Desde la ancha solana que está a la parte trasera de la casa se abarca toda la huerta en que Melibea y Calisto pasan sus dulces coloquios de amor.
- Oye Meli.
- Que no me llames Meli, que te lo tengo dicho, ¡narices!
- Melibea, que genio tienes.
- El que me parece.
- ¡Y que rica estás!
- No empecemos.
- ¿Y qué te parece morir juntos por amor?
- Muérete tu primero y luego voy yo. Vamos, si no te importa.
- Ya veo que no te hace gracia.
- Pues claro que sí, ¡los amantes de Teruel, tonta ella y tonta el!
- Es que me aburre esto de andar paseando por los jardines estos, con la otra al loro y eso.
- ¡Las manos quietas que cobras!
- ¡Tampoco es para ponerse así, que uno no es de piedra!
- Cada cosa a su tiempo Isto, te lo he dicho ya mil veces. Y ahora paciencia. La culpa la tienes tu, por enredar con la bruja esa. ¿Pero tú que te has creído?
- Se me cruzaron los cables, la culpa la tuvo…
- Pero qué culpa ni que narices, pues no la caló rápido mi madre. A los dos minutos estaba batiendo palmas y la pusieron de patitas en la calle.
- Me dijo que os conocía y pensé…
- ¡Pero que nos va a conocer!
- Tu padre no dijo nada menos mal, es más caritativo el hombre.
- No es esa la versión de mi madre.
- Mejor dejarlo.
- ¡A ver cuando hablas con él, que estás pasmado!
- Deja que pase un tiempo Melibea, que se olvide del lío con la vieja.
- Tu dile que eres de buena familia, y que tienes posibles, lo del piso amueblado, la casa de la playa, que tienes colocación. Y le invitas a cenar.
- Pues sí.
Todo es paz y silencio en la casa. Melibea anda pasito por cámaras y corredores. Lo observa todo; acude a todo. Todo lo previene y a todo acude la diligente Melibea; en todo pone sus ojazos verdes. De tarde en tarde, en el silencio de la casa, se escucha el lánguido y melodioso son de una vihuela: es Alisa que tañe. Otras veces, por los viales de la huerta, se ve escabullirse calladamente la figura alta y esbelta de una moza: es Alisa que pasea entre los árboles.
Calixto está en el solejar, sentado junto a uno de los balcones. Tiene el codo puesto en el brazo del sillón, y la mejilla reclinada en la mano. Hay en su casa bellos cuadros; cuando siente apetencia de música, su hija Alisa le regala con dulces melodías; si de poesía siente ganas, en su librería puede coger los más delicados poetas de España e Italia. Le adoran en la ciudad, le cuidan las manos solícitas de Melibea. No tiene Calixto nada que sentir del pasado; pasado y presente están para el al mismo rasero de bienandanza. Nada puede conturbarle ni entristecerle. Y, sin embargo, Calixto, puesta en la mano la mejilla, mira pasar a lo lejos, sobre el cielo azul, las nubes.
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