El cepogordista ha encanecido, algo, la mirada se le ha vuelto más aguda, algunos días la expresión es vaga, contemplativa, como si las cosas tuvieran menos importancia, como si todo fuera… otra cosa. No sabe del todo. El cepogordista, acompañado por sus fieles cigarros, la marca y el cepo que fuma apenas fallan, se ha cargado de algunos años y de repente, de tarde en tarde, se pone a pensar y mira como a lo lejos. Le ha llegado la edad en que, como al escritor, le gustaría durante un tiempo echarse el morral al hombro y andar por los caminos durante un par de semanas, un par de meses tal vez, por los caminos de aquí, por España. Echando un caldo de vez en cuando, compartiendo el tabaco, encendiendo hasta una farias ensabanada, fumando sentado, apoyado en un mojón, en la cuneta de una carretera comarcal sin tráfico.
El cepogordista no debe dejarse atrapar por la actualidad, aunque también él tiene sentimientos, y hasta una cabeza que funciona, y se enfada, se entristece ante el panorama, se siente impotente y mudo, como maniatado, y le gusta de vez en cuando dar unas voces… por escrito, eso sí, porque no es hombre de acción, lo retiene una gruesa cadena, y lo rechaza un cuerpo social que lo tiene, a él, por anticuerpo. Pero decíamos eso, que el cepogordista sabe que no debe además, sufrir el castigo de verse absorbido siempre, por una actualidad pública que le mira con indiferencia, que se desarrolla desdeñosa de espaldas a él. Al menos no siempre. Por eso el cepogordista recuerda que el mundo es otro, que la vida es hermosa y que Dios está en todas las cosas y es al hacerlo cuando se ensimisma y su mirada se pierde vagando sobre las cosas, pero observándolas con qué amor y detalle, como queriendo retenerlas, recrear su belleza para siempre. Y se acuerda sonriendo del poeta Péguy, recordando aquello de que Homero tiene más vida que nuestro periódico de la víspera… Imagina luego al poeta con su uniforme de oficial todavía decimonónico, al poeta que cantó a Juana, la bella lorenesa, el misterio de la caridad de Juana, cayendo en combate, en el verano de los campos de Francia, de sol húmedo y hierba tupida, densos, grasos, suaves. Las ideas se le han soltado y ya está de charla con don Alvaro, que detrás de sus gruesas gafas, con traje gris, corbata, un aire entre grave y tímido, de sonrisa retenida, mira y evoca al mirar: el mar, la campiña lucense, el camino, los amores del trovador, las cantigas del Rey sabio...
Iba el cepogordista a hablar de actualidad, para dejar puesta la excepción a todo lo dicho, pero otro rato será, que se acuerda ahora, no sabe por qué, de Francisco de Aldana dando la vida en Alcazarquivir y piensa cuanto le hubiera gustado conocer al cortesano, al poeta, al hermano de su hermano Cosme, al soldado que de sí mismo dijo aquello de “sayo de hierro acá yo estoy vistiendo,/ cota de acero, arnés, yelmo luciente,/ que un claro espejo al sol voy pareciendo.” Como decía aquél hombre alto de bigote y chistera, la próxima semana hablaremos de… ya veremos de qué.