jueves, 6 de diciembre de 2012

CARGAS A LA BAYONETA

De la correspondencia de Espartero a su mujer.

-          ¿Quién el torero?
-          ¡No! ¡El famoso general! …

He escarmentado bien a la canalla (30 de marzo de 1834)
La canalla fue bien escarmentada como lo será siempre (12 de abril de 1834)
La canalla me teme más que al diablo (6 de mayo de 1834)
Los rebeldes me tienen un terror pánico (1 de junio de 1834)
Yo en persona cargué a la bayoneta (6 de agosto)
Yo salí sin pérdida de consideración pues no resiste nadie la impetuosidad de mis cargas a la bayoneta (15 de noviembre)

Tato, siempre tan fino le comenta al Doroteo mientras repasan esta correspondencia:

-    Oye, esto de tanta carga a la bayoneta en las cartas dirigidas a su mujer… ¿no irá con segundas?
-    Hombre! Pues claro que no, si fuera por ahí hubiera escrito sable en ristre…

Monarquía


De las memorias del editor y poeta barcelonés Carlos Barral. Si tenemos fuerzas lo comentaremos en otra ocasión.

“De vez en cuando eran los monárquicos los acosados por los provocadores. Pero evidentemente sólo había monárquicos por causa de vanidades sociales. El monarquismo, como el polo, es un sport de las buenas familias que no suele implicar ninguna idea. En aquellos años llevar en la solapa una J y un tres en romanos entrelazados en forma de lira era mucho más un signo de elegancia que una afirmación política. Esa lira y una pluma de perdiz en la cinta del sombrero –que barbaridad, había olvidado que gran número de estudiantes llevaban sombrero, qué tiempos- indicaban más que el fervor de don Juan, el pretendiente, que se veraneaba en Puigcerdà y que se poseían fincas. Lo que defendían a puñetazos los llamados monárquicos contra los zafios falangistas era generalmente una partícula postiza de los apellidos o un marquesado pontificio. No, apenas había nadie con ideas.”

Carlos Barral
Años de penitencia
Tusquets Editores
Primera edición 1990.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Café y farias.

“Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el cerebro que sois caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad enhorabuena y en tal se os diga: volveos a vuestra casa, y criad vuestros hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando por el mundo, papando viento y dando de reír a cuantos os conocen, y no os conocen.”

El jurista, aunque sea medianejo, sabe que las cosas son lo que son y no lo que las partes dicen que son. Lo mismo sucede con la historia, cuando lo es. Y así, la historia del descubrimiento, conquista y población de América es lo que es, y no lo que algunos, muchos en el siglo XIX y mucho bobalicón aún hoy, dicen que es.

De la misma forma que perduran hoy con mucha fuerza y nublando el entendimiento de muchos, esquemas sobre España acuñados por el pesimismo de la generación del noventa y ocho, paradójicamente sin duda lo menos estimable y valioso de su extraordinaria producción, perviven sobre la América española, toscas ideas preconcebidas, que se superponen con sorprendente fuerza, pese a su torpe tosquedad, sobre lo que las cosas fueron y siguen siendo. En ambos casos recibidas sin espíritu crítico y mantenidas por la falta de curiosidad y el complejo de inferioridad, por españoles de uno y otro lado del mar, de ambos hemisferios, según la expresión famosa del año 1812. Ideas mantenidas hoy, con torpe pasión ciega por esa forma de no pensamiento que es el sentimiento progre, porque difícilmente se le puede calificar de pensamiento, que como el pulgón se extiende sobre el rosal en primavera y lo ahoga, privándole de flores.

Alcides, en su exilio provinciano, no renuncia sin embargo. Fue difícil al principio. Su fama de mujeriego, de temible don Juan, le cerró al principio las puertas del casino, temerosos sus socios por la virtud local. Luego se conoció las historia de sus batacazos sentimentales y la aparición, fugaz, para la firma de unos papeles, de Toñi la socialista, el error de los años progres, en coche oficial conducida por el chofer de las cortes autonómicas, ajamonada y brutal, le granjeó la inmediata simpatía y compungida solidaridad de todos el personal. Pronto tuvo sitio en la tertulia y compartió café y cigarro en las sobremesas de los sábados. Fue allí, cuando pudo reanudar, constante y paciente, con una de sus obsesiones favoritas, el desfacer entuertos. Comentaba Aquilino sin ánimo de picar en el ojo de nadie, que los mejicanos no tenían idioma propio, puesto que el español era nuestro. Con delicadeza replicó Alcides que tan suyo es el español como nuestro, pues en rigor no existía Méjico cuando arribaron allí las primeras naves. Es decir, no existía un Méjico anterior al descubrimiento que se pudiera conquistar y sobre el que se impusiera lo nuestro. En rigor, lo que allí había era otra cosa y el nuevo mundo, fue el resultado de lo que allí sucedió. Y el resultado fue lo que deslumbró al viajero alemán cuando describió la América española, pocos años antes de la independencia, de su triste independencia, porque se hizo al amparo de un error intelectual, cuando podía haberse hecho de otra forma, sin la ceguera de sus caudillos españoles. No se impuso el español como algo ajeno a los ancestros de Juan Rulfo, por ejemplo, porque no había ancestros de Juan Rulfo antes de la llegada de los grandes barcos. Como le decía Alcides a su contertulio de casino provinciano, si usted no quiere ver, no culpe a las generaciones pasadas, siga ciego, pero bajo su responsabilidad, sin retroactividad. Pero no alarguemos esto, que aburriremos al lector. Le dejamos, para escándalo de cegatones bien pensantes y amigos de revoluciones, con el soriano Franciso López de Gómara:
diéronle bestias de carga para que no se cargue; y de lana para que se vistan no por necesidad sino por honestidad, si quisieren; y de carne para que coman, nunca les faltaba. Mostráronle el uso del hierro y del candil con que mejoran la vida. Hánles enseñado latín y ciencias, que vale más que cuanto oro y plata les tomaron; porque con letras son verdaderamente hombres, y del la plata no se aprovechan mucho ni todos. Así que libraron bien en ser conquistados, y mejor en ser cristianos”. Se hizo en la tertulia del casino provinciano un algo de silencio, tanto sorprendió la rotundidad de la frase de Gómara que sonó a la más extraordinaria de las provocaciones. Pero como no son los socios del casino, amigos de Alcides, gente empanada del todo todavía, se atrevió uno de ellos, a preguntar casi en voz baja:
- Oye, ¿y este Gómara quien era…?

lunes, 26 de noviembre de 2012

¿Pero que te has fumado, hijo?

 El pobre Alcides se armó de diccionario para leer en su texto original a Li Po y a Tu Fu. Fue una decepción. No entendió nada. Tuvo que conformarse con la traducción:

A la señora Yang
(Según la melodía “Ching Ping”), de Li Po

Su traje es una nube, su cara una flor,
radiante con el rocío de la primavera.
¿Estoy en la cumbre de la Montaña de Jade,
o en la Terraza del paraíso bajo la luna?

A mi amigo Wei, letrado en retiro, de Tu Fu (fragmento)

Difícilmente podemos vernos
como las estrellas Shen y Shang
¡Bendita la noche de hoy que nos reunimos
A la luz de un mismo candil!
Ya ha pasado rauda
nuestra edad lozana,
y ahora nos cubren las canas.
Visito a los viejos compañeros,
más muchos de ellos son ya espectros.
(…)

No es sorprendente enterarse de que el delicado y tintineante Tu Fu fuera el inventor del epitafio, el suyo propio, según la leyenda, propalada por don Alvaro Cunqueiro, nuestro famoso sinólogo gallego. Este fue el epitafio de Tu Fu, melancólico, lúcido y tembloroso, para sí mismo:

Tu Fu amaba las blancas nubes
 y las verdes colinas,
¡pero ay, murió de tanto beber!

Pero volviendo a Alcides, se sentía cosmopolita e internacional por haberse cruzado con una inglesa en chores al volver de tomar café en el casino. No quiso intentarlo con los haikus japoneses, pero si con Turguenev. Se lanzó con el diccionario sobre Padres e Hijos y sobre un capítulo de Memorias de un cazador. Pensó que, como conocía las obras, sería más fácil. Pero nones. Nada de nada. Con el capítulo de las memorias ni lo intentó, pese a probar la traducción por infusión, con unos tragos de Vodka. Pero el destilado de patata no es lo suyo, pues Alcides es más del país de la uva. La verdad es que las traducciones de ahora son directas del ruso y muy buenas. Los cursis no lo soportan. Así que no merecía la pena sacrificar el hígado. Alcides pasó al español:

Iván Turguenev, Memorias de un cazador:

El bosque de Ardalión Mijáilych me era familiar desde la infancia. Con frecuencia acompañaba a Chaplýguino a mi preceptor francés M. Desiré Fleury, bellísima persona, que, sin embargo, estuvo a punto de arruinar mi salud, a fuerza de administrarme todas las noches la medicina Leroy. Este bosque que constaba de doscientos o trescientos enormes robles y gigantescos fresnos. (…)

Finalmente, agotado en su retiro provinciano por tanto esfuerzo, lo intentó en francés. Esta vez sí. Pensó que abdicaba al reeditar la intentona con una novela policiaca. Pero se encontró con un extraordinario contador de historias, un gran narrador. Aunque Alcides no es partidario de utilizar expresiones rebuscadas, ni de envolverse en ningún manto de intelectualismo de pacotilla, pensó, sólo por un momento, que había dado con gran literatura (nadie topó nunca en España, pese a lo que repiten siempre los que no han leído el libro) :

Quand il se réveilla au petit jour, il y avait devant le train arrêté, une barrière peinte en vert, une petite gare entourée de fleurs.
Mme Maigret et sa sœur, déjà inquiètes, regardaient les portières les unes après les autres.
Et tout cela, la gare, la campagne, la maison des parents, les collines d’alentour, le ciel lui-même, tout était frais comme si chaque matin c’eût été lavé à grande eau.
Georges Simenon, La guinguette à deux sous

Horrorizado por la palabreja, por la ermita intelectual, en San Angel o en Coyoacán, salió a dar una vuelta. En realidad, el gran regalo era aquello, el otoño en su culminación. El extraordinario silencio. El paisaje un poco fantasmal, sin llegar a la niebla, pero con una humedad que la hacía presagiar, de maravillosa luz grisácea, veladuras lechosas en un silencio casi absoluto, alfombrado el suelo de hojas pardas y desechas en montones, a orillas de caminos y carreteras, llenando las cunetas, esparcidas por el suelo, quietas como el entorno. Sin la menor brisa, sin un movimiento, sin un animal, como conteniendo la respiración el paisaje, al echarse a dormir. Sobre los árboles, todavía una nota de color, de un amarillo extremo, último, como un recuerdo del mundo alegre que el invierno se aprestara a recoger del todo, a ordenar y a colocar cuidadosamente podado, antes de pasar por todas partes el manto de frío que  no había hecho todavía su presencia.

Por la noche, entusiasmado por la visión de aquél paisaje, ahora bien guardado en la retina, se lanzó sobre el más extraordinario habano que los tiempos hubieran visto y el fumeque fue memorable: la tapa de la tabaquera sin cerrar, el rápido y certero corte, la llama espléndida y la nube convocando todas las compañías, y páginas y más páginas. Lo cierto, sin embargo, es que le produjo luego las más atroces pesadillas. Despertó sobresaltado a las tres de la mañana, escapado del puchero en el que un atroz marmitón quería cocerlo, como a un ingrediente más, sumergiéndolo en el burbujeo de una desmesurada y extraordinaria sopa de pescado al estilo del cantábrico. Así es la vida señores, una ermita intelectual, en Coyoacán o en San Angel.

sábado, 17 de noviembre de 2012

AUNQUE SE EXPLICA POR SI SOLO EL TEXTO

 ...le ponemos esta entradilla:

Aún hoy, una mayoría de conversaciones, y en plena crisis sobre todo las que a España y a los españoles se refieren, se articulan de la forma en que lo hacían las discusiones de estos jovencillos de 1940, que tan bien se describe a continuación.

“Hablábamos de vez en cuando de política (…). Una y otras opiniones muy flacas y asentadas en muy pocos datos. Hablar de política era sobre todo remontarse a generalidades históricas, un tema que tienta mucho a esa edad, y defender las banderas de las civilizaciones con las que cada uno simpatizaba. Antonio y yo éramos furiosamente pro-franceses y anglófobos, pero en mí apuntaba una subsidiaria debilidad por el mundo germánico. Román era pro-anglosajón sin indulgencia para los continentales. Es curioso, de pronto, darse cuenta de la cantidad de energía mental y de derrochada pasión que se invierten en estos vicios, tributarios, como los fanatismos de cualquier tipo, de las limitaciones de información o, mejor dicho, de la exclusiva incidencia de una información limitada a un área de posibilidades. Generalmente esos furores histórico-geográficos están casi unánimemente determinados por la identidad de las lenguas a las que cada cual tiene acceso. Y lo grave que suelen constituirse en deformaciones permanentes por más que una cultura más universal las disimule.”

Carlos Barral,
Años de penitencia
Tusquets Editores

CARLOS BARRAL


Tato nos presentó a Carlos Barral hace unos años. Cosas de Tato, inexplicables. Y le llamaba Carlitos. Nosotros, ante aquel hombre de presencia única, ante aquellas barbas espléndidas, como de mitológico dios Pan y esa forma de fumar, sujetando el cigarrillo con una mano larga y tensa, que parecía esculpida en piedra, estábamos atónitos. Y por qué no decirlo, fascinados ante aquella complejidad, ante aquél atractivo, tan difícil de definir, tan peculiar. ¿Un algo pagado de sí mismo, como posando a lo intelectual o tal vez escondido tras la imagen; y de una ironía sutil, disimuladora de una sensibilidad difícilmente contenida por el juego de espejos? Pero Tato, Carlitos por aquí, Carlitos cuéntanos, Carlitos por allá. Cosas del inexplicable y misterioso Tato. Y durante toda la tarde estuvimos tirando de la lengua, si es que puede utilizarse esta expresión, a este hombre extraordinario que con amabilidad, brillantez y punto de altiva condescendencia, desplegaba ante nosotros con su verbo preciso, redondo y pétreo a un tiempo, con esa voz algo ronca tan única por española, su visión del mundo. No hemos vuelto oír a nadie hablar de esa forma, desprendiendo ese dominio del verbo hablado, con esa soltura y un halo de elegancia viril como mundana, como de salón de otro tiempo. Buscábamos a hurtadillas, a su alrededor, la flauta mitológica, que seguramente tocara por la noche, al despedirse de nosotros, para salir a correr los bosques, excesivo.


Carlitos