Pulardo, ¡Amigo Pulardo! El amigo Pulardo zumba como un moscardón alrededor de la plaza de toros. Hay corrida ahora, en un rato. Vuela sobre sobre sus lustrosos botines, crujientes y diminutos, trota saludando. Saluda de cerca, con una palmada en el hombro, un leve apretón en el antebrazo, incluso con un rápido y sonoro abrazo. Y también saluda de lejos, con la mano en alto, con grandes aspavientos en medio del gentío que rodea la plaza. El gentío que hinchando los papos levanta el runrún de un millón de pájaros, como si la plaza fuera el palomar de un gigante y los miles de espectadores fueran a levantar el vuelo de un momento a otro. También saluda, más lejos aún, a los conocidos que bajan en tropa desde los cafetines de la Avenida de los Toreros, a los que identifica con una vista que es de águila para estos menesteres. Les ve bajar cautelosos las escaleras que les acercan a la puerta de arrastre ante la que se forman los corrillos postineros. El amigo Pulardo les echa el ojo y desde Fleming agita ventrudo y zumbón su sombrero de jipijapa, acompañado por los amplios vuelos de su chaqueta de lino blanco o de su blazer azul marino de dorados botones, según el día. ¿Cómo resistirse a quedar en Fleming? ¡Quedamos en Fleming! No hace falta decir más. A veces surge el escándalo. Un joven con aspecto distraído le pregunta el otro día señalando al doctor si es ese Bienvenida –ha quedado en esa estatua- y al amigo Pulardo casi le da un telele. Es Pulardo propenso a teleles y soponcios. El amigo Pulardo está rebrincado, no cabe en sí de gozo, no se tiene en el sitio, ventea el ambiente como un perdiguero viejo, se barrunta el lleno de no hay billetes. Ya trota el amigo Pulardo hacia la puerta, le gustaría llevar la entrada en la boca, como el perdiguero viejo en el que sueña a veces que se ha convertido, en alguna noche de esas de calor y mal dormir, bajo las sábanas levantadas en oronda pirámide por su prominente panzamen. ¡Pero Pulardo repórtese! La entrada en la mano y al tendido. Dentro de la plaza, ¡qué placer, que deliciosa ansiedad al recorrer de una punta a otra el pasillo del tendido bajo! Unas veces a favor de corriente y otras, que también es gustoso, a la contra, como un cachalote deshaciendo un bando de peces pequeños, y siempre mirando de reojo la aguja de su fino reloj de caballero. Vamos hasta el estanco a por un cigarrón, y luego hasta la otra punta, a asomarse a las fotografías. Se le van los ojos: Belmonte con Vázquez Díaz, Joselito doblándose con un toro inmenso, Manolete de paisano con unas gafas de sol inmensas, los tendidos llenos hasta la bandera con esa afición de entonces. ¡Quién hubiera podido sentarse en las gradas junto con El Gallo, Belmonte y don Álvaro, y con un cigarro en la mano también! Pero no, no nos ha tocado. Sigue Pulardo trotando: fisgar la exposición, asomarse a la Puerta Grande tarareando Er Mundo. De nuevo saludando, apretando, aculando a conocidos que son desplazados sin contemplaciones por los volúmenes que menea Pulardo sobre sus diminutos zapatos abotinados de crujiente cuero cortado a medida. Mingitorio para que no aprieten luego las ganas a destiempo, brinquito para colocar la cremallera en su sitio, terminado con un taconeo airoso. Y las carnes se encajan, bien ceñidas por el corte impecable de la chaqueta. En los grandes días, en los días de los grandes carteles, antes de salir del común, el amigo Pulardo gira airoso sobre sí mismo, a la manera de una gran peonza, y de reojo mira en el espejo eso, el corte de la chaqueta, la ligereza de la franela ceniza de sus pantalones de altas vueltas. ¡Tarde de Toros amigo Pulardo! ¡Y que animales han traído, que trapío, que presentación y hay dos castaños y un cornipaso, que velas! El amigo Pulardo saluda, pero no merienda en la plaza. Oiga mire, todavía no es todo lo mismo. Y además es aficionado, que se habían pensado. Así que esta mañana ha subido ligero su corpulencia por la escalera de los chiqueros para ver el apartado de la corrida de por la tarde. Se le salían los ojos al amigo Pulardo. ¡Viva el ganadero! ¡Viva la gente honrada que todavía queda! Lo comentaba luego con Tato y con Doroteo mojando una gran porra en el café con leche de media mañana. Hace calor y Pulardo viejo amigo, se enjuga un ligero sudor de la frente con el pañuelo de algodón blanco. El amigo Pulardo vive feliz en España porque en España - si señora España esa maravilla – en España por la mañana se pueden mojar las porras en el café con leche y por la tarde se puede fumar un habano después de comer y luego irse a los toros, saludando y dando brinquitos, y en el tendido encender otro, una trompeta de la Habana que dure seis toros, y decir ole, OLE y OLE, ahora que la plaza se ha llenado de maricones que dicen bieeeeen. ¡Ay amigo Pulardo, amigo Pulardo que cosas dice usted! Pulardo las dice porque sabe que en la plaza esas cosas todavía se pueden decir sin que se revuelva ningún gilí. Pulardo sube las escaleras que llevan al tendido bajo, como quien asciende a la luz, al cielo, consciente en su pulcritud de cometer una irreverencia, menor si se quiere, al dejarse embargar por esa como elevación. ¡Es así el amigo Pulardo! Otra gente no es así y al subir por las mismas escaleras parece que gatea, mientras el amigo Pulardo se yergue, mete riñones, saca el cuello de entre las papadas, todo lo que da de sí, y por un momento, al salir al sol y al aire de la tarde, se descubre llevándose al pecho con la mano izquierda, el sombrero de jipijapa.
Menuda verborrea. No lo he leido, no cabe en la pantalla de mi telefono. No interesa. Por fvor espabile (n).
ResponderEliminarTienes toda la razón, anómimo. Estos tíos no se enteran. Siempre con el mismo rollete Estan desfasados.
EliminarDesde luego. Demasiado largo, no domina los mass media, desde luego. Y además, que eso de poner de prota a un gordo. Es un enfermo que está claro tiene que ir a una clínica a tratarse, a desintoxicarse. El tipo de gente que engorda por lo que roba a los demás. Un parásito y además, un torturador. Y fuma. Joder.
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