miércoles, 20 de febrero de 2013

Una Iglesia Católica, Apostólica y Romana..

Ante la inesperada renuncia de Su Santidad Benedicto XVI surgen desde todos los rincones del orbe multitud de interpretaciones, algunas bienintencionadas y otras no tanto, más bien maliciosas o directamente malvadas.

La renuncia se venía mascando en círculos de gente enterada a raíz de las declaraciones más o menos veladas que gentes próximas al Pontífice y el mismo habían ido dejando caer en los últimos meses del pasado año tras el estallido del escándalo conocido como Vatileaks, de hecho los lectores de "Los Cuervos del Vaticano" de Eric Frattini publicado por Espasa en octubre del 2012 han tenido ocasión de leer estos testimonios.

No me propongo en estas breves líneas tratar de las causas reales de la renuncia que a buen seguro solo Dios conoce con suficiente exactitud, sino llamar la atención de nuestros lectores cepogordistas ante los indudables aires de renovación y cambio que se presienten en el entorno del Vaticano y de la Iglesia Católica.

En lo tocante al gobierno de la Iglesia, el papado de Benedicto XVI se ha caracterizado por dos notas importantes que nadie puede juzgar negativamente; uno es el tratamiento del doloroso y grave asunto de los abusos sexuales cometidos por sacerdotes y miembros de la iglesia ocultado de manera criminal y errónea por muchos obispos durante años y otro es el de haber tratado de afrontar el escándalo de las finanzas vaticanas, si bien en éste último caso su triunfo final aún está por llegar.

El problema de las finanzas del Vaticano es de los más graves que afronta la Iglesia; no tanto en cuanto a la necesidad de hacer una limpieza a fondo de personas, sistemas y costumbres, sino en cuanto es hijo de un proceso histórico que nace siglos atrás y por tanto atañe a la propia orientación de la administración . Lo que ahora sufrimos es el resultado de alineamientos y decisiones adoptadas hace años por otros pontífices y dignatarios de la Iglesia y que han ido configurando la economía del Estado Vaticano que hoy tenemos.

Para dar solución a los problemas presentes el nuevo pontífice tendrá que adoptar medidas que sin duda modificarán profundamente el Vaticano que hoy conocemos. La Iglesia continuará siendo Católica y Apostólica, queda la gran cuestión de si continuará siendo Romana o al menos Romana al estilo de los últimos tiempos, por el bien de todos los católicos espero que no sea así.

Sanglier.


martes, 19 de febrero de 2013

TERTULIAS DERROTISTAS

Rebusqueteando sobre Agustín de Foxá encuentra Doroteo esta frase suya (de Agustín, no de Alcides):

José Antonio mejoró mi espíritu. Lo maduró y me salvó del peligro de las tertulias derrotistas y sovietizantes", afirmó. Las tertulias derrotistas, esto es exactamente, con un formato u otro, a lo que se ha reducido el análisis de la realidad para la mayoría de la gente que nos rodea, que ha pasado sin transición ni reflexión del “España va bien” al “toesunasco” acompañado de los consabidos insultos a nuestra forma de ser, y a nuestra historia. Tropa que continúa ignorando sin el menor asomo de culpa esa historia, que es tan incapaz de razonar con serenidad, sin proyectar sentimientos, tan incapaz de hacer uso de espíritu crítico y de reflexionar como cuando las cosas eran de vino a cien euros botella. Desde luego personalidades en nuestra vida pública que sean capaces de cambiar esto y de sacarnos del derrotismo y de la socialdemocracia de pataleta y derechos no parece que haya demasiadas no.
TATO

sábado, 16 de febrero de 2013

Paseo: alguna vista.

El arbol.

La sierra.


La calzada romana



... y los amigos del cepogordista, en sus cosas.













PASEO

Cuando echa a andar monte arriba el cepogordista lleva en la retina las alturas nevadas del puerto de la Fuenfría, y en las piernas, que se acobardan un poco, el recuerdo de la ascensión. Luego se le ponen delante la inmensidad de los pinares ya por la tarde y las curvas cerradas de la diminuta senda nevada por la que descendieron como cabras hacia las Dehesas, ya de vuelta. Al hombre le había rozado una bota y lo pasó mal. El cepogordista lleva muchas cosas en la retina pero su caletre da para expresar pocas. Así es. En el recuerdo lleva también la belleza y la alegría española de los libros de andares de don Camilo. ¡Del olvidado don Camilo! Y se le vienen a la mente ahora, en esta mañana de sol, de primavera adelantada. El viaje a la Alcarria y el viaje por Castilla la Vieja. Lo habrá notado el lector si no es muy lerdo. Al recordarlos, siente un punto de envidia, pero no de envidia carpetovetónica, no le desea a don Camilo que se tuerza un tobillo o que le roce la bota, ni que le escuezan los muslos puestos en carne viva por un mal calzón. No. La envidia es sólo del silencio, de las soledades, de las distancias recorridas a pie, y del fumeque sentado al pie de algún árbol, o sobre una peña, un honrado Farias seco, apuntalado con papel de fumar. Le hubiera gustado al cepogordista acompañar a don Camilo, silencioso, al menos durante una jornada. Y se le vienen ahora a la mente las páginas, las vivas y hermosas páginas de esos libros de andares por España. Don Camilo, ya saben, aquél hombre grandón que escribió también La Colmena, Mazurca para dos muertos, el prodigioso charlador, el de Papeles de Son Armadans, el inventor de los más extraordinarios nombres. Parece a veces que la gente está a otra cosa.

Trepamos entre robles y fresnos, entre las rocas hasta la silla. Las piernas se esfuerzan y el corazón late y uno siente que la vida se renueva. Luego sigue el paseo regalando rincones y vistas, enmarcados por las moles de granito repartidas como a capricho. La mole de piedra a nuestra dercha siempre, y del otro lado el horizonte se extiende multiplicado por la altura, con la ciudad inmensa perdida entre los brillos del sol que sale tranquilo, como de charla con un resto de nubes que difuminan un panorama que hoy no tiene la nitidez de otros días. Pero que con este día de interludio primaveral se hace querer. Las cumbres nevadas presiden el camino. El paisaje, las vistas, el aire, son un regalo. En palabras del viejo cascarrabias que es Baroja: El Guadarrama resplandecía azul como una piedra preciosa.

Los compañeros del cepogordista, pues no ha venido solo, van a su aire, como es lógico. Otros no han venido. Al cepogordista le gustaría zaherirles un poco, fustigarles con la vara de avellano retórica, azuzarles. Sabe que no vendrán, y que no debe zaherirles. Así es la vida. Pasan delante del inmenso y solitario cedro, se detienen a escuchar los trinares de pájaros que no se muestran, huele de pronto a establo limpio, anunciando la proximidad de una vaquería, siguen hasta llegar al pueblo, donde toman un café. Digamos la verdad, el cepogordista y sus compinches se ven a sí mismos como altos exploradores, como a Valdivia en el Chaco y, aproximándonos en el tiempo, se mueven convencidos de hacerlo con el sigilo de Perro de la Pradera, el guerrero Crown o del trampero Sam Minard, calzado de silenciosos mocasines. Sin embargo sus andares son más bien los de Bisonte que se tropieza. Arrastran los pies, dan pisotones, y arman una escandalera con bastones de duro hierro y afiladas puntas, que repiquetean sobre el granito milenario, al que tratan de arañar rabiosos, gimiendo y vibrando, y a los que han quitado las conteras de coma, como el macarra le quita el silenciador a la moto, para decir aquí estoy yo. Así que los pájaros, no es extraño que no se dejen ver. A media distancia, los habituales mirlos de pico naranja, y un poco más allá, cornejas o urracas, triscando por el campo, con esos saltos de andar como sobre zancos de muelle.

Pero no seamos injustos. El cepogordista y sus compañeros distan mucho de ser eso que se conoce como domingueros. Son inofensivos, y hasta una bendición para la sierra. Han cuidado su atuendo y evitado licras y tejidos chillones; no llevan gorritas de beisbol con publicidad de una constructora, ni radio, ni cascos, ni juegan con el móvil que va en silencio. En su inocencia, llevan en el bolsillo derecho del abrigo unos buenos prismáticos. La senda es amable y no tiene peligro. El único riesgo proviene de unos como ciclistas. Son una gente rara, que zumba con la cabeza gacha, como sin mirar. Un carnero los mira pasar mientras trisca una hierbitas y surge la comparación obvia (y ofensiva para el carnero). Nos avisa de su acometida el ruido infernal, como a desguace, que monta el aparato negro sobre el que van cosidos. Negro el aparato y negros ellos. Un par de veces hemos tenido que dar un brinco a un lado. Son gente que ha mutado, el cuerpo enfundado en ropas prietas que se ajustan a las más variadas carnes que puedan imaginarse y que les han salido como una segunda piel. Llevan plástico, gafas de sol, cascos, decenas de cremalleras y unas como botitas de fierro enganchadas a los pedales. Para colmo, llevan el trasero reforzado, como forrado de un corcho sujeto por dentro de un horrible pantaloncito que seguramente llamarán culotte. Pasan bufando, y como un resto de su antigua condición, se les escapa un saludo, un “buenos días”. Lo sueltan al adelantarnos como ruidosas exhalaciones y esas dos palabras invitan pese a todo a un cierto optimismo. Al segundo les hemos perdido de vista, al momento nos hemos olvidado de ellos, los pájaros siguen cantando, el granito sigue quieto, ya pisamos las grandes losas fuertes y pulidas de la calzada romana, la hermosa e indiferente calzada que marca el camino desde hace dos mil años, y que recuerda al cepogordista las vanidades del momento presente, la fugaz hermosura del mundo. Por el cielo planean dos rapaces inmensas, la cola en forma de uve, el pico curvo, fuerte y corto, los extremos de las alas dentados en redondo, el plumaje del dorso es pardo y negro el resto. El caletre del cepogordista que no es el de don Camilo y no da para identificarlas, y tampoco da para inventarse el asunto. El cepogordista lleva días más bien centrado en el tejón, y se ha dejado el libro de aves. Porque el tejón es un mamífero con el que el cepogordista se identifica especialmente. Pero esto es otro cuento. La pareja de rapaces planea en lo alto por los caminos del aire, delante del Guadarrama que brilla azul y orlado de blanco como una piedra preciosa, como ingrávidas y de otro mundo, como si durante estos años hubieran estado allí siempre, acompañando a la calzada romana, para asombro de caminantes.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Diátriba (no lea usted que es alma sensible).

El pobre Mariano, o el memo de Mariano, según se quiera abordar la cuestión, no deja de ser un Zapatero, sin la pluma, pero un Zapatero al fin y a cabo, aunque sin el aire femenil y cretinoide. Al menos de puertas afuera y mientras tiene la boca cerrada, escondida tras la barba. Cuando la abre, vuelve Bambi, porque en rigor el discurso viene a ser el mismo, es decir nada. La nada. Sus palabras producen una succión de la materia que deja tras de sí el vacío, el desierto, el fin de occidente, la pura masa sin forma alguna. Cuesta creer que alguien pueda tener la cabeza tan hueca o tanta falta de vergüenza, tanto cinismo. La oquedad bajo la tapa del cráneo es tan inmensa que se oye retumbar el eco sin encontrar obstáculo: no hay una convicción, ni un principio, ni una idea, ni una creencia. Oiga usted, mire usted, a mí me parece, yo creo que he sido justo… Nada. Ausencia de discurso, todo es falso menos un poco, y las mismas falacias lógicas que utiliza el que me pone el café en el bar por la mañana, para defender a su equipo de fútbol: le han roto la pierna cuando iba a meter gol, pero eso no tiene nada que ver… He incumplido todas mis promesas pero he cumplido con mi deber... ¿? En fin. No merece la pena.

Retrocedamos unos años. 1547. Algunos progretones nos niegan, niegan a España, nada ha existido. La historia militar no tiene buena prensa por aquí, pero es interesante, porque al sumergirnos en un acontecimiento tan concreto como una batalla o una campaña militar nos facilita fotografías de ese instante, descripciones exactas de quienes estaban presentes cuando fue disparada la instantánea. Y así, en la campaña que llevo a cabo Carlos V contra la liga de Esmalcalda, y que acabó con su victoria en Mühlberg, resulta curioso comprobar, al examinar la fotografía, cuantos de sus protagonistas son españoles. Así puede verse al maestre de campo Álvaro de Sande, al mando del tercio formado por soldados reclutados en gran parte en Hungría, los cuales, poco amigos de los alemanes y por tanto del Imperio, entran en la batallada al grito de “¡España, España!”. En las escaramuzas que preceden a la gran batalla, Álvaro de Sande encabezaba una encamisada llevada a cabo por unos mil arcabuceros españoles que atacan el campamento enemigo sembrando el pánico. Luis de Ávila y Zúñiga dejó escrita una crónica de la campaña en la que participó activamente: de la guerra de Alemaña hecha de Carlo V Máximo Emperador Romano Rey de España. Está fechada en Venecia al año siguiente de Mühlberg, en 1548. El duque de Alba era el principal comandante del ejército imperial, directo asesor del emperador. El cruce del río Elba por el ejército de Carlos V fue posible gracias a la hazaña de once soldados españoles quienes, con las espadas en la boca, cruzaron a nado el rió para apoderarse de los pontones retirados por el ejército protestante que mandaba el grueso Juan Federico, príncipe elector de Sajonia. Se montaron un poco más lejos, río abajo, y permitieron cruzarlo. Una vez derrotados los protestantes y capturado el grueso elector, su custodia fue confiada a Alonso Vivas, maestre de campo del tercio de Nápoles, es decir, de un tercio de infantería española. El lugar dónde al terminar la batalla acampó el emperador, ya de madrugada, fue denominado por la población local Spennsberg, versión dialectal de Spanierberg o monte de los españoles. Más tarde, una de las condiciones de la capitulación de la ciudad de Wittemberg fue que en ella sólo entraran tropas alemanas del Emperador, pero no las españolas. En la campaña de Mühlberg participaron los tercios de Hungría, Nápoles y Lombardía, también conocidos, como era habitual en aquella época, por el nombre de sus comandantes, respectivamente los tres maestres de campo, Sande, Vivas y Arce. En fin, hasta aquí, un poco de color español, en su versión más limpia y positiva.

El que quiera saber un poco más del tema puede consultar Mühlberg, 1547, por Mario Díaz Gavier, publicado por editorial Almena en su estupenda serie Guerreros y Batallas. Sí señor.

ALCIDES Y SOLANA

Alcides repuesto, habían reanudado los paseos.
E incluso habían fumado juntos. Aquella tarde de invierno se sucedía el callejear por el casco antiguo de la ciudad, guiados distraídamente por don Dimas que tan bien la conocía: la Merced, las Agustinas, Santo Domingo, la Antigua, Platerías, San Clemente… Oyeron Misa en Santa Eulalia. Resonaba en la cabeza de Alcides la brutal y esperpéntica clerofobia del pintor, tan extraordinariamente vertida en sus escritos. ¡Cómo estaba escrito aquello, pero que desgarramiento, que encono! Hasta el punto de que Alcides no sabía si sería apropiado abordar el asunto con don Dimas, pese a la entrañable amistad, o tal vez por eso mismo. Pero pudo más la necesidad de desahogo, de compartir aquello, al menos para intentar una aproximación. Recordando sus lecturas de teoría militar –pocas pero sabrosas- se decidió, con ánimo de mitigar cualquier dificultad y de asegurar su posición para un posible repliegue, por una maniobra de flanqueo, vía la pintura. Fue don Dimas quien al primer trasteo desbarató él prudente movimiento.

-          Alcides hombre, si te interesa la pintura del Guti, como le llamo yo, deberías leer sus libros. Gutiérrez Solana es tan buen escritor como pintor, si no mejor…
-          Pero Dimas ¿tú has leído a Solana?
-         ¿Pero hombre Alcides, por quien me tomas? ¡A estas alturas!
-          Hombre, entiéndeme, es que a veces es tan…. Y tú que eres sacerdote…
-          A ver si vas a empezar con los remilgos y las tonterías con los sacerdotes, que te doy un capón. Lo dirás por la manía anticlerical supongo…
-          Si claro, no sabía si… A mí me parece un gran escritor y claro me parece tan duro, tan injusto y sesgado.
-          Tan ofensivo y tan brutal, puede decirse y, a veces, tan gracioso. A veces. Pero no le entres por ahí. Solana es por una parte un hombre de su tiempo, y por otra no es un reportero. Qué manía tiene la gente de confundir historia y literatura, y no lo digo por ti. No hay que leerlo de esa forma. Yo no creo que él tuviera ninguna pretensión de objetividad, son sus obsesiones y su escritura es puramente plástica, mezclada con un gran conocimiento de la vida y guiada por su obsesión de realismo, de no obviar nada, de considerar que hasta en lo peor hay humanidad. Además, tampoco neguemos que pudiera haber realmente mucho de lo que describe. La Iglesia tampoco escapa al tiempo en el que vive y aquella España, sin reducirla a lo que Solana quiere ver, era otra. Era otro el mundo. Si lees al normando Maupassant, ¡cuántas historias negras entre sus cuentos! Lo que es extraordinario en Solana es como escribe, como está dicho y narrado, su franqueza, y su voluntad de buscar realidad, carácter, personalidad, de remontarse hasta las entrañas de las cosas, de la vida, de no cerrar los ojos ante nada, pese a lo que ese proceso pueda suponer, pese a la negrura que aflora, porque él la ve y no la niega, porque estar, está ahí, aún hoy, ahora. Yo creo que no es descabellado decir que la inmensa humanidad de Solana viene a revelar, a su manera, un hombre religioso. No es un nihilista. No puede serlo el hombre que ayuda, que se abraza al viejo mendigo encontrado en plena calle, que llora, y al que ayuda. Ya sabes a qué escena me refiero.
-          Ya. Dimas la verdad es que me dejas pasmado.
-          Bueno, es un tema para empezar y no acabar. Y sí, es un libro terrible también, y una experiencia, y tal vez no para cualquier lector, al menos no de buenas a primeras.
-          Está claro. Vamos ya hacia casa que empieza a helar.

domingo, 10 de febrero de 2013

CEPOGORDADA

Cepogordada

Desde hace una temporada han notado Tato y Doroteo que Alcides ha desarrollado una obsesión nueva, y es que se siente observado - y cohibido un tanto- por la presencia de la condesa de la Croqueta.

-         Será de la Cocreta, dice Tato maligno.
-         No señor, de la Croqueta que es mucho más fino.
-         Será que tiene dos títulos, dice Doroteo terciando como siempre.

Tato prosigue a lo suyo:

-          El vino había que beberlo por tragos de a litro, en cubos.
-          ¡Oh! ¡Estoy desolado por tanta rudeza señora condesa!

Doroteo no quiere tampoco tener el pico cerrado:

-          Para una sobremesa decente sería necesario poder transformarse a voluntad en perro de caza, para poder echarse a dormir al lado del fuego, casi en el halo de la llama, tostándose un poco los bigotes y dando algún aullido en sueños.
-          Eso no puede compararse –dice Tato- con ser un gato recostado sobre un cojín bordado con la palabra Micifuz.
-          Pero que bobada, donde esté un perdiguero de Goya, vamos hombre, un gatejo…
-          Si, perdiguero. Yo te veo más bien adoptando forma de perro quiqui de pueblo, que es nuestra gran aportación a la zoología moderna: tamaño de un ladrillo, con patillas vivarachas, brincador y saltarín, celoso y malhumorado, feo como no hay dos, rey de las manchas y la asimetría, ladrido aflautado e incesante, y echado para adelante, verdadero capitán Matamoros de la perrunez, siendo más pulga que mastín…

Tato es interrumpido por Alcides:

-          Querida condesa, estoy desolado nuevamente, cuanta rusticidad, acepte en desagravio esta flor de camelia…
-          ¡¡Flor pocha!! ¡De las que se caen solas al suelo por tu falta de pericia con la planta, tío cursi!

Esto fue ya demasiado, excesivo, se oyó un portazo y la condesa de la Croqueta se marchó para siempre. Cuando salió del sanatorio repuesto de sus cansancios y vivificado por los aires de la sierra y los largos paseos, Alcides estaba como nuevo. El bueno de Dimas estaba con él. No dejó de estarlo un momento. Si, su cuñado, el sacerdote hermano de Charito la Estrecha, que pese a todo, seguía siendo su gran amigo y compañero de los interminables paseos por la ciudad levítica, por la espléndida e inabarcable ciudad por la que trepaban y descendían como cabras durante horas y horas, a buen paso de conversación.

Dimas sermoneó primero un poco a Tato y a Doroteo, para que extremaran en sus visitas al sanatorio la cortesía con el enfermo. Eso sabía hacerlo don Dimas con buenas formas y mucha eficacia. Unas visitas cortas durante las cuales Tato leía en voz alta, pero sin alzarla mucho, la biografía de Gertrudis Gómez de Avellaneda, salpicada de algún verso romántico suelto, dicho por Doroteo, pinzando una lira y con un pie en el aire: Yo como vos para admirar nacida, / yo como vos para el amor creada, / por admirar y amar diera mi vida, / para admirar y amar no encuentro nada. Conocían ambos la debilidad de Alcides por la poesía española del romanticismo. Aunque esta primera intervención de Doroteo con este primer verso estuvo a punto de ser contraproducente, pues no convenían los bruscos ataques de risa todavía. Visitas acotadas por el buen Dimas a veinte minutos.

Pasados quince días, don Dimas tuvo una segunda intervención decisiva, en la forma de una caja de habanos. Pero nada vulgar ni ostentoso. Una caja vieja, en la que cabían tranquilos y sin apreturas ni movimientos, veinticinco cigarros de distintas marcas y vitolas, seleccionados por el buen sacerdote, y sufragados por Doroteo. Aclaremos, para los hipocritones que se escandalicen, que don Dimas hacía tiempo que había renunciado al tabaco. Sólo consentía una excepción, que era la de fumar en compañía de Alcides, sentados al atardecer con una gran jarra de agua y dos vasos. Ordenados por orden cronológico, para fumarlos en secuencia a partir de los quince días de convalecencia, tan pronto como Alcides tuviera permiso para pasear de verdad, tres Romeo y Julieta Exhibición número 4 y dos Exhibición número 3. Cigarros medianos, de buen cepo, para que no exigieran demasiado y no hubiera resistencias en el tiro. Disminuían luego, con dos Montecristo del 4 y tres Rey del Mundo de parecida vitola, que más concentrados constituían una cierta prueba. No de fortaleza del cigarro, sino de paciencia y calma en el fumar. De ahí, tres Punch Punch, y dos H. Upmann medianos, Magnum. Luego proseguía la caja con tres Partagás 8-9-8 y tres Ramón Allones para completarse con las grandes vitolas para las grandes conversaciones, los grandes silencios y las largas lecturas, varias de los cuales se fumarían ya en casa, una vez dada el alta, tal vez con una gota de Oporto: Sancho Panza, un inmenso Vega Robaina, varios Churchill de Romeo y Julieta, dos gigantes de Hoyo de Monterrey y un par de Lusitanias. El peculio y la generosidad de Doroteo no tenían límite. Pronto reanudaron sus paseos por la hermosa ciudad y sus alrededores. Don Dimas y Alcides eran de la misma quinta y de misteriosas afinidades. Apenas tocaban el espinoso tema de la catástrofe en que había terminado el matrimonio de Alcides con Charo la Estrecha (para don Dimas simplemente Charito, claro). Pero tampoco se esquivaba, pues a menudo Alcides había recurrido a su amigo, como tal y como sacerdote. ¡Sacerdote! Y es que el milagro había obrado, pues don Dimas y Alcides no llegaron a alejarse del todo durante la que podría llamarse furiosa etapa del matrimonio civil de Alcides con Toñi la socialista. Alcides, como un péndulo, renunciando a sí mismo y a su entorno, por infantil oposición, contrajo el más feroz sarampión progre que imaginarse pueda. Pero ni por aquél entonces el vaso de la paciencia de don Dimas llegó a colmarse, y Alcides estuvo asido a esa presencia amiga, casi sin saberlo, como el náufrago en la tormenta abrazado a un tablón desgajado de la amurada del navío que zozobra. Pero en fin, eso es otra historia. Demasiado hemos picado de aquí y de allá. Ya mediado el cigarro, nos interesa traer aquí la opinión de don Dimas sobre la escritura del pintor Solana.