Todos tenían de alguna forma relación con el antiguo régimen porque en la memoria de sus familias todavía perduraban recuerdos de aquél
tiempo o de los que enseguida le sucedieron: historias, objetos, una pintura,
algún mueble. Por supuesto una relación que no podía ser sino lejana, por el
tiempo transcurrido desde su fin, hecha de evocaciones. Solo Doroteo tenía
además vinculación actual e inmediata por inmobiliaria, pues seguía habitando
el palacio de sus antepasados en Nava, sin haber caído en el arroyo fangoso de la
mesocrática y apretada propiedad horizontal. El edificio con su fachada
imponente de siete balcones, su escalera monumental, la sucesión de salones, el
archivo, la biblioteca, la sala azul, la de música, el salón de fumar y el
gabinete era el testigo mudo de un mundo desaparecido y que nadie, una vez
muerto el abate Talleyrand, podía echar de menos sinceramente, pues ninguno lo
había conocido. Los Bergamota eran de prosapia antigua -se conocía a un maestre de campo de un tercio viejo, Rodrigo de Bergamota-; en la familia de Tato
se mezclaban gente industriosa del estado llano con una rama más encumbrada que
había dado notables eclesiásticos. Un canónigo de Nava había estado largos años
ocupando funciones destacadas en la Curia romana en los tiempos reaccionarios
de Gregorio XVI y de las condenas al espíritu moderno y al pecaminoso
liberalismo. Condenas que Tato, por una suerte de tradición familiar, por
devoción a su lejano tío, sostenía aún hoy, en las tertulias de Nava, contra
viento y marea. Tato, además, seguía siendo agricultor lo que suponía hundir
raíces muy lejos en el tiempo. El amigo Liposthey era otro asunto. También con
hondas raíces en el pasado que le ligaban a las atrocidades hugonotas
practicadas en el Mediodía francés. De familia protestante, un antepasado
bravucón y fanático había cabalgado junto con el feroz Montbrun, a las órdenes
del baron de los Adrets, contra las tropas dirigidas por Blaise de Monluc,
participando sañudamente en las mil perrerías, canalladas y atrocidades que se
cometieron en aquellas guerras civiles que asolaron Francia. Calvino había
llegado a España un poco por casualidad, por los azares del rastreo de los
papeles en los archivos que le había llevado hasta Simancas, naturalmente, y de
ahí, al conocer al gran Bergamota, a Nava. De la condesa no hará falta que
demos explicaciones.
Todos ellos eran conscientes de que el pasado pasado es, si bien por
azares de la fortuna y del destino habían de alguna manera escapado al insano
ajetreo de la vida moderna y eran capaces de gustar de lo que el gran Bergamota
designaba como el tempo lento. Sabían dar una vuelta a paso de canónigo. Todos
habían podido vivir, de alguna forma y hasta un cierto punto, al margen. Al
menos respecto de ciertas cosas. Sólo el eximio polígrafo había sufrido en sus
propias carnes los horrores y la servidumbre del trabajo por cuenta ajena.
