jueves, 3 de enero de 2019

TARDE DE TOROS. DE LOS CUADERNOS DE A.B.E. Cortesía de CALVINO DE LIPOSTHEY.

Plaza de toros dorada por un sol otoñal de una gran delicadeza que parece recubrir todo lo que abarca la vista como de finas láminas del más ligero pan de oro. Hasta el aire adquiere consistencia áurea, magnificada la impresión por la salida al ruego de las cuadrillas para el paseíllo. Los ojos se pasean por todo aquello, rendidos a la fascinación del espectáculo: la variedad de tipos, la mezcolanza de gentes, gestos, vestimentas, comentarios. El murmullo de voces, la paloma que como cada tarde se pasea entre las rayas de picar. Por un momento el espectador se queda abstraído, entregado al mirar y hasta parece que se hace el silencio y que lo que desfila ante sus ojos no es otra cosa que la vida misma en toda su variedad y belleza.
Al volver a la realidad, los ojos llegan asombrados a una línea de pequeñas estrellas azules. Terminan de despertar al darse cuenta de que se trata de un tatuaje. El tatuaje puesto sobre el grueso brazuelo de una moza de poder ataviada de rojo. El tirante rojo y tenso de su vestido se hinca sobre un hombro frescote. Y el brazuelo decíamos: nada tiene que envidiar a los que soportan al bicho de seiscientos kilos que acaba de saltar al ruedo. Con la corrida empezada, la luz dorada se mezcla ahora con las volutas de humo azulón. Y luego vimos aquello, esa forma de torear, esa naturalidad, esa fuerza y aquél molinete airoso rematando la serie. ¡Y estábamos allí para verlo!

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