- ¿Nos gusta ir al cine? - se preguntaba el gran
Bergamota.
- Mire, la verdad es que el cine sí que nos gusta, pero ir al cine es otra cosa, contestó Tato.
- Ir al cine es someterse a la cartelera del momento, o como se decía antes, a lo que echen en el cine de cerca de casa.
También Doroteo dio su opinión:
- Y está claro que no puede compararse el cine con una tarde de toros. He dicho.
- Pues claro que no, ¡dónde va usted!
- No hay color.
- Mire, la verdad es que el cine sí que nos gusta, pero ir al cine es otra cosa, contestó Tato.
- Ir al cine es someterse a la cartelera del momento, o como se decía antes, a lo que echen en el cine de cerca de casa.
También Doroteo dio su opinión:
- Y está claro que no puede compararse el cine con una tarde de toros. He dicho.
- Pues claro que no, ¡dónde va usted!
- No hay color.
Esa charla la
mantenían alegremente los de Nava dando un paseo al atardecer. Concluía la
temporada, habían deseado a los conocidos de la plaza feliz invierno y hasta la
vuelta. Y ahora evocaban la tarde de Urdiales, los Pabloromeros, la brega
valiente de Chacón, aquél quite... El
otoño que hace unos días apenas si se insinuaba, jugando tímidamente con los
matices de la luz del día, variando transparencias y veladuras, hoy había dado
un paso al frente definitivo. Cruzaban el cielo inmensas formaciones de pájaros
organizadas en punta de flecha, como diciendo: ahí os quedáis con los fríos…
El cine se
había colado en la charla. Porque de vez en cuando, alguna tarde que otra,
aparecía el mirlo blanco.
***
No les
descubriremos nada nuevo diciendo que Cold War es una buena película, pues está
en boca de todos y en la prensa. Más importante lo primero sin duda. Porque de la
prensa cualquiera se fía. Tenemos poca información sobre el filme –como dicen
los entendidos- por no decir que ninguna y quién sabe si lo que a continuación
contaremos será o no un disparate.
Cold War es una película de este año, estrenada en octubre, polaca, dirigida por Paweł Pawlikowski.
Cold War es una película de este año, estrenada en octubre, polaca, dirigida por Paweł Pawlikowski.
¿Por qué se
hace en 2018 una película sobre la Polonia de la postguerra mundial, de los
años cincuenta y sesenta del pasado siglo? ¿Por qué se decide contar una
historia, esa historia y de esa manera? Sin espías, sin Historia con mayúscula.
Con la historia pequeña, personal e íntima de los protagonistas, únicamente. Puede
haber mil razones: la memoria, el deseo de fijarla, el homenaje o el recuerdo a
los que nos precedieron (la película está dedicada a los padres del director),
el puro afán de narrar, la reflexión sobre el pasado, la necesidad de
entenderlo o reflexionar sobre él. También, por qué no, el deseo de entender el
presente.
De todo un poco suponemos que habrá entre las motivaciones de la película, pero tal vez pensar en la Polonia de hoy volviéndose hacia lo que vivieron generaciones anteriores no sea la menor de ellas.
Chico conoce chica al poco de terminada la segunda guerra mundial. Él es músico de mucho talento. Ella más joven se presenta a la selección de jóvenes para la formación de los coros y danzas del momento, promovidos por el gobierno comunista polaco. Ella es seleccionada, él es el director, se enamoran. Sin estridencias, sin brocha gorda, sólo a través de la evolución de la agrupación musical pasará el espectador por la Polonia comunista, con un trasfondo claro de consignas políticas oficiales, vigilancia y delación por el que transcurre la vida de los protagonistas. Espeluznante resulta la escena en la que, animados por la administración a incluir alguna pieza política en el repertorio, el coro canta una alabanza a Stalin mientras un gigantesco retrato del padrecito se va desplegando sobre sus cabezas y el público en pie aplaude con frenesí al final de la actuación.
Pero hay en ese mundo que se describe mucho talento y autenticidad, vida a borbotones. Los dos protagonistas tienen carácter, personalidad y talento. Una cierta talla que no es únicamente artística. Él ha recorrido Polonia en camión con dos colaboradores, grabando lo que hoy llamaríamos folclore tradicional, es decir, canciones y piezas musicales populares, interpretadas por los habitantes de los pueblos que recorren. Esas grabaciones servirán luego de base para el espectáculo de coros y danzas en el que ella destaca pronto como bailarina y cantante.
Cuando Victor decida pasarse al oeste, Zula no se atreverá a seguirle por la inseguridad que le produce la falta de una educación más refinada, más parecida a la del músico.
Y aquí es donde en cierto modo salta la sorpresa, por la pintura feroz y ácida del París de los años cincuenta en el que intenta sobrevivir él. Y no se trata de la descripción de un París conservador o reaccionario. Al contrario: bohemia, música, poetas, copas. En primer lugar se nos transmite la sensación desde el primero momento, bruscamente, de que Francia no es Francia: Jazz y Rock ’and roll están por todas partes, se pasa del Este a un Oeste encarnado más que por Francia por los Estados Unidos presentes por todos lados. La transición es extraordinaria, de la nieve a los gruesos mofletes del saxofonista de un cuarteto de jazz. Sobre ese fondo la frivolidad –repugnante- de los intelectuales profesionales, de los bohemios establecidos.
Nuevamente nada de trazos gruesos, nada se nos dice explícitamente, no hay tesis, lo que es uno de los grandes aciertos de la narración. Se percibirá ese ambiente por el deterioro personal que va produciendo en el músico polaco que malvive haciendo pequeños trabajos, temeroso de disgustar al productor que le emplea, dubitativo, servil, perdida casi toda referencia y capacidad de iniciativa. Hasta el punto de que cuando Zula llega a París para encontrarse con él, al poco tiempo no le reconoce y la transformación que percibe les distancia. Menos refinada que él, pero más intuitiva y lúcida, con una sensibilidad a flor de piel, no consigue expresar más que con brusquedad lo que siente, la náusea que le produce todo aquél ambiente. Asqueada por el mundo en que viven y tras varios sucesos que son una cierta bajada a los infiernos morales en el teórico paraíso occidental, ella decide volver a Polonia.
El la seguirá al poco tiempo volviéndose a encontrar en circunstancias especialmente difíciles que la película se atreve a tratar, siempre con ese mismo tono comedido. No hacen falta estridencias para resaltar lo que sucede que tiene por sí mismo enorme fuerza. La narración está magníficamente sustentada por un espléndido blanco y negro, una buena banda sonora y la hermosa manera de utilizar el lenguaje cinematográfico. No les decimos más.
¿Qué es lo que ha sucedido? ¿Qué nos han contado? ¿Es simplemente la historia conmovedora en todo caso de un amor imposible, destruido por las circunstancias? ¿O se trata de una metáfora de las vivencias de los centro europeos de entonces? Seguramente las dos cosas, o al menos eso nos parece. La huida de la cárcel comunista y la pronta decepción de los protagonistas al llegar a Europa occidental son tal vez la imagen de la actual decepción de una parte de la sociedad de aquellos países. Una sociedad que es europea, que no quiere salir de la UE pero que siente una repulsión creciente ante el modelo de sociedad abanderado por la Comisión Europea y confeccionado con una combinación de laicismo militante, ideologías de género, aborto, eutanasia y LGTBI, “Bo Bos” y pijiprogres que cursan con el puño en alto carísimos estudios de postgrado pagados por papá y mamá, internacionalismo, trasiego de masas de población no europea, etc. Les ahorramos más detalles.
Al poco de empezar la película y por casualidad llegará uno de los personajes a una gran iglesia abandonada en la que la cámara se detendrá en unos planos de gran belleza. Sobre una de las paredes en ruina sobrevive una mirada pintada al fresco, la mirada de Cristo, de una gran profundidad y lucidez, con algo de amorosa melancolía.
A esa iglesia y a la misma mirada volveremos al final de la historia, y no creemos que por casualidad. En los hermosos planos con los que recorremos la iglesia abandonada pero viva puede estar la clave de la película, de lo que se nos cuenta, tanto de los personajes que la protagonizan, como de la mirada del narrador sobre el pasado reciente de su país y la presente zozobra europea.
E
De todo un poco suponemos que habrá entre las motivaciones de la película, pero tal vez pensar en la Polonia de hoy volviéndose hacia lo que vivieron generaciones anteriores no sea la menor de ellas.
Chico conoce chica al poco de terminada la segunda guerra mundial. Él es músico de mucho talento. Ella más joven se presenta a la selección de jóvenes para la formación de los coros y danzas del momento, promovidos por el gobierno comunista polaco. Ella es seleccionada, él es el director, se enamoran. Sin estridencias, sin brocha gorda, sólo a través de la evolución de la agrupación musical pasará el espectador por la Polonia comunista, con un trasfondo claro de consignas políticas oficiales, vigilancia y delación por el que transcurre la vida de los protagonistas. Espeluznante resulta la escena en la que, animados por la administración a incluir alguna pieza política en el repertorio, el coro canta una alabanza a Stalin mientras un gigantesco retrato del padrecito se va desplegando sobre sus cabezas y el público en pie aplaude con frenesí al final de la actuación.
Pero hay en ese mundo que se describe mucho talento y autenticidad, vida a borbotones. Los dos protagonistas tienen carácter, personalidad y talento. Una cierta talla que no es únicamente artística. Él ha recorrido Polonia en camión con dos colaboradores, grabando lo que hoy llamaríamos folclore tradicional, es decir, canciones y piezas musicales populares, interpretadas por los habitantes de los pueblos que recorren. Esas grabaciones servirán luego de base para el espectáculo de coros y danzas en el que ella destaca pronto como bailarina y cantante.
Cuando Victor decida pasarse al oeste, Zula no se atreverá a seguirle por la inseguridad que le produce la falta de una educación más refinada, más parecida a la del músico.
Y aquí es donde en cierto modo salta la sorpresa, por la pintura feroz y ácida del París de los años cincuenta en el que intenta sobrevivir él. Y no se trata de la descripción de un París conservador o reaccionario. Al contrario: bohemia, música, poetas, copas. En primer lugar se nos transmite la sensación desde el primero momento, bruscamente, de que Francia no es Francia: Jazz y Rock ’and roll están por todas partes, se pasa del Este a un Oeste encarnado más que por Francia por los Estados Unidos presentes por todos lados. La transición es extraordinaria, de la nieve a los gruesos mofletes del saxofonista de un cuarteto de jazz. Sobre ese fondo la frivolidad –repugnante- de los intelectuales profesionales, de los bohemios establecidos.
Nuevamente nada de trazos gruesos, nada se nos dice explícitamente, no hay tesis, lo que es uno de los grandes aciertos de la narración. Se percibirá ese ambiente por el deterioro personal que va produciendo en el músico polaco que malvive haciendo pequeños trabajos, temeroso de disgustar al productor que le emplea, dubitativo, servil, perdida casi toda referencia y capacidad de iniciativa. Hasta el punto de que cuando Zula llega a París para encontrarse con él, al poco tiempo no le reconoce y la transformación que percibe les distancia. Menos refinada que él, pero más intuitiva y lúcida, con una sensibilidad a flor de piel, no consigue expresar más que con brusquedad lo que siente, la náusea que le produce todo aquél ambiente. Asqueada por el mundo en que viven y tras varios sucesos que son una cierta bajada a los infiernos morales en el teórico paraíso occidental, ella decide volver a Polonia.
El la seguirá al poco tiempo volviéndose a encontrar en circunstancias especialmente difíciles que la película se atreve a tratar, siempre con ese mismo tono comedido. No hacen falta estridencias para resaltar lo que sucede que tiene por sí mismo enorme fuerza. La narración está magníficamente sustentada por un espléndido blanco y negro, una buena banda sonora y la hermosa manera de utilizar el lenguaje cinematográfico. No les decimos más.
¿Qué es lo que ha sucedido? ¿Qué nos han contado? ¿Es simplemente la historia conmovedora en todo caso de un amor imposible, destruido por las circunstancias? ¿O se trata de una metáfora de las vivencias de los centro europeos de entonces? Seguramente las dos cosas, o al menos eso nos parece. La huida de la cárcel comunista y la pronta decepción de los protagonistas al llegar a Europa occidental son tal vez la imagen de la actual decepción de una parte de la sociedad de aquellos países. Una sociedad que es europea, que no quiere salir de la UE pero que siente una repulsión creciente ante el modelo de sociedad abanderado por la Comisión Europea y confeccionado con una combinación de laicismo militante, ideologías de género, aborto, eutanasia y LGTBI, “Bo Bos” y pijiprogres que cursan con el puño en alto carísimos estudios de postgrado pagados por papá y mamá, internacionalismo, trasiego de masas de población no europea, etc. Les ahorramos más detalles.
Al poco de empezar la película y por casualidad llegará uno de los personajes a una gran iglesia abandonada en la que la cámara se detendrá en unos planos de gran belleza. Sobre una de las paredes en ruina sobrevive una mirada pintada al fresco, la mirada de Cristo, de una gran profundidad y lucidez, con algo de amorosa melancolía.
A esa iglesia y a la misma mirada volveremos al final de la historia, y no creemos que por casualidad. En los hermosos planos con los que recorremos la iglesia abandonada pero viva puede estar la clave de la película, de lo que se nos cuenta, tanto de los personajes que la protagonizan, como de la mirada del narrador sobre el pasado reciente de su país y la presente zozobra europea.
E