domingo, 21 de septiembre de 2014

EN LA EXPOSICIÓN DE PINTURAS VICTORIANAS

Acudió ayer la tropa a ver una exposición. Todo finura. Los cuadros de la colección de un señor poderoso que los presta para que se cuelguen y puedan verse en distintas salas del mundo. Eso le honra y además parece que sus gustos son eclécticos y su colección variada. Eso será sin duda bueno para su salud. Verá luego el lector porqué.

En esta ocasión eran cuadros victorianos.

Hacía tiempo que no se adentraban en un museo moderno. Lo primero que llamó la atención de la partida fue el propio edificio. Las pinturas que se pueden ver en Nava (o Puebla) de Goliardos, están en casas particulares y en una sala de la colegiata, a la que se accede sin pagar entrada. La visitan pocos y silenciosos visitantes que contemplan las tablas y algún lienzo con calma, sin llevarse a la oreja ningún extraño aparato didáctico. A las pinturas de la colegiata se llega pasando por el claustro que es silencioso. A través de los arcos la vista se recrea sobre un pequeño jardín que vive ahí alegre y escondido. No se cobra la entrada como decíamos, pero se puede dar la voluntad, al entrar o salir, para contribuir al mantenimiento del edificio y de las pinturas, así en plural. Además, Doroteo suele financiar generosamente el mantenimiento del conjunto. La colegiata no queda lejos de su casa. De su kelly, como dice Tato.

-  Hemos tenido suerte, no hay cola, ni masas. Será por las fechas y el calor - dijo Doroteo.
-  O por la exposición. ¡Que ganas de traernos a ver esto, con lo que tenemos en Nava! - contestó Tato.

Terció Alcides:

-  Vamos a ver Tato, hay que darse de vez en cuando un garbeo de incógnito, para darse un poco cuenta del mundo en que vivimos.
-  Habrá poca gente pero hay que ver las pintas.
-  No empecemos y vamos primero a tomar un café.

Avanzaron un poco los tres, con el paso tranquilo y constante de quien está acostumbrado a la tertulia andariega.

-  Por lo menos al entrar en el recinto ya no hay que ir esquivando esputniks de esos…
-  La gente corre porque no se le ocurre otra cosa que hacer, tenga un poco de compasión…
-  ¡Compasión! ¡Pero si casi me arrolla el que iba dando trompicones con los cascos puestos! A las cinco de la tarde con cuarenta grados no son horas para hacer el indio Alcides.
-  Fíjate un poco Tato. Los museos de pintura son ya parte casi completa de la industria del entretenimiento, sólo se diferencian de un parque de atracciones por lo que exponen - contestó Alcides.
-  Mientras sigan exponiendo... Llegará un momento en que se sustituyan los lienzos por proyecciones digitales – Doroteo era muy amigo de estas predicciones siniestras- y para ver una pintura habrá que hacerlo a escondidas, bajando a una catacumba.
-  Todavía vendrá alguno por aquí a exhibirse posando delante de un cuadro en actitud reflexiva, pensando que es un bohemio. Por favor, vamos a tomar una caña.
-  Tranquilos –dijo Alcides reconduciendo los ánimos – hay que fijarse, hay que observar. Ya veréis como además de la cafetería, restaurante con terraza, seguro que hay un sinfín de actividades que poco tienen que ver con el lienzo. Si cogemos un programa habrá eventos para jóvenes, para viejos, se podrá cenar en la azotea, apuntar a los niños a un taller. Y por supuesto la tienda…

Se acercaron a un moderno edificio de avanzado diseño, bastante bonito. La puerta de acceso, de cristal, estaba recubierta de parches, y en cada uno de ellos el nombre de un pintor: Tiépolo, Mantegna, Goya y demás. La terraza estaba casi al completa ocupa por nómadas.

-  ¡Por favor! No son nómadas, son nuestros turistas, mejor dicho, los que nos vienen de fuera. España, como en los tiempos del desarrollismo vive de esto. De que esta gente fláccida, sudorosa y muy mal vestida, verdaderos escaparates del nylon, arrastre sus pies descalzos y se deje los cuartos en España.
-  Alcides siempre tan didáctico… - se percibía la solemne ironía de Doroteo cuyo traje de tres piezas blanco con pajarita azul marino causaba verdadero estupor entre los nómadas de alrededor del museo-. Pero si no te importa nos sentamos al fondo o en la barra, lejos de la parejita de tortolitos barbudos que me dan un repelús que no me aguanto.

Ante un gesto de sus amigos, Tato guardo la faria en la purera.

- No os pongáis así que también tengo habano…
- Si no es por eso hombre, que no se puede. Vamos a tomar el café en paz.

Al rato entraban en el museo. Acostumbrados a la fresca y aireada casona de Doroteo – ¡Palacio, palacio! hubiera dicho Café de la Gare Jéremie Jacmel, el mayordomo antillano de la condesa de la Croqueta, que había servido en Francia en los más refinados ambientes- les extrañó el espesor de la atmósfera, lo recargado del ambiente.

-   Esto será muy fino, para le hace falta un ventilar de unas horas… comentó Tato haciendo una mueca.
-   Es que hay poca gente pero la que hay se basta por si sola para caldear… Tanto plástico con este calor es lo que tiene.

Al terminar la frase Doroteo sacó de un bolsillo un pañuelo de algodón blanco perfumado con un agua de colonia ligera y se lo llevó discretamente a las narices. La señorita de las entradas se les quedó mirando con cara de suficiencia y es que no le faltaba un detalle de desaliño contemporáneo: cierta esbeltez, la belleza justa que presta la juventud mientras dura, melena recogida en caballuno moño sujeto con lo que parecía un palo atravesado, miserable camiseta de cara marca y por supuesto el correaje al aire, tira roja sobre hombro de color indefinido.

-  Dejadme que yo compre las entradas – dijo Tato – pero ¿cómo me dirijo a ella? ¿La llamo señorita o directamente tronca? Doroteo empezó a soltar la risita
-  Si le dices “tres entradas tronca por favor” yo esta noche invito a la cena…

Ante la probable trifulca, Alcides aconsejo que simplemente no se dirigiera, que pidiera las entradas de forma neutra, urbana, ciudadana, atómica. Cuando ya las tenía en la mano Tato no pudo impedir el comentario: ¿La exposición sobre Manolete en que sala está? Desde las brumas de su suficiencia desaliñada la tronca no dada crédito y se le empezaban a salir los ojuelos cerdos de las órbitas cuando Alcides y Doroteo arrastraron rápidamente a Tato hacia la exposición Alma-Tadema y la pintura victoriana en la Colección Pérez Simón.

Tato estaba ya un poco lanzado y preguntó si la tal Alma sería, por lo menos, una tía buena. Se quedó de piedra al verle las barbas al académico pintor victoriano Lawrence Alma-Tadema.

Ante el primer cuadro se hizo un repentino y profundo silencio. Los tres se sorprendieron unos a otros mirando de reojo rápidamente hacia el siguiente, como queriendo deshacer la primera impresión de espanto recibida. Pero se equivocaban, probablemente lo menos feroz eran las primeras pinturas. Más tarde recordarían esta exposición como una visita al museo de los horrores. Se sucedían los comentarios:

-  Yo no entiendo cómo se puede pintar tan mal, con tanta sequedad y tanto artificio.
-  Que este tío de la barba y el resto puedan llegar a ser tan cursis le deja a uno perplejo.
- ¿Pero esta gente no era la que hacía el famoso viaje por Italia? ¿El gran tour? ¿Es que no vieron nada?

Desfilaron ante aquello con los pelos de punta. Un sinfín de escenas históricas, de la antigüedad clásica, medievales, todas ellas imposibles, impostadas, de un artificio asombroso, tan ajenas a quien las pintó que eso era lo primero que se reflejaba en cada una de ellas. Un inmenso vacío, una colección de cromos llenos de pretensiones, un inmenso vacío. Era difícil de creer. Había en la colegiata de Nava de Goliardos un pequeño Berruguete, el retrato de un Rey Mago, y un San Francisco de la escuela de Zurbarán. Dos obras menores, pero los tres las recordaron con emoción para reconfortarse algo.

-   Pues qué queréis que os diga, un horror, pero fascinante. Intentad imaginar la mentalidad de quien pintó y admiró esto. No me extraña que fueran aficionados a azotarse las nalgas con flexibles vergajos. Todo parece un espantoso decorado, una inmensa fachada en la que todo es impostado, no es auténtica ni la primera pincelada. Es para echarse a temblar.

Doroteo que era aficionado a la música, que asistía a algún concierto en la Sala Concertino de Nava, que el mismo patrocinaba generosamente, quiso templar un poco.

-   Hombre, pero Edward Elgar el músico, que es de la época más o menos, yo creo que su música de cámara, las variaciones Enigma, hasta sus marchas…

Alcides insistía.

-   Claro, claro, eso es otra cosa, pero tenga en cuenta que Elgar era algo así como un outcast, utilizando palabra inglesa, es decir, un hombre venido de fuera, outsider, muy tardíamente aceptado por la sociedad de su tiempo, la de su mujer por ejemplo. Él era de origen modesto y formado musicalmente fuera de las academias, era un autodidacta, cosa terrible entonces, y lo que es aún peor, formado bajo la influencia de la música del continente. Así que Elgar no atenúa en absoluto el horror que acabamos de ver, al contrario.

Cambió el tercio Tato ya definitivamente, - ¡Hay que ver con el políglota de las narices!

Al salir a respirar aire fresco tuvieron que pasar por la tienda. Tato se quedó mirando unos platos, realizados a partir de famosos retratos de famosas obras. Las caras habían abandonado la quietud del lienzo y habían sido reproducidas sobre la loza, o lo que fuera el material. Dijo Tato que él se quería comprar uno, el del caballero rubio, probablemente un retrato de Ingres.

-   ¡Cuando me fría dos huevos, le pongo uno sobre cada ojo!

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