Tabaquismo
Con este título un algo desagradable, uno se propone, una vez atraído el ojo del desocupado lector, alejarse todo lo posible de la actualidad y vagar un poco a la ligera como lo hace el humo del cigarro. Comparación facilota, pero que hace al caso puesto que, al fin y al cabo, el tabaco sigue todavía siendo nuestro pretexto. Así que apetece rondar un poco a su alrededor, a ver como se da la cosa y si no jodemos la marrana. El pretexto para arrancar nos lo da la ilustración amablemente cedida por doña María Gumersinda Micol, cuyos apellidos ilustres callamos, la más antigua de las suscriptoras de Cepo Gordo. Doña María Gumersinda Micol no sólo pone a disposición de nuestra modesta iniciativa sus inagotables caudales, sino que ha tenido a bien abrirnos el archivo de su casona antigua, de su vieja casa. Sabe bien lo que para nosotros representa. Le pedimos prestado el dibujo que encabeza el artículo, modesto apunte realizado por autor anónimo a partir de una fotografía bien conocida, retrato del general de brigada Joaquín Vara del Rey, el héroe de El Caney. La mano del artista resulta un tanto limitada y un algo torpona. No hace justicia al original, pues sin pretenderlo, lo deja un tanto en caricatura. Pero Cepo Gordo tiene también su vanidad y no ha sabido resistirse a dar a la turba de sus ávidos lectores, una primicia rescatada del polvo de los viejos archivos de una vieja casa.
No sabemos si el general era fumador y el que esto escribe no le conoce todavía como para tener el atrevimiento de emprender una semblanza del héroe. Dejó la vida en Cuba, junto con la de dos hijos que servían a sus órdenes, tiroteados por un enemigo cuando transportaban a su padre herido, para alejarlo de la primera línea. Mandaba una columna formada por soldados del Regimiento de Infantería de la Constitución, del Regimiento de Infantería de Cuba y por noventa y cinco voluntarios cubanos. Una unidad de algo más de quinientos hombres que detuvo a más de seis mil norteamericanos, convirtiendo lo que sus enemigos abordaron como una asalto de dos horas en una defensa de doce.
Al leer estas cosas uno se queda pensativo. Al parecer, llevada con un poco más de acierto por el responsable último del mando español, la defensa de Santiago de Cuba hubiera podido convertirse en victoria española. Casi lo fue. Pero la derrota de la escuadra en el mar hizo inútil cualquier intento de continuar la lucha, porque la isla quedaba aislada de España. Si los barcos no hubieran salido y los norteamericanos hubieran quedado dónde estaban, a las afueras de Santiago, o incluso en las playas si la reacción hubiera sido más temprana, pues tal vez la guerra hubiera terminado de otra forma. Y puestos a soñar, que no es otra cosa esto, a lo mejor todo hubiera terminado con una Cuba autónoma o libre, pero con una libertad concedida por España, en asociación amistosa. Y entonces los cubanos se hubieran evitado cosas tan feas como la presencia de un gobernador norteamericano, al poco de firmado el tratado de París dónde no tuvieron representantes, y luego cosas como la enmienda Platt, y la United Fruit. Y de haber evitado eso, tal vez los tiranos no hubieran surgido. El alumno de los Jesuitas hijo de gallegos no se hubiera dejado crecer la barba y el medicucho argentino hubiera fumado tranquilo en Buenos Aires, como otros fumaban tranquilos en España. Hablaremos de tres de ellos. Mejor dicho, dejaremos que hablen ellos, cortando aquí el rollo. Poco más tiene que decir quien esto os arrea, como no sea citar de qué lecturas extraigo los cuatro textos que os presento. Ya hemos comentado que para un Habano la lectura puede ser la mejor compañía. Si, si, lo que ha leído, primero el habano, que es lo que gusta, luego el libro, “padornar”, y lo escrito para patear un poco la espinilla de la tropa. Total, que proponemos aquí cuatro pasajes de tres escritores, de los surgidos al encuentro, al humo de las lecturas. Una breve anotación en los diarios de un germano y tres cosillas españolas, que es lo propio.
En el tomo segundo de sus diarios de la segunda guerra mundial, publicados bajo el título general de Radiaciones, en la parte titulada Segundo Diario de París, en la entrada que corresponde al 28 de febrero de 1943, Ernst Jünger nos deja esta noticia: “En el comedor había encima de la mesa puros habanos en tubos de cristal. Se cambian en Lisboa por coñac francés, del que no les gusta prescindir a los Estados Mayores de la otra parte – eso continua siendo, de todos modos, una especie de comunicación.” Sus diarios captan de una manera agudísima el siglo de barbarie en que le tocó vivir, pero supo ver detalles como el comentado. Hemos evolucionado y hoy ese trueque estaría prohibido. Probablemente calificado como poco ecológico o no sostenible para la seguridad social. No hay duda que seguimos avanzando raudos en el camino hacia el gran clon uniforme. Jünger es inagotable pero un servidor muy limitado. Y además hay que ceñirse a lo anunciado. El puro es el puro y ese es el tema alrededor del cual revoloteamos hoy. Dejemos al alemán y vamos con los españoles.
Ni que decir tiene que la gracia del artículo es esa, la sorpresa del habano apareciendo al azar de las lecturas. No se trata por tanto de chupar del bote de un libro sobre tabaco, expoliando la labor de otro. Uno es canalla pero no hasta el punto de hacer el canelo. Para el que quiera historias sobre tabaco en modelo concentrado suministramos al final un par de títulos satisfactorios. Además, es habitual que esos libros se refieran bastante poco a nuestro entorno cultural al hablar del tabaco, lo que es paradójico y absurdo. Tal vez por eso este artículo, con la pretensión de rellenar un poco esa laguna, cobre un poco más de sentido. Laguna irritante porque España, y también sus letras, pese al momento presente, son un pozo sin fondo de extraordinarias sorpresas. César González-Ruano nos hace el siguiente retrato de un conocido suyo, el Sr. Daza. Sobra que yo añada nada, a no ser que, en tierra de mariconas, son hoy escasos personajes tan potentes como Daza:
“Daza, que creo que se llamaba Antonio era un extremeño disparatado, diputado, hombre muy rico y apopléjico, sucio y gordo, con una vocación de mecenas, aunque de mecenas más bien prudente. (…) Este don Antonio Daza parecía un rey asirio con bombín. Tenía millares de cerdos en Extremadura y había acabado por parecer él un gran cerdo humano. Dos papadas le caían sobre el cuello almidonado, renegrido, y gozaba de dos vientres de Buda, que empezaban en el pecho, reventándole casi el pantalón. El chaleco de Daza tenía verdaderas incrustaciones de huevo frito, ceniza de puro y baba de siesta. Sus piernas, enormes de gordas en los muslos, eran como palillos de rodilla para abajo.”
Con la agudeza que les caracteriza, los cepogordistas se habrán claramente dado cuenta de que el potente Daza era fumador de cigarros puros, lo que los cubanos llaman tabacos. Para los despistados he subrayado el lugar que nos permite deducir esa característica de la personalidad de Daza el potente. Pues bien, esto lo confirma González-Ruano en el pasaje siguiente:
“En otra ocasión Daza convidó a comer en Fornos al poeta sevillano y periodista Juan González Olmedilla, y al terminar entraron juntos en un estanco y pidió dos cigarros puros de los mejores. Olmedilla no fumaba puro y se lo dijo. Daza se encogió de hombros:
- Pues usted se lo pierde pollo…”. Para la completa descripción de Daza y de sus maneras, remito al lector a la joya que es Mi medio siglo se confiesa a medias, las memorias de César González-Ruano. Los cepogordistas que estamos en el ajo, que somos varios, manejamos la edición publicada por la Editorial Renacimiento en el 2004.
Y por fin Pla. El gran Pla era gran fumador de puros. Pero sospecho que fumador a la manera excesiva. Es decir, yo creo por mis lecturas, que se tragaba el humo, que se lo echaba encima. Eso me ha parecido entender al menos. Caramba. Pero inhalara o no, que es cosa suya, escribía de una manera que no seré yo, mindundi, quien descubra a estas alturas. Supo captar con su sensibilidad extrema y socarrona todo aquella hermosura que la vida ofrece, también el aroma del habano. Ahí van un par de cosas, que tomo prestadas de su libro dietario titulado “El Cuaderno Gris”, publicado por la editorial Destino:
“Pocos días después, en la terraza de un café, decía a unos amigos –me parece, a Junio- el horror y la preocupación que me daban el tener que ir ala pensión a comer las indefectibles judías tiernas. Era antes de cenar. Camps Margarit me escuchaba en al mesa de al lado. En el momento de levantarme para emprender el camino, absolutamente fatídico de la pensión, se me acercó, me puso un duro de plata en la mano con un movimiento imperceptible, cosa que me dio idea de que estaba habituado a hacerlo, y me dijo:
-Vaya a cenar al restaurante… La descripción que ha hecho de las judías verdes cales más de un duro. Después, déjese caer por el Ateneo.
Son cosas que no se olvidan. Después, en la peña, me convidó a café, a coñac francés y a un cigarro de la Habana. Después de esto me consideré en el derecho de tenerle por amigo. Me gustaría escribir un retrato de ese hombre. Pero quizá, no lo conozco bastante todavía para hacerlo.”
En el pasaje anterior utiliza Pla la extraordinaria expresión “cigarro de la Habana”. Y lo que el tabaco de la Habana es para él, lo explica en una entrada del Cuaderno Gris, de 26 de febrero:
“Ahora que me vuelve el gusto del olfato, me encanta el olor del buen tabaco, del tabaco de la Habana, que uno puede reconocer en muchos sitios de Barcelona. A veces, pasando por la calle, os llega una bocanada de perfume de tabaco deliciosa. Fumador inveterado, mis posibilidades económicas no me permiten fumar bien. Soy un cliente de la Arrendataria muy modesto, pero precisamente porque veo esas cosas con los ojos de la imaginación las aprecio más.
El buen tabaco, sobre todo el tabaco de hoja, el cigarro, debe tener un punto de humedad. El régimen de vientos que impera en este país y en Barcelona concretamente, es un régimen de vientos del sur, sirocos y sudoestes. Estos vientos transportan un grado de humedad que puede ser antipático para los reumáticos y los propensos a las migrañas pero mantiene el tabaco en un estado admirable de conservación, de perfume y de sabor. La humedad evita que la hoja se vuelva como un pergamino, que se descascarille, que se deshoje, que crepite. Cuando hace viento del Montseny –que es la tramontana local- el tabaco, en Barcelona, no es, con mucho, tan bueno como cuando hace viento de sudoeste.
El clima de esta parte del Mediterráneo, pues, permite fumar admirablemente. No es que sea un clima capaz de convertir el tabaco malo en buen tabaco. Esto sería excesivo. Lo que hace este clima es acusar al máximo las buenas cualidades del tabaco. La hoja se mantiene densa, de una calidad de pulpa, aceitosa, como si estuviese impregnada de una ligera oleosidad, suavísima. En el fondo de los fondos del perfume del tabaco de La Habana hay un punto de algo en descomposición, un punto de la fermentación de la fibra vegetal en un sitio húmedo –casi un punto de putrefacción. En la fibra, se nota el sabor de una tierra gruesa y viva, saturada de bacterias.
Hay personas que aprecian el perfume del tabaco, sobre todo, al aire libre. Dentro de un salón, yo lo encuentro exquisito. La visión de una señora o de un grupo de señoras agradables a través del perfume y del humo del tabaco de La Habana, contribuye a hacer pasar la vida.”
Bueno, yo creo que después de esto de Pla no queda más que cerrar aquí el artículo (cualquiera se atreve a añadir algo), sentarse, encender el cigarro y fumar tranquilo.
Edgardo Segis