martes, 24 de marzo de 2020

TORO, de nuevo.


Hemos viajado este otoño dos veces a Toro. Las dos han dejado un recuerdo excelente en el viajero. Pero la segunda vez visitamos el Monasterio de Sancti Spiritus el Real y eso es algo que deja un poso único, asombroso. El visitante, que como ya ha confesado en la reseña que hizo del primer viaje, es poco más que un pelagatos, se queda admirado ante ese mundo que ya no es el suyo, las altas paredes, la grandeza de la Religión, el templo imponente, la majestad del lugar. A ello contribuyeron también el día claro y frío, el paseo al río, cruzando el puente romano, o medieval, que franquea un Duero represado y por eso revuelto. La larga y estimulante caminata, primero bajando hasta el agua, de espaldas a la colegiata, y luego subiendo lo bajado, resoplando y deslomado como un burro viejo. En lo alto, a contraluz, pasan al trotecillo como unas sombras. Tal vez sea el séquito de Juan Rodríguez de Fonseca, el obispo Fonseca, que marcha a la corte de los Católicos Reyes para organizar la América recién descubierta. Ha sido un momento. La imaginación y la cuesta le juegan una pasada, que no es mala, al visitante. Las puertas del Monasterio se abren a la hora prevista para los pocos que somos. Esto es un aliciente más que contribuye a realzar la visita. Las personas que coinciden con nosotros no gritan, son discretas, miran con calma y no corretean. No hay rastro de villanos, ni de gentuza, no se hace notar el vulgo insolente y soez, simplemente porque no está. Pero no nos dejemos llevar por la vesania de los tiempos. Volvamos al Monasterio:

Pero Cabeza de san Julián, cristo del amparo de Toro, Juan de Juni. Escuela.
Dominicas de Toro. Monte Sacro, desde la creación, el nuevo Adan y la nueva Eva. El puente, los niños jugando.
Cristo de las batallas, patrón de toro. Agustín canta coplas.
Lorenzo de Ávila tuvo casa en Toro, oración en el huerto. Santo Domingo atrapa al demonio en forma de pájaro dragón para que no distraiga a las meninas.
Portal enchinarrado, por empedrado.

Un chino o un japo.


viernes, 6 de marzo de 2020

Bienaventurado


« (…) Je vous fais descendre aussi, mon si cher frère : être frère d’un domestique, d’un familier, d’un valet, ce n’est pas brillant aux yeux du monde… Mais vous êtes mort au monde, et rien ne peut vous faire rougir… »

“(…) Le hago descender también, mi tan querido hermano: ser hermano de un doméstico, de un criado, de un sirviente, no brilla mucho a los ojos del mundo… Pero usted ha muerto al mundo, y nada puede hacerle sonrojar…”

Charles de Foucauld, cartas y cuadernos; de una carta a un hermano trapense.

jueves, 27 de febrero de 2020

LA POÉTICA DE SINFOROSO GARCÍA POTE. XIV bis.

Título: Pozuelismo I.
Observen la calle muerta, y las casitas que se extienden hasta tocar la sierra, colmena de infinitos ocupantes. Al fondo la montaña, sin una mancha de nieve, como en verano. Es una promesa de naturaleza que nunca se alcanzará: casitas, asfalto, vehículos, protestantismo anglosajón, americanismo por doquier.



jueves, 20 de febrero de 2020

L'horloger de Saint-Paul. Un artículo de Genaro García Mingo para la la Hoja de Nava.


Si la comparamos con Pierrot Le Fou, L’ Horloger de Saint-Paul (es decir el Relojero de San Pablo, en español), es otra cosa, un tono diferente, mucho más sosegado y tenue. Es otra manera de hacer cine.

La dirigió Bertrand Tavernier. Es de hecho su primer largometraje. Nos ha gustado enterarnos de que Tavernier fue ayudante de Jean Pierre Melville, uno de nuestros directores favoritos. A Bertrand Tavernier no hace falta presentarle. Recordemos algunos grandes títulos como Coup de Torchon, Un Dimanche à la Campagne o la fabulosa Ça Commence Aujourd’hui. Y en otro género, Round Midnight, con el saxofonista Dexter Gordon.
Para el Relojero de Saint-Paul contó con dos actores magníficos con los que volvería a trabajar a menudo como son Philippe Noiret y Jean Rochefort. Noiret da vida al relojero y compone un papel sensacional. La película se estrenó en enero de 1974. Está basada en una novela del gran novelista Georges Simenon, padre literario del extraordinario comisario Maigret. Quien conozca un poco la obra del escritor belga entenderá perfectamente el tono de la película y los comentarios que siguen a continuación. Además, la ciudad.

 

Porque la acción transcurre en la ciudad de Lyon –dónde la película se filmó realmente- y parece que se contagia, o que recoge a la perfección el ambiente del lugar. Se da la circunstancia de que Tavernier es de Lyon y que llevó la acción de la novela de Simenon a un entorno que conocía muy bien por tratarse de su ciudad natal. La ciudad es hermosa, sin ser grandiosa: dos ríos, amplias perspectivas, un aire y una riqueza burgueses, edificios imponentes, avenidas bien trazadas, hermosas plazas, gran comercio. En definitiva, el gran atractivo de la poderosa ciudad de provincias en la que nada falta. Sin embargo, ese atractivo se encuentra matizado y contenido por un tono general apagado, de nube que navega baja, de rayo de sol que sale un momento y se retira azorado por no haber sido invitado, de ciudad adaptada para que fluyan los negocios sin que ningún exceso impida cerrar las operaciones en curso.

La película que empieza con una opípara cena de amigos, refleja todo aquello perfectamente. Está en el guión por supuesto, pero también en la manera de contar, voluntariamente sobria, realista, incluso parca. Tavernier se cuida mucho de ahorrarnos un documental turístico, lo que hay que agradecerle efusivamente. La ciudad la reconocerá quien se la haya pateado un poco. Veremos alguna perspectiva, puentes, los ríos, sí, el barrio de Saint-Paul, pero sin cebos para futuros visitantes[1]. Ahora que el ambiente está ahí, la ciudad nos la mete en la pantalla, y con qué maestría, como Simenon es capaz de hacerlo escribiendo, con precisión de miniaturista, con paciencia, con una agudeza que no deja escapar un detalle. Se oyen los pasos sonar sobre el opulento adoquín, se ven los días pasar en el taller del relojero, una rutina burguesa, sí, pero donde también caben la amistad, los buenos momentos, el dulce pasar de una vida ordenada en un entorno equilibrado, agradable, civilizado.

¿Y llegados a este punto, la película que nos cuenta?

La narración irá poco a poco mirando a través de esas apariencias tranquilas, sirviéndose para ello de la relación entre el relojero y su hijo adolescente. Y lo hará sin estridencias, sin exabruptos, sin denuncias maniqueas. Es quizá lo que la hace más interesante y cercana. Ese tono apagado, que al principio nos hacía presagiar lo peor, poco a poco va ganando al espectador porque, en el fondo, el relojero va mirando su vida como el espectador la suya.
El hijo no aparece más que en la parte final, pero desde el principio está presente: en las conversaciones del padre con sus amigos, en la casa dónde la cámara nos permite ver su cuarto y, en seguida, tras un incidente que no desvelaremos, en las conversaciones del padre con el policía encargado de la investigación, encarnado por Jean Rochefort.


En estas conversaciones y en las que el padre mantiene con otros personajes casi desde el principio de la película (el amigo que mejor le conoce, la que fue niñera del chico, el abogado, etc.) iremos conociendo el pasado -matrimonio, vida conyugal, ruptura, infancia del chico, adolescencia- y la relación entre padre e hijo. Sin querer, sin proponérselo, viven en realidad de espaldas el uno al otro. Eso dará pie, a su vez, a que la narración vaya ampliándose. Sin abandonar al relojero ni alejarse del conflicto generacional que ya es central, empieza rápidamente a transmitirnos una imagen del conjunto de la sociedad y de la época en que se mueven los personajes. El comisario también tiene hijos y hablara de ellos con el relojero.
El relato se va por tanto enriqueciendo gradualmente, cobrando verdadera densidad e interés, a medida que el relojero se interroga, habla con el policía, se pregunta por su vida, por su hijo, por la sociedad de la que son parte, a medida que el espectador, si se ha dejado atrapar en el juego, lo que no es difícil, va haciendo algo similar, tanto sobre lo que ve, como sobre sí mismo.
La narración oscila con mucha agilidad y naturalidad entre esos dos planos, el cercano de padre e hijo, el más amplio de la sociedad francesa del momento. El retrato que de ella va emergiendo, sobre fondo de recuerdos de guerra de Argelia, de querellas políticas, de sindicalismo, de matonismo patronal, es el de un ambiente opresivo, asfixiante, dónde es lógico que no quepa y no quiera estar la juventud. En el fondo, la eterna crítica de una generación a la anterior. Algo que todos conocemos. Ante lo que ha hecho su hijo, el relojero deberá decantarse, elegir. La película muestra a ese hombre corriente enfrentándose a un suceso por completo inesperado y nos conduce de forma magistral, sin apenas estridencias, hasta el momento de la elección –fabuloso contrapicado de Noiret declarando- y de sus consecuencias. Para que no se desanimen los posibles espectadores sólo diremos que el relojero acierta.

Vamos que la película tiene más capas de una cebolla. ¡Hombre, menuda forma de resumir! ¡Que me mancha el final del artículo con su cebolla! ¡Con lo curioso que me había quedado! Usted a callar, que para eso mando yo que soy el editor. Es lo que tiene el poder.



[1] La diferencia en esto con una película que también se apoya sobre una ciudad, La gran belleza, de Sorrentino, tan ordinaria, tan zafia, salta a la vista.

ALVARO CUNQUEIRO. Se acaba de publicar. No hace falta decir más.


AL PASAR DE LOS AÑOS




domingo, 16 de febrero de 2020

PIERROT LE FOU.

No escribo más que para una veintena de personas que nunca he visto, pero que espero me comprendan.

Henry Bayle, Stendhal

Cine francés. La expresión está cargada de sentido y puede provocar espanto entre la audiencia, lo que resulta bastante injusto. Pierrot le fou, la película de Jean-Luc Godard, es de 1965. Por su parte, L’horloger de Saint-Paul, de Bertrand Tavernier, es de 1973. ¿Películas para una veintena de personas, representativas de ese cine francés que invita a la huida? Creemos que no. Una referencia a la primera.




Pierrot no se llama en realidad así. Belmondo se pasa la película contestando ¡me llamo Ferdinand!, cada vez que Anna Karina le llama Pierrot. Esto da un poco el tono de la película, bufa, ligera, simbólica, literaria, paródica, cómica, colorida y Pop. Los años sesenta, a las puertas de del sesenta y ocho. Capta el espíritu contestatario del momento, sin ser una película de tesis. Y no sabemos hasta qué punto no se está riendo de su protagonista, abarrotado de referencias literarias, de lecturas mal digeridas, con pretensiones de cultura, ansias de bohemia, ínfulas de escritor, pero que lee en el mismo tono y con el mismo entusiasmo el comic les Pieds Nicklés y la literatura más clásica. De ello resulta un cierto absurdo, todas esas citas un tanto huecas acaban por no tener sentido, como no lo tiene la vida del protagonista, que por ello realiza las mayores extravagancias sin saber muy bien con qué fin. Toda la película tiene por ello un aire nihilista, que contrasta que su estética colorista y vivaracha, con la frescura de los protagonistas y la comicidad de muchos momentos. Salvo en un determinado momento, en el que se produce un pequeño bache, la narración es ágil ayudada por la absoluta libertad de montaje e improvisación que caracteriza a Godard, que no duda en proyectar sobre la pantalla fragmentos de periódico o el diario del protagonista.

Es también una película sobre cine y una película política. Incorpora el cine de gánsteres (Scarface, que tanto influyó en Godard, es de 1932), las road movies (memorable el beso de coche a coche en plena persecución), algo del cine negro, paradójicamente a todo color y con la sangre pintada, sin ningún disimulo, con gruesa pintura roja. Y hasta el musical. ¡Qué escena cuando bailan ligeros, en un pinar al borde del mar, dónde parece no regir la ley de la gravedad, ella con un vestido veraniego, de color rojo, el con pantalones blancos!

Y en el fondo, guerra fría, con la fantástica historia del único habitante de la luna que recibe la visita, primero de un soviético y luego de un americano. El primero quiere obligarle a leer las obras completas de Lenin, el segundo le ofrece Coca Cola y exige que se le den las gracias antes de haberla recibido. Más adelante guerra de Vietnam – los protagonistas, para conseguir dinero organizan una actuación de mimo callejero para turistas, el vestido de norteamericano, genial parodia, botella de whiskey en mano, ella de vietnamita- la crítica de la sociedad de masas con el turismo y el automóvil y sus terribles accidentes.


De 1965 son películas tan extraordinarias como La agonía y el éxtasis de Carol Reed, Doctor Zhivago, de David Lean; Lord Jim, de Richard Brooks –fabulosas narraciones de tono clásico-, Los cuatro hijos de Cathy Elder, de Henry Hattaway y Shenandoah de Andrew V. McLaglen –oeste clásico con John Wayne la primera y James Stewart la segunda, que no nos cansaremos de volver a ver- , Cat Ballou de Elliot Silverstein y Mayor Dundee de Sam Peckinpah -western ya crepuscular y contracultural-, Giuletta de los espíritus de Fellini y este Pierrot Le Fou, colorido, paródico, rebelde, un poco harto de todo. De todo menos del cine, eso sí.
Para la Voz de Nava, Genaro García Mingo Emperador.









lunes, 3 de febrero de 2020

Pavorras. breve crónica bergamotiana.


Se ríen la pavorras como brujas de un cuento de miedo, como si un aquelarre goyesco estuviera formado al otro lado del pasillo. Dos enanas en minifalda con las que me cruzo van hablando del fiestorro al que asistirán por la noche. La más retaca y horrenda le dice a la amiga: cuando esté con la borrachera se va a enterar… La palabra borrachera incorporada al vocabulario cotidiano, porque lo que designa, la ebriedad etílica, ya no es algo excepcional, un accidente o un incidente que nos causaría vergüenza, sino algo normal, que sucede con regularidad, al salir, como parte de lo cotidiano. Pero no todo son risotadas atroces. Le decía el otro día la camarera de uno de los bares de Nava al ilustre polígrafo que le consideraba uno de los clientes más estimables y distinguidos, por su erudita educación, por verle leer a veces. Al decirlo se acercaba sinuosa, mirando fijamente y con la boca entreabierta. Bergamota un poco turbado daba las gracias con frases sin rematar y, antes de que ella le posara la mano sobre el muslo, salía corriendo.