le permite acceder a negocios de mucho más fuste y de fabulosos ingresos, pero rabiará por tener que utilizar parte de las ganancias en labrarse una posición social que poco le importa en el fondo, pues carece de vanidad. Puede decirse que su único vicio, su único pecado, es realmente la avaricia más absoluta, la tacañería más enorme, claro que de ahí se deriva la más completa falta de caridad.

Llama la atención como la figura del usurero, la figura del tacaño, del prestamista chupasangres debía ser habitual en el paisaje de la sociedad liberal del siglo XIX, si hacemos caso de su literatura. Tenemos al citado Francisco Torquemada, de nuestro Galdós; a Jean-Esther Van Gobsek de Balzac; a Ebenezer Scrooge del Cuento de Navidad de Dickens; al tío de David Balfour de la novela homónima de Stevenson; al siniestro avaro retratado por Gogol en las Almas muertas; a la usurera de Crimen y Castigo de Dostoievski. Alguno se nos escapará sin duda.

viernes, 26 de noviembre de 2021

De una conferencia de Alcides Bergamota. Cortesía de Calvino de Liposthey, biógrafo.

Alcides Bergamota se yergue y apoyando los puños sobre la mesa de conferenciantes proclama:

Voy sobre la marcha a hacer un apunte sobre la procacidad sexual en verano. Murmullos en la sala. Tranquilos, será breve e instructivo. Debemos clasificarla en dos categorías distintas: la que consiste en un diálogo entre hombres y aquella que consiste en que ese diálogo –las mismas cochinadas- tenga lugar en presencia, además, de mujeres. Ya saben, lo que antes se conocía como el bello sexo o el sexo débil, utilizando expresiones que son hoy antiguallas, cacharrería vieja que no quieren ya ni los chamarileros. La segunda categoría es la delicada, la que puede complicarles o alegrarles el verano, según se mire, que hoy los temas de la honrilla son muy distintos también y hay mucho cornudo consentidor, que acepta corona de hueso con tal de que le dejen echar la siesta sin follones. Así está la raza señores, así. Digo que puede complicar el verano porque la chanza verdulenta, la procacidad sexual con el calor y el alcohol se convierten rápidamente, con toda su ordinaria crudeza, con toda su jerga de arriero, en la primera y más básica forma de cortejo contemporáneo. Él dice basteces, ella le ríe las groserías, y de ahí a hacer la croqueta sobre la arena, un paso. Quedan advertidos los oyentes. Claro que aquí en Nava, más que arena de la playa tendrá que ser la alfalfa de un pajar, y claro con las alergias y los picores el riesgo disminuye mucho. Insisto, para quien considere el asunto de la libre cópula veraniega como un riesgo. Y si nos piden que nos pronunciemos, nosotros somos partidarios de morder con fuerza en el bollo, que quieren que les diga.



miércoles, 24 de noviembre de 2021

El corazón es un cazador solitario. Por A. Bergamota Elgrande.

Carson McCullers pertenece a la nómina de excelentes escritores que ha dado el Sur de los Estados Unidos. Por supuesto, el primero de todos ellos es casi con seguridad Faulkner. Pueden citarse además Flanery O’Connor, Truman Capote, Harper Lee con su único libro, Thomas Wolfe, Irving Cobb y su personaje, el juez Priest, llevado al cine por John Ford. Podríamos remontarnos hasta Mark Twain pasando incluso por Margaret Mitchell, aunque medie una larga distancia entre Lo que el viento se llevó y El ruido y la furia.

Su libro, como tantos otros, es una reflexión sobre la condición humana, vista desde un lugar y una época precisos: una ciudad del sur durante los años treinta, a punto de estallar la segunda guerra mundial. Y vista, por supuesto, desde su personalísima perspectiva. Están ahí la mirada hipersensible. La atormentada complejidad de otras obras de la autora parece aquí más atenuada, más contenida, pese a la crudeza de varios episodios del relato.

Es posible que no sea una lectura fácil, puede que no se deje abordar fácilmente por cualquier lector, muchos dirán que en el libro no pasa nada. Hay en cada página mucha delicadeza y sensibilidad bajo esa forma de narrar realista, austera, de frases cortas, carente de florituras. Sólo se deja ir un poco cuando pinta los paisajes. Porque tiene algo de una colección de pinturas, de pinturas de Hopper por supuesto. El sur de los Estados Unidos, los años treinta, un barrio humilde, casi marginal, la inmensa soledad de los personajes, la sensación de que viven en un mundo en el que no hay estructura, en el que no hay nada apenas a lo que agarrarse, por lo que dejarse guiar. Y la condición de la comunidad negra omnipresente. El sur con su calor, sus tormentas, sus casas desvencijadas, su pringue, los blancos desastrados, los negros marginados. Varios personajes llegaran a entrelazar sus vidas, sólo momentáneamente, porque nada dura, al conocer a un sordomudo al que todos acuden separadamente, para hablar, para contarle sus cosas. La función del mudo recordará, a ratos, a la del sacerdote católico, confesando a toda esa extraña comunidad momentáneamente formada a su alrededor, a la que ayuda a salir adelante. Tampoco es difícil entender que, en realidad, la condición de mudo permite hablar con él sin apenas réplicas, y como explica uno de los personajes principales, se le puede atribuir un poco lo que se quiera. Desaparecido el vínculo se deshará la comunidad, caerán los lazos que la presencia de Singer el mudo había establecido, mal que bien, sin proponérselo, entre los que le visitaban. Unos marcharán, otros terminarán de crecer, uno de ellos comprenderá. Nada se esconde al lector bajo la aparente sencillez. Hay una minuciosa descripción de la realidad, y conoceremos a todos los personajes casi íntimamente. Nada se le ahorra tampoco, ni dolor, ni miserias, ni la sensación de que la vida, con una pesada inercia imposible de detener, maciza, plúmbea, todo lo arrolla. El rodillo pasa sobre la sociedad en su conjunto, pero también, individualmente, sobre los protagonistas, uno a uno. Hay ahí una tristeza, una melancolía si se quiere, una gran sensibilidad ante lo que se ve, ante la condición humana descrita resignadamente, sin claves ni respuestas. Aunque tal vez las vislumbre por un momento uno de los personajes, sólo al final. Una condición humana que se impone sobre el individuo, que no es posible cambiar, ni detener ni alterar. No te quedes sólo, dice el doctor Copland a Jake, no te quedes solo. Tal vez en ese país de exacerbada soledad, sea esa la clave de lo que hemos leído, tan delicadamente narrado, con tanta finura y tanta fuerza. No es tampoco descabellado ver la vida como la ve la autora, con esa lucidez sin rebajas, con esa claridad dolorida, con una mirada como herida de pura sensibilidad, que hace un esfuerzo por contenerse. ¿No es un poco nuestro punto de vista también cuando por ejemplo rezamos la Salve católica? Nos referimos a nuestro destierro en este valle de lágrimas. Si es cierto que, el destierro, cuando se espera la Resurrección tal vez sea más llevadero que cuando, simplemente, a nuestro alrededor, no hay nada.