domingo, 22 de julio de 2012

CALOR

¡Mientras infinitos se dirigen a las playas, que felicidad nos produce a la secta el llano estacado! El alma se sosiega y reposa ante el espectáculo de un vacío infinito y ardiente, del inmenso espacio desierto y abrasado. No podremos, cobijados bajo el sombrero hablar mal del prójimo, ni siquiera pensar en él. Las extensiones abrasadas nos dibujan una sonrisa infantil al contemplarlas con los ojos entornados, protegiéndonos de esa luz cegadora que nos entusiasma. La tierra quemada, los rastrojos pelados, el tabón terroso y reseco, ese otero pelado, ese arbolillo que es astilla, sin hojas, sin ramas, ese alcor plano, romo y gris y esa soledad y ese silencio incendiado. La emoción nos invade, la felicidad es plena mientras el caballo avanza cansino por un camino ceniciento que lleva a ninguna parte, sin señales, sin paradas, sin billetes, sin azafatas anunciando infinitas instrucciones. El recuerdo de la gente, el recuerdo del bullicio en tránsito, de las carnes blanquecinas arrastradas por la suciedad de las estaciones, marcadas como a hierro candente por los bancos de plástico sobre los que se apoyan fofas durante horas, el recuerdo de la gente, nos había turbado y entristecido de nuevo. Pero vuelve la sonrisa, imperceptible, enternecida: el caballo ha pegado un brinco ante un alacrán que cruza silencioso, vestido dignamente con su coraza completa, armado con su venenoso aguijón, digno, sin ruido. Sin ganas de confraternizar. El cráneo de una res pulido por el sol nos saluda alegre, más adelante los huesos de algún perro, de alguna oveja, también blancos, limpios y solitarios. Retoñar de encinas asfixiadas, alguna pita, una chumbera, algo de retama frágil, quebradiza. Pero sobre todo la inmensidad solar, el horizonte sin fin, el espacio inmenso y vacío nos hacen sonreír con plenitud. El calor es inclemente, pero la ropa nos protege, el ala ancha del sombrero también. Debajo, sobre la cabeza, el pañuelo de los cuatro nudos. El caballo continúa tranquilo, como quien conoce bien el camino. La capa torda oscurecida dónde se marca con más fuerza el sudor que despide un olor inconfundible que también es reconfortante. Sudor a bestia limpia, noble y que no habla. Al pasarle la mano por la espalda sudada, entre la cruz y el pecho, se forma un círculo de densa y espesa espuma blanca. Agradece silencioso la caricia, agitando las orejas sin mala intención, estirando el cuello. Al poco se le alegra sólo el paso, ha venteado a mucha distancia el agua que nos espera, quieta, muda, sin playa, escondida entre las espadañas del soto de un río inmóvil, marcado a lo lejos por una hilera delgada de álamos espigados. Le dejo la rienda suelta mientras vacío la cantimplora sobre el pañuelo de cuatro nudos, y me vuelvo a calar el sombrero de jipijapa. Cuando a la caída de la tarde llegamos a la casona, piedra y sombra, nos recibe con una mirada que lo dice todo, vestida, un vestido amplio y claro, el pelo recogido, y la jarra de agua fresca. Sólo hay un murmullo, el de una bandada de serines sobre la copa de un álamo, alegres por el agua, pechos amarillos, plumas mojadas y el más alegre y de los conciertos. El caballo chapotea, agita el agua jugando con la mano a salpicar. Nunca supo un vaso de agua tan a gloria.

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