Termino ayer el pequeño libro de
relatos de Lampedusa, el autor del Gatopardo, que compré hace unos días. No
sabe uno con que quedarse: si con lo que son relatos en si, por ejemplo, el
extraordinario titulado La sirena, o con los recuerdos de infancia que abren el
pequeño volumen, dónde aparecen personajes, lugares, recuerdos y sensaciones
que luego desarrollará en la famosa novela. Un pequeño libro verdaderamente
notable. Tal vez los recuerdos, que nos llevan en amoroso paseo por aquellas
casas sicilianas, por salones y jardines, son en su evocadora sencillez de un
mundo desaparecido (el eterno tema, es cierto) verdaderamente conmovedores. Lampedusa
escribe, por ejemplo, con toda naturalidad y sencillez: “La preferida era
Santa Margherita, en la que pasábamos largos meses, incluso en invierno. Era
una de las casas de campo más bellas que jamás he visto. (…) Situada en el
centro del pueblo, precisamente frente a la sombreada plaza, se extendía en una
superficie inmensa y contaba, entre grandes y pequeñas, con trescientas
habitaciones. Daba la impresión de ser una especia de conjunto cerrado y autosuficiente,
una especie de Vaticano, digamos, que abarcaba salones de recepción, salas de
estar, aposentos para treinta huéspedes, cuartos para la servidumbre, tres
patios inmensos, cabellerizas y locales para guardar los coches, teatro e
iglesia privados, un enorme y bellísimo jardín y un gran huerto.” Nada más
y nada menos.