Tiene gracia pensar un poco en el resultado de las elecciones andaluzas celebradas ayer domingo, después de haber visto hace pocos días la película El último hurra, dirigida por John Ford y protagonizada por Spencer Tracy. Sin entrar en otros aspectos de la película, como su maravillosa sencillez, sello inconfundible de su director, merece la pena destacar la trama puramente política.
Aviso a lectores que no la hayan visto que se destripa aquí parte del argumento, aunque lo importante no es lo que yo pueda desvelar, sino como lo cuenta Ford.
El alcalde de una ciudad norteamericana importante está en plena campaña electoral. Es un hombre mayor, pelo encanecido, más bien orondo, que es alcalde de la ciudad desde hace años, pues ha ganado las elecciones una y otra vez. Nada hace presagiar que esta vez las cosas vayan a ser distintas.
El candidato que se le opone parece un zoquete, casado con una señora que da bastante pereza. Se les describe como un par de antipáticos de buena familia, con niños repelentes, escondidos detrás de unas sonrisas que son pura fachada. Hasta el perro de la familia es alquilado, sólo para lo que dure la campaña electoral. Ninguna idea, ninguna personalidad y en la intimidad bastante mal humor además. Ford hace un arquetipo del político moderno, simbolizado por el vacío.
Por el contrario, el protagonista, Frank Skeffington es descrito de manera radicalmente distinta: Irlandés católico, es un hombre de carne y hueso, denso, real, de convicciones sólidas, de honradez personal indudable, intachable. Tiene defectos, es marrullero, es político, pero es persona, tiene personalidad. Conoce a la ciudad y a sus habitantes personalmente, habla con la gente, pasea por la calle estrechando manos, arreglando problemas. Una parte de la película es un recorrido sentimental por ciertos barrios en los que Skeffington se ha criado.
Además, como decimos, Skeffington es político, sabe manejar a la gente e incluso jugar sucio si el fin, una buena causa, lo requiere. En un de estas jugadas en la frontera de lo admisible, y para conseguir financiación para una urbanización de lo que serían algo así como viviendas de protección oficial, choca de frente con lo más rancio de la ciudad, con los miembros del club social más antiguo y elitista, protestante, cuyos miembros descienden de los padres de la independencia norteamericana. Pensemos que al parecer el personaje protagonista está basado en un alcalde de Boston, James Michael Curley, cuya vida fue novelada por no recuerdo quien, como fácilmente podrá verificarse en la red.
El caso es que el choque produce una auténtica declaración de guerra y, entre los beligerantes, se encuentra directamente implicado un poderoso banquero encarnado por el fantástico Basil Rathbone. Este, a modo de venganza, decide financiar a fondo perdido la campaña electoral del rival de Skeffington y, al no reparar en gastos, utilizar la televisión como arma electoral.
¡La televisión! La aparición de la televisión coge a nuestro protagonista con el pie cambiado, contribuye a modificar la imagen del rival, a promocionarlo de forma masiva y finalmente, contra todo pronóstico, logra el vuelco electoral y Skeffington pierde las elecciones. Pero lo más extraordinario es que nuestro protagonista tarde apenas dos minutos en asimilar la lección. En la misma entrevista televisiva de la noche electoral anuncia que se presentará a gobernador del estado. Es decir, pasa de no haber aparecido prácticamente nunca en ese medio, a utilizarlo para lanzar su nuevo proyecto. Se condensan en esa escena sus extraordinarias cualidades políticas, sus reflejos, su cintura, su versatilidad. Hace de esa derrota inesperada la plataforma de lanzamiento de su nueva candidatura. Pasando por encima de la decepción de sus partidarios, está ya embarcado en otro proyecto y empezando a manejar con habilidad innata los medios, a los que se apresura a alimentar con una novedad, con una primicia. Va por delante. Claro está que su mensaje llega de forma inmediata a todos aquellos que tienen el electrodoméstico encendido y, muy en particular a la sala de televisión del club de las viejas familias protestantes que pegan un brinco en el asiento al comprobar que su enemigo sigue más vivo que nunca y, ahora, manejando la televisión que hasta hace unos momentos era su enemiga.
La película es de 1958. Hace pocos días, en pleno 2012, el candidato del Partido Popular a las elecciones andaluzas, Javier Arenas, se negaba a debatir en televisión, en Canal Sur, por tratarse de un canal de televisión controlado por el partido socialista, lo mismo que TVE. El PP ha hecho por tanto campaña sin televisión y se ha negado además a debatir con sus rivales ante las cámaras, lo que le hubiera dado por lo menos algo de presencia en ese medio. Lo mismo hizo don Mariano en marzo de 2004, negándose a debatir con Zapatero entonces candidato. En fin. La derecha española y su perfil bajo.
Ya sabemos que entran en juego más elementos y que habría que tener en cuenta muchas consideraciones adicionales. Pero nos parecía que venía muy a la mano recordar esta película y establecer la comparación, antes de empezar a oír las habituales quejas y necedades sobre la forma de ser de los españoles, que si los andaluces son esto o lo otro y demás.
1958-2012, y el partido este al que no se puede llamar derecha porque ponen el mohín (y por que seguramente no son, en realidad, eso que se resume como “derecha”), sin enterarse.
NBF
El último hurra.
TÍTULO ORIGINAL The Last Hurrah
AÑO 1958
DURACIÓN 121 min.
PAÍS: Estados Unidos
DIRECTOR John Ford
GUIÓN Frank S. Nugent
MÚSICA Miklós Rozsa
FOTOGRAFÍA Charles Lawton Jr. (B&W)
REPARTO Spencer Tracy, Jeffrey Hunter, Dianne Foster, Basil Rathbone, Pat O'Brien, Donald Crisp, James Gleason, John Carradine, Edward Brophy, Ricardo Cortez, Jane Darwell
PRODUCTORA Columbia Pictures