domingo, 15 de diciembre de 2013

EL SUEÑO DE BERGAMOTA

De su costilla sacaba Dios a la mujer, pero, un momento, lleva una cinta en el pelo, mallas negras, y toda prieta se lanza a correr dando brinquitos.

El gran polígrafo había llegado tarde a casa, al terminar un día muy ajetreado, en el que había visto a demasiada gente, un día de diciembre helador, gélido. No se había quitado los guantes para manipular las llaves y había evitado cuidadosamente tocar el tirador de la puerta sin su protección. Una vez en casa, se había preparado una cena, con cierta rapidez y descuido, y ahora daba vueltas en la cama, en un sueño agitado. Quizá no debía haber cenado esa selección de lechugas regalo de Tato, o tal vez haya sido el cigarro. Entre semana y cansado no debía haber acabado el día con semejante trabuco. Por lo menos el destilado casero de macedonia de cereales, regalo del mismo, no lo había no catado.
Soñaba que España, soñaba que Europa occidental se había repentinamente poblado de cuarentones corriendo, de corredores cuarentones y corredoras cuarentonas (por la precisión Bergamota empezaba a intuir que se trataba de una pesadilla). Estaban por todos lados. Todos corrían, en masa, llenando calles a cualquier hora. Algunos comercios se habían adaptado y vendían corriendo por la calle empujando pequeños carros de mercancía. China fabricaba de nuevo los carros de dos ruedas y maridos exhaustos desplazaban así por las calles a imponentes suegras o madres de ciento cincuenta kilos, comentando luego con los amigos los tiempos de sus carreras con “hándicap”. La cosa es aprovechar cualquier ocasión para ponerse un poco a tono, chico.  Bergamota había caído al suelo ya dos veces, empujado por cuarentones frenéticos que además de tirarle le habían reprochado su aspecto poco atlético y algo relleno. La curva de la felicidad, la delicada pancita, la ligera tensión en la ropa, signo de su aprecio de los placeres de la buena mesa, eran un insulto. Corrían los cuarentones en masa, llenando las calles, corrían por correr, por reacción histérica frente a la evidente llegada de la primera vejez, de la incipiente decrepitud, en un culto contagioso a la diosa salud, en una huida hacia delante en el frenesí, en una forma de aislarse por unas horas de deberes, atenciones al prójimo, ruido, protegidos por el aurea de la diosa desnuda, joven de macizas y prietas carnes.
Alcides se revolvía en la cama. Había roto a sudar. Esto tiene que ser culpa de las lechugas alucinógenas de Tato. Otra vez he caído. O tal vez el cigarro. Demasiado cigarro, para mí que no corro, que no me cuido, ¡que no hago lo necesario para estar en forma! ¡Ahora mismo salgo a correr vestido de mayas, cintas, gomas, tejidos de última generación. Asomaba Tato que gritaba: yo la único goma que conozco es la que me pongo en la punta del…¡ Agggh! Bergamota se había despertado al empezar a correr, completamente alterado. Tumbado en la cama con los dos ojos abiertos tenía la sensación de que le dolían las rodillas. No puede ser. ¡Señor, que noche! Se levantó y en el cuarto de baño se lavó la cara con agua fría, mojándose las sienes y la nuca. Bebió un vaso de agua y se metió otra vez en la cama, girándose hacia el otro lado.
Pensó en la academia, en la Academia con mayúsculas. Platón había echado a correr, y le seguían sus discípulos a corta distancia, estaba en forma el tío. No podían oírse, algo oían sobre Sócrates, pues las palabras del filósofo llegaban entrecortadas, como deformadas después de rebotar en el aire, movidas por la carrera: si Sócrates hubiera estado en forma…
No había duda de que el sueño, la pesadilla continuaban, no querían soltarle. ¿Dónde había quedado el paseo? ¿No se había hecho occidente, no se había formado el mundo que él conocía en los largos paseos? ¿Por qué no paseaba ya nadie? Se volvió al oír la respiración entrecortada de una masa de cuarentones al trote, vestidos con una horrenda ropa deportiva, hasta los más paquidérmicos y ortopédicos corrían orgullosos, descoyuntándose. De repente como una sola voz todos gritaron extendiendo un brazo pero sin interrumpir su sucio trote de piara de cerdos azuzados por el matarife: ¡No tenemos tiempo! ¡No tenemos tiempo! Todos sudaban copiosamente y un olor ácido y repugnante impregnaba el ambiente, empezando a oírse también el ruido que hace la ropa húmeda al caer al suelo, chof, chof. Alcides se pegó a una pared, aterrorizado. Le miraban con odio. Iba vestido correctamente, con su príncipe de gales cruzado, buen zapato abotinado de fuertes cordones y punteras reforzadas de hierro, como una semi herradura con la que poder cocear a cualquiera de esos cabrones que quisiera acercarse más de la cuenta. El güito calado y la capa española sobre los hombres. Sólo la exhibición del grueso bastón de nudos evitaba que la masa de cuarentones se le echara encima para despedazarlo. Seguían desfilando al trote, infestando el aire y poblando el campo visual de Alcides de horror.
Así que no tienen tiempo. Ahora voy entendiendo. Alcides en su sueño se desdoblaba. Por eso los libros quedan abandonados en los anaqueles, cogiendo polvo, cuando no se tiran directamente, para dejar sitio a las copas y medallas que regalan los gimnasios a todos los cuarentones, con cualquier pretexto, como quien reparte droga. A la gorda que lo sigue siendo pero ahora está en forma y más fea; Al cerdo que gruñe igual que antes, pero ahora con más fuerza; A la pareja de bujarrones viejos, igual de asquerosos pero ahora con silueta; Al don Juan decrépito, reventará de un infarto copulando pero lo hará pensando que se conserva joven; A la vieja pelleja, al cumplir sus dos mil horas de carrera; A Fetuchini leal, que aunque lleva la calavera marcada en la cara desde hace dos años sigue haciendo carrera en cinta como un poseso… Alcides oía el silbido de la guadaña cortando el aire con vaivén regular, a buen ritmo. Esta sí que está en forma la tía. Nuevo temblor, brinco y vuelta en la cama hacia el otro lado. ¿Tendría fiebre?
Todos ellos se quejaban de no tener tiempo para leer y sin embargo trotaban sin parar, como ganado movido por un invisible vaquero. Algunos se tomaban todavía la molestia de explicarle las cosas a Alcides, me encanta leer pero no tengo tiempo, no puede ser verdad, que nivel, esta vida que llevamos, bueno te dejo que voy a entrenar un par de horas, que si no pierdo la forma, que al fin y al cabo la salud es lo esencial.
¡Hijo de puta! No se sabía de dónde había partido el grito. Así que ya no había tiempo. Habían intentado matarlo con una enciclopedia. El tomo primero había caído muy cerca, los demás le pillaron ya refugiado en un portal. Por cómo quedaban desechos, sonando al caer como bombas, los tiraban por lo menos desde un quinto y entre dos. Seguramente un matrimonio en chándal.
El polvo se amontonaba sobre los libros hasta que en otoño los sacaban a quemar en piras, junto con las hojas de los árboles. En casa de Fidelio Lentini Spotti aquella vitrina no tenía ya ningún libro y podía contemplarse, con cierta repugnancia, la colección de zapatillas de correr, los pares gastados y sudados durante horas sobre el asfalto gargajoso del barrio. El par de las mil horas, el par de la primera semi, el par de la primera maratón, el par de que cuando todo ese gigantesco grupo de horteras de bolera enriquecidos se habían traslado a Nueva York, para correr la carrera de allí –en la vitrina estaba el dorsal-, de la que tristemente habían vuelto intactos.
Así que con la desaparición del paseo y la lectura se desmoronaba occidente, sustituido por el pagano culto del in. Joguin, futin, estrechin, runín, foquin. Es que no tenemos tiempo, entiéndelo, le decía Casiana Morcilla que era una tiorra, mientras hacía flexiones a un ritmo que hubiera reventado al sargento de hierro. No te invito a hacer las cochinadas porque veo que no estás en forma le decía rijosa y sádica. Era extraño que pudieran hablar puesto que la burra de la Casiana además de ser un infecto putón era adicta a llevar siempre las orejas tapadas con unos auriculares de los que salían siempre las estridencias horribles de la música que escuchaba o de algún curso de inglés. Todos corrían como fantasmas, como habitantes de otra galaxia, con los hilos blancos que les habían nacido de las orejas y caían hasta la cintura dónde se perdían por entre la ropa. Boing, boing, una vez que Alcides andaba por la calle despistado, Casiana corriendo pasaba tan cerca de él que lo derribaba de un brutal tetazo en toda la geta.

No puede ser. ¡Qué noche Señor, que noche!

-     Padre quisiera confesarme.
-     Hombre eso está muy bien, pero veo que no viene preparado.
-     Perdone padre, pero no le entiendo. Le aseguro que he pensado bien todo lo que…
-     Calle hombre, le digo que viene sin zapatillas de correr.
-     Pero …
-     Pero de que guindo se cae usted hijo, ya Cristo en Palestina se mantenía en forma corriendo, si hijo sí. Ahora la confesión es corriendo y a buen ritmo, cuando baje de la hora para diez kilómetros me viene a ver otra vez, pero con el chándal y no olvide la botellita de agua.

Tuvo suerte el pater de que no hubiera botijo cerca, Bergamota se lo hubiera partido en la cabeza. ¡Lo que había salido de aquella boca! ¡Visiones de pesadilla! El Verbo encarnado se había arremangado la túnica y a buen ritmo corría por los caminos, seguido a corta distancia por los apóstoles formando un compacto pelotón. Parábolas y rezos al ritmo de la carrera, como una canción de soldados en el entrenamiento. El lavatorio de los pies –hay que saber entender los textos- había sido en realidad una sesión de friegas con linimento Sloan, después de una dura carrera y por supuesto, los años de la vida de Cristo, posteriores a su infancia y anteriores a su vida pública, los había dedicado el Mesías a … ponerse en forma. Tablas de ejercicio, flexiones, régimen hipocalórico y seguramente bicicleta estática y máquinas. ¿Pero qué dice padre? Calla, hombre, calla, descreído, la exégesis ha avanzado mucho.

Cuando pensaba que la cabeza le iba a estallar, cuando pensaba que se había vuelto definitivamente loco, era de día. Le habían despertado los golpes en la puerta. Por la forma de sacudir la aldaba no podía ser más que una persona. Al abrir apareció Tato con dos docenas de churros y un litro de chocolate, para ponerse a tono antes de ir a –Bergamota cerró los ojos apretándolos con un gesto de suprema tensión- antes de ir a pasear, hombre, que te pensabas.

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