domingo, 1 de marzo de 2015

Relación entre generaciones. Don Manolito y don Estrafalario. Desvarío.

Don Manolito acaba de cerrar el portón de casa y se está quitando el fuerte abrigo de paño local. Mientras cuelga la bufanda y se atusa el bigote mirándose en el espejo del perchero, va soltando la retahíla, seguro de que don Estrafalario está al quite. Don estrafalario se ha quedado esta vez, por un catarro que le molesta.

-            Ya estoy aquí, ¿Qué tal ese catarro?
-            No sea fastidioso y cuénteme el paseo, ya estoy mejor.
-            Vengo del Casino, de oír la conferencia del Gran Bergamota que hoy ha estado menos plúmbeo que otros días, aunque éramos cuatro. Ha tocado un tema bonito, aunque a usted y a mí, que somos viejos desde hace cien años, nos queda un poco de lejos. Cosas de padres e hijos, como la novela de Turguenev. Le he traído un suelto que entregaban a la salida, vea, vea que texto tan apañado.

Tiende a don Estra un folio de buen papel, que don Estra lee en voz alta:

La relación entre generaciones es sin duda uno de esos temas eternos, que siempre causará asombro y sobre el nunca será posible intervenir con alguna eficacia, tan sólo observar. En el caso de la relación entre padres e hijos, el asombro crece con la propia experiencia y lo inexorable de las cosas se hace más patente aún. Los hijos crecen y escapan, queriendolo unas veces, sin quererlo otras, inexorablemente, del molde que para ellos sueñan los padres. Cuando lo sueñan, claro. Digo sueñan, porque es frecuente que lo que los padres proyecten para sus hijos no sea posible realizarlo, por un sinfín de razones. Por falta de medios cuando se ha soñado con una educación esmerada; por falta de dedicación cuando la generación mayor está entregada, voluntariamente o a la fuerza, a sus propios quehaceres; por falta de coincidencia en los propósitos; por la carga genética – terrible cuestión ésta que se abordará con la atención que merece otro día -, porque el molde proyectado sea irreal, absurdo o tiránico, etc. Pero sobre todo por la radical libertad e individualidad que son propias del ser humano. No hay dos seres humanos iguales. Quizá sean aquellos hijos que viven una situación intermedia entre una orientación impuesta y cierto crecer a su aire, los que más suerte tengan, a los que más posibilidades se les ofrezcan. Siempre que sepan o puedan aprovechar sus circunstancias. Recibirán una tradición, incluso si esta es impuesta por el tesón y la autoridad de la generación anterior, y si son capaces de aceptar aunque se una pequeña porción de esa tradición, quedarán impregnados de todo lo que eso supone: Conexión con el pasado, sensación de continuidad, la riqueza de disfrutar de lo atesorado por generaciones anteriores (salvo, lógicamente, en el caso de descendientes de rastacueros). También es necesario que la generación mayor sea depositaria de la Tradición y consciente de ello, ya que si la ha dejado perder o se avergüenza de ella como a menudo suceded, entonces no habrá nada que transmitir (habría que esperar entonces el milagro imrpobable de los abuelos o que la planta enraíce sola, del aire del tiempo, por intuición, genética, carácter y capacidad de observación). Decíamos que esos hijos recibirán esa herencia que se les entrega y, a la vez, disfrutarán de un ámbito propio en el que poder desenvolverse con libertad, dentro de un campo marcado, hasta dónde sea posible, por esa Tradición. Tradición que a menudo les zarandeará con brusquedad para despertarles de la somnolencia que impone el presente, ese andar al son que tocan los tiempos, sin consciencia de pasado ni de nada que no sea la constante tiranía de lo inmediato. Y es que el impacto que reciben los hijos de los tiempos en los que les ha tocado vivir es fortísimo. Sólo en casos excepcionales tiene el individuo consciencia de sí mismo y de su tiempo y es capaz de observarlo y de observarse. Pero la tendencia gregaria, ovejuna, pedestre y primaria, es casi siempre irresistible. Y así se asombran los padres de verles desear y encarnar cosas que por completo les son a ellos ajenas, de verles hablar de maneras para ellos desconocidas, de verles pensar y creer manejando conceptos impensados, a veces radicalmente contrarios a lo esperado, de verles en definitiva crecer haciéndose personas, construyendo esa autonomía, esa personalidad que es única y distinta. Y los padres que, como Pigmalión, quizá inconscientemente, quizá sin querer, habían proyectado una imagen, ven como al crecer la obra que resulta es otra y sólo en parte son ellos los autores. Y es entonces el momento de ir aceptando, como viene, sin renunciar nunca a transmitir ni a corregir ni a discrepar, pero tampoco a asentir, reforzar y respetar, a esa persona entera y distinta, que va creciendo a su manera.

-           Apañado y sentido, ¿no le parece?
-           El padre democrático es un gilipollas.
-           Pero hombre don Estrafalario, a mí me parecen unas palabras muy sentidas, como le digo.

Mucho hace que no se aludía a las pavorosas aventuras intelectuales de don Manolito y don Estrafalario, por lo que convendrá volver a ellos un momento para dar nueva cuenta, aunque sea brevemente, de sus desvaríos y aterradores diálogos. Como siempre que volvemos sobre estos personajes, que hemos pedido prestados al gran don Ramón Mari, debemos advertir a los lectores más sensibles de la crudeza, tosquedad y rudeza de todo lo que les rodea, que puede ser ofensivo para la mente pusilánime y relamida. Por último, cuando decimos que sus aventuras son intelectuales, lo decimo sin segundas, pues creemos que no vuelan a menor altura que la mayoría de los que han sido calificados como tales –intelectuales- desde que la historia alumbró la feroz y sanguinaria revolución francesa, madre monstruosa de marxismos y demonios totalitarios.

-            Que quiere don Manolito, a mí esto de los afectos, me revuelve. Ya conoce mi divisa, ¡Palo! Se les cría y, mientras, que obedezcan. Luego, se les pasa la cuenta y cada uno a su sitio.
-            ¡Pero qué cosas dice, don Estra, sosiéguese un poco! No puede ser que le hayamos curado del ataque de progresismo bienpensante para caer ahora en estas rigideces. Ya sabe que con mi tendencia a la reacción, tampoco me conviene a mí exaltarme ni escorarme a estribor.
-            Calle don Manolito, es usted un blando, un tibio. …. ¡Usted me ha jodido don Manolito!
-            ¿Pero qué dice hombre?
-            ¡Si por curarme de mi manía progresista! Ahora me aburro. Echo de menos la falacia lógica, el exabrupto, el rodillo buenista, la demagogia en grandes dosis…
-            Pues pinte monas oiga, pero a mí no me reproche nada, que estaba usted echado a perder insoportable.
-            ¡Entrégueme las llaves de su casa don Manolito!
-            De ninguna manera don Estra, ¿pero que se ha creído?
-            Lo sabía, usted se niega sistemáticamente al diálogo don Manolito, es un intolerante.
-            Voy a sacar la recortada.
-            Que no hombre, que estoy curado de verdad.
-            El mundo es un asco don Estra.
-            No empecemos don Manolito, a ver si ahora cae usted. Recuerde usted a Foxá agradecido a José Antonio por haberle librado de las tertulias derrotistas y sovietizantes. No sea derrotista.

Al terminar la frase anterior, verdadero paradigma de la sensatez, faro indicador del camino a seguir, don Estra, por el esfuerzo, sufre un espasmo. Se le cierra un párpado, guiña tres o cuatro veces y acaba por abrir los ojos desorbitadamente. La mirada que empezaba turbia se hace dura, granítica, decidida. Luego grita rabioso:

-            ¡Hay que acabar con el joputismo triunfante!

Don Manolito quiere volver a la senda que llamaremos de Foxá, y hacer una llamada a la cordura. Pero cordura no aparece. Se le cierran los puños, se le sube el cuello de la camisa, le zumban un poco los oídos, se le nublan los sentidos, se tambalea unos segundos. Es la crisis. Cuando se recupera, parece otro. Todos los diques de contención han cedido, el agua lo anega todo y además, hierve. Grita:

-            ¡A los garrotes! ¡Leña a la canalla!
-            Así me gusta, don Manolito, ¡sin tibiezas! ¡Hecho un energúmeno! ¡Radical!
-            Un matonismo blando y de baja estofa reina por doquier en nuestra sociedad electrónica. ¡Hoy no hay categoría ni para repartir leña!
-            ¡Estopa!
-            ¡Cuatro manos de palos!
-            ¡El galleo del bú parece un gesto de hace mil años!
-            ¡Pues se lo vio mi padre a Joselito en Madrid oiga!
-            Por eso, carcamal, por eso es algo prehistórico.
-            ¡Oiga sin faltar!
-            ¡Yo falto si quiero!

Elevan la voz, llegan al berrido. Se les oye desde la calle de la que sólo les separa la tapia del jardín. Algún paseante hace amago de detenerse al oír los gritos.

-            ¡Lo cotidiano es atroz!
-            ¡Claro que sí, leña don Manolito! Saque el trabuco que se ha quitado usted veinte años… ¡Tanta contención es mala!
-           ¡Inversión y falta de respeto!
-           ¡Folleteo y blandenguería, todo revuelto en infame potaje!
-           ¡Y verduras en juliana! ¡Cualquier cosa, todo vale!
-           ¡Hay que rechazar las mentalidades aderezadas con brindis de sobremesa y regüeldo frío!
-           ¡Y el potaje obtuso!
-           ¡Todo es un revoltijo, una olla podrida de infamia!
-           ¡Una sopa monstruosa, un potaje negro hecho de mezcolanza hedionda!

Al ver salir despedidos de su mesa en la terraza a los dos comensales  a los que acababa de servir el primero, Amador, dueño de Casa Amador, la casa de comidas postinera de Nava de Goliardos, salió del local a ver qué pasaba. Era la segunda mesa que salía corriendo sin tocar el primero, algo completamente anormal. Se acercó a la mesa, miró los platos todavía humeantes y con una de las cucharas, limpia pues no se había usado, probó lo que sin duda era una de las grandes especialidades de su casa, el potaje de garbanzo pedrosillano, con calabaza. Delicioso, como siempre. El garbanzo tierno, en su punto, el aroma denso, refinado y sabroso. No en vano era uno de los platos que le habían dado fama y que contribuía al constante goteo de excursiones que se acercaban a Nava a comer en su casa, dormir en la parte del palacio de Doroteo arreglada al efecto y participar en la pequeña vida cultural del lugar: las conferencias del Gran Bergamota y los conciertos organizados por la la Condesa y Tato, en asombrosa combinación. Todavía se preguntaba por lo que había podido pasar, cuando el griterío del otro lado de la tapia se le hizo de repente inteligible, aclarando lo sucedido:

-            Está usted en vena don Manolito, leña con el pisto mental, el potaje de escándalo y sinvergonzonería en el que vivimos, la sopa de baba!
-            Es peor don Estra, es peor, ¡no sólo potaje infame, potaje hediondo, potaje tuberculoso, peor ¡Potaje de moscas negras! ¡Potaje mental de diabólicos zumbidos!

Hacía un momento que Amador, maldiciendo a sus vecinos, había vuelto a entrar corriendo a su casa y quitándose el mandil, después de llamar al ayuntamiento había cogido la escopeta y aporreaba ahora con la culata la puerta de casa de don Estrafalario. ¡Estos tíos me arruinan! ¡Ni una más! ¡No les paso ni una más!

-            ¡Abrid cabrones que os voy a dar potaje de plomo!

Con los golpes en la puerta, don Manolito y don Estrafalario, intelectuales, callaron de repente. Algo les decía que nada bueno indicaban. Con cada golpe les llegaba como un recuerdo a batas blancas, enfermeras, calmantes y sanatorio de la sierra. Don Manolito se había hecho responsable la última vez y ahora él había caído, contagiado de los delirios de don Estrafalario. 

-            ¿Ha oído usted don Estra? Otra vez Amador perdiendo los papeles, la gente no tiene medida.
-            Ni modales, ni contención. Desde luego don Manolito, este hombre es un exaltado.

La llegada del munícipe local, y al rato del médico con los calmantes, evitó lo peor.

-          Don Manolito, habrá usted la puerta a la autoridad.
-          De ninguna manera, enseñe primero la patita.
-          Está conmigo don Ramón con las recetas.
-          Que no abro.
-          Usted verá, viene de camino un grupo de sexis preguntando por ustedes dispuestos a todo. Van con camisetas apretadas.
-          ¡Qué me dice!
-          Yo había pensado que si ustedes nos dejan entrar, al ver en casa a la autoridad pasarán de largo y se librarán ustedes de las vejaciones previsibles si se deja a la masa a su antojo.

Se oye un gran silencio y al rato se abre la puerta. Pase usted primero don Ramón. Pasa don Ramón con el maletín negro. Al rato llega la enfermera contratada para estos casos extremos y vuelve la paz. Don Manolito y don Estrafalario dormirán hasta mañana y luego podrán pasar meses hasta que se presente una nueva crisis. Antes de irse, don Ramón y Quintín el Municipal han requisado un par de libros que estaban a la vista: el Manifiesto del Partido Comunista, Teoría del Golpe de Estado, de Curzio Malaparte; y un tomo de Nietzsche. También se llevan un taco de revistas de las llamadas de sociedad o papel cuché. Según don Ramón el origen de la crisis sin duda estará ahí.

Enfrente, Amador, sentado en la terraza está chiscándose un habano en compañía de Bergamota el Grande y de Tato. Bergamota con un habano como el de Amador, descomunal, y Tato con una pipa de brezo de cazoleta gigantesca. Por si acaso, Amador, hasta fin de mes, ha retirado los potajes del menú. Si total, ya estamos en primavera.

1 comentario:

  1. Esto es estupeno. Me he reído un rato, que falta me hacia. Si total, ya estamos en primavera...

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